ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

Una vida de repuesto

por Eduardo Torres-Dulce Lifante,

Of counsel de Garrigues. Miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Entre 2012 y 2014 fue fiscal General del Estado. El derecho penal económico está en el centro de su labor académica y divulgativa.

Expertos en diferentes aéreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este primer número nos acompañan: Eduardo Torres-Dulce Lifante. Fiscal y profesor de Derecho Penal. Fue Fiscal General del Estado. Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz. Catedrático de Derecho administrativo y Letrado de las Cortes Generales en excedencia. Consuelo Madrigal Martínez-Pereda. Fiscal. Fue Fiscal General del Estado.

“Una vida de repuesto”. Así de lapidariamente es como suele describir su experiencia en el cine, mi amigo José Luis Garci. Y ciertamente lo es, al menos para cuantos el cine ha invadido nuestra existencia, no los meros aficionados o frecuentadores de las salas de cine, plataformas, dvds o blu ray, por los que siento el máximo respeto, sino los que desde lejanos tiempos, los años 50 del pasado siglo, en el que unos jóvenes turcos airados, tutelados por André Bazin, un intelectual francés, católico y de izquierdas, agrupados en una revista no menos joven, Cahiers du Cinéma, alzaron la bandera pirata negra de la rebeldía contra el ostracismo del cine americano clásico de Hollywood.

La cinefilia

Nacía la cinefilia. Eric Rohmer, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Claude Chabrol, devoraban películas, las analizaban con tanto rigor como apasionamiento e inventaban un sistema crítico, la politique des auteurs, en la que el concepto de autor, claramente extraído de similares sistemas críticos literarios, sostenía que un cineasta era, fueran cuales fueran las condiciones de producción de una película, un autor cuando su estilo de puesta en escena, otro concepto novedoso, y su temática, revelaran sus temas, sus obsesiones, su mirada sobre el mundo y sus circunstancias. No había ni cineastas comerciales ni menores, ni géneros cinematográficos deleznables, cuando en las películas se descubría la firma del autor. Hawks, Hitchcock, Minnelli, Orson Welles y tantos otros acapararon su interés, analizándolos con lenguaje tan provocativo como novedoso. Sus gustos no se limitaban exclusivamente al cine norteamericano, porque esos jóvenes críticos adoraban y se entusiasmaban con las películas del neorrealismo italiano, singularmente las de Roberto Rossellini, las del sueco Ingmar Bergman, el japonés Mizogouchi Kenji o el hindú Satvajyt Ray. Sus entrevistas con esos cineastas permitían a los lectores-espectadores adentrarse en el universo creador, en la técnica, en los temas, en sus opiniones, de todos ellos, muy en paralelo con lo que la revista The Paris Review venía haciendo con los escritores y artistas. En Francia, siempre en Francia, otro intelectual vanguardista, Henri Langlois, se inventó algo tan importante o más que lo de los Cahiers, con los que mantenía relaciones confluyentes. Se inventó, en 1948, aprovechándose de una institución que languidecía desde su creación en 1936, un Museo del Cine, de las películas. Un lugar para almacenar, restaurar y proyectar todas las películas que pudiera encontrar, sin distinciones de calidad, nacionalidad ni metraje. La Cinemathèque de la Avenue de Messine se convirtió en un ejemplo a imitar, en un templo al que peregrinar con fervor desde cualquier lugar del mundo. Incluso el MOMA neoyorquino se apuntó a esa idea (una idea que ignora el Museo del Prado y no digamos el Reina Sofía).

Cahieristas sin ambages

La llama pirata de los Cahiers se extendió rápidamente por todo el mundo, incluso en la desdeñosa crítica norteamericana, emergiendo profetas de la nueva religión como Andrew Sarris y Peter Bogdanovich o intelectuales como Manny Farber. En España, revistas como Film Ideal, Griffith, bajo la inspiración del maestro Juan Cobos, se mostraban cahieristas sin ambages, en tanto que otras, sin abandonar esa orientación, añadían matices, como Cinestudio, cercana al humanismo cristiano, o Nuestro Cine, de bandera del compromiso militante izquierdista.

Esa posición de Cahiers era tan apasionada que ignoraba la labor colectiva que implica concebir y rodar una película, especialmente en la elaboración del guion o el montaje, amén de que excluía a autores muy respetables, como Wyler o Wilder, pero en aquello años no se hacían prisioneros y lo mejor es que ese reguero de pólvora acabó creando una fraternidad universal de cinéfilos, devotos de las salas de cine, los debates sobre las películas y coleccionistas de libros y revistas. El cine era más importante que la vida, y esta se nutría notablemente del cine. Muchos de nosotros soñábamos con escribir y/o dirigir películas siguiendo el camino, nuevamente desbrozado por Truffaut and Co, que revolucionaron el cine en los años 60 con la nouvelle vague. Algunos, Garci, Bogdanovich, Erice, Robert Benton, Tavernier, Wim Wenders, Trueba, Spielberg, Scorsese, lo lograron de manera brillante y los demás, algunos ni lo intentamos, seguimos infectados por la cinefilia.

“En una sala de cine no te podía pasar nada malo”, Garci dixit again. Era, es, por completo cierto. En la moderna caverna de Platón, con el mundo exterior, la verdadera ficción posee un humus inextinguible de realidad; viajábamos como el califa de Bagdad hechizado por Scherezade por un mundo narrativo en imágenes imbatible. Recibíamos, reciclada, la vida, proyectábamos la nuestra, y no sólo nuestros sueños, y regresábamos a la calle vacunados contra la mediocridad, ejerciendo valores como la amistad, la lealtad, la decencia, el coraje de vivir, el riesgo, la aventura, explorando el amor y el desamor, la venganza y la piedad, la ira y la justicia, la indignación por las injusticias y la esperanza, incluso fordianamente hablando, de la gloria en la derrota.

El cine de valores

No rendirse jamás, como proclamaba Churchill en las horas más oscuras de la 2ª Guerra Mundial. El cine de valores, personajes y narración, suponía una suerte de autodidacta educación sentimental, de esas que te dura toda la vida y de la que no te curas jamás. En una época sin videos, ni plataformas, en la que los permisos de importación y exhibición de películas duraban cinco años, cuando te incorporabas a la legión cinéfila, no te quedaba más remedio que perseguir obsesiva y afanosamente las películas que te habías perdido, de manera que muchos de nosotros conocemos la geografía urbana de las ciudades por la remota ubicación de salas de cine, de condiciones higiénicas y de proyección dudosas. Pescábamos, en sesiones dobles, las joyas de cine que otros colegas nos habían recomendado con entusiasmo.

El cine no era sólo cine. Era vida, pujante, rebelde, propia. En interminables sesiones de cineclubs y cinefórums el pase de El acorazado Potemkin, provocaba una manifestación, pero lo mismo sucedía con Cantando bajo la lluvia, que producía una exaltación existencial inimaginable. Como le había ocurrido a Truffaut, el cine nos descubría a Balzac, a Cole Porter, Mozart, y a tantos otros, completando la colección de tebeos, cromos de futbolistas y libros ilustrados que nos precipitaban en los mundos de Holmes, Salgari, Zane Grey, los mosqueteros de Dumas, Guillermo Brown y los Proscritos, Sam Spade y Philip Marlowe, mundos perdidos con dinosaurios, islas del tesoro y piratas irredentos. El joven Hawkins y el fascinante Long John Silver. El maestro Fernando Savater certificó en La infancia recuperada (Taurus) todo ello en nuestra Biblia, camarote nada secreto de nuestras vidas.

Como rememoraba Antonio Drove, magnífico y malogrado cineasta, en la película de Fernando Méndez-Leite, otro capitán de nuestra tribu, “tuvimos la mejor mujer y el mejor caballo, y los perdimos en una partida de póker en el Mississippí”.

La vida de repuesto, el cine en la caverna de Platón, la vida imitando al cine, aún nos dura; siempre nos queda París. Hay centauros en el desierto; pelirrojas en las nieblas irlandesas; un actor demediado recita a Shakespeare en un saloon en Tombstone; un velero navegando en un agitado mar azul en Technicolor significa que tenemos el mundo en nuestras manos, y Manhattan es en blanco y negro al son de la Rhapsody in Blue, de George Gershwin. Y, ¿saben lo mejor?: que la legión invencible de la cinefilia se renueva año a año, día a día, minuto a minuto. Bendita epidemia. Les dejo con el conjuro de esa legión en hermosos versos que lo dicen todo.

 

“Cuéntamelo otra vez, es tan hermoso
que no me canso nunca de escucharlo.
Repíteme otra vez que la pareja
del cuento fue feliz hasta la muerte,
que ella no le fue infiel, que a él ni siquiera
se le ocurrió engañarla. Y no te olvides
de que, a pesar del tiempo y los problemas,
se seguían besando cada noche.
Cuéntamelo mil veces, por favor:
es la historia más bella que conozco.”

Amalia Bautista