ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA
Sobre Teodora de Bizancio, por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Catedrático de Derecho administrativo. Letrado de las Cortes Generales. Autor de publicaciones en diversas materias de Derecho público.Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, Catedrático de Derecho administrativo. Letrado de las Cortes Generales. Autor de publicaciones en diversas materias de Derecho público; y Almudena Fernández Ostolaza, Notaria y escritora.
La opinión dominante ha cambiado mucho, al menos en Occidente, en relación con las mujeres. Y es que, durante muchos siglos, sobre aquellas que tuvieron ocasión de ejercer el poder corrió la leyenda –en aquel contexto, una acusación muy severa- de que tenían o al menos habían tenido en su juventud, o durante toda su existencia, una vida sexual no ya plural, sino incluso desbordada. La cosa podía ser verdad o mentira, pero quien así hablaba no lo hacía precisamente para elogiar.
Teodora de Bizancio (501-548), la mujer de Justiniano, es quizás el arquetipo de esa figura. Pero no es la única: antes estuvo Helena de Troya (¿de verdad París la raptó? ¿No estaba ella harta de Menelao?) y también Cleopatra o Mesalina –igualmente bizantina, la cónyuge del emperador romano Claudio- y, en el siglo V, Gala Placidia. Rusia aporta a Catalina la Grande y, ya en el siglo XX, en Argentina, tenemos a Eva Duarte de Perón, Evita. La expresión mujer fatal es relativamente reciente y, cómo no, francesa, pero bien puede aplicarse a todas ellas, en cuya biografía nunca faltaba la afirmación –nada amable, se insiste- de que si alcanzaron tanto poder fue porque a los hombres los devoraban. Y al marido o pareja de turno se le pintaba como un pobre infeliz –consentidor es la palabra castellana castiza y nada complaciente-, con el que ella se conducía de manera especialmente sañuda o incluso sádica.
Un breve contexto histórico: la Alta Edad Media
Teodora, para empezar poniendo las cosas en su contexto, vivió en el siglo VI y bien se sabe que sobre el tercer cuarto del primer milenio –entre los años 500 y 750 o incluso 800, para explicarlo con cifras redondas- pesa el estigma de ser un período (la Alta Edad Media) oscuro hasta el grado máximo. Hoy las cosas se ven con menos estereotipos y con razón. En el tal siglo VI, por ejemplo, se aprobó (en Bizancio precisamente) el Corpus Iuris Civilis, que se dice pronto. Y en general debe recordarse que fue muy intenso y brillante el debate intelectual dentro del cristianismo entre los regidores de los Concilios de Nicea (325) y Calcedonia (451), por un lado, y, por el otro, los monofisitas, es decir, los defensores de la única naturaleza de Jesús: un debate en que, tras muchas idas y venidas, los monarcas terminaron inclinándose del primero de los dos bandos: 499 Clodoveo en Francia –fundador de la dinastía merovingia- y 589 Recaredo entre nosotros. Pero ese es solo el final, porque la contienda se mostró dura y de resultado imprevisible: en Bizancio, en 532, se levantó una verdadera revuelta social entre unos y otros, la llamada Nika (vence, en griego) y allí estaban precisamente Justiniano y Teodora para que la sangre no llegase al río.
Como quiera que fuese, es lo cierto que Teodora mereció un retrato alegórico muy favorable en Rávena –el mosaico de San Vital, elaborado entre 546 y 548- para sin embargo ser objeto de los diatribas más encarnizados en la obra literaria de un contemporáneo suyo, Procopio de Cesarea, que en su Historia secreta ofreció de ella (y de Antonina, la mujer de Belisario, el General victorioso) la imagen de una verdadera arpía. y es que el tal Procopio tenía una lengua viperina: era de los que, cuando se ponía a largar, no dejaba títere con cabeza. Cierto que ese trabajo no se conoció hasta mucho más tarde, bien entrado el siglo XVII, pero también es verdad que resultó suficiente para que los historiadores inmediatamente posteriores, de Montesquieu a Gibbon, se lo creyeran al pie de la letra, con la consecuencia de que la imagen de esa mujer (y no digamos de su marido, el Basileus Justiniano: otra vez hay que citar el Corpus) quedase, como se decía antes, a la altura del betún.
Mil caras y una obra literaria
Luego, a partir de las últimas décadas del siglo XIX, Teodora (a quien la Iglesia ortodoxa considera santa, dicho sea de paso) ha vivido una auténtica reivindicación y eso es lo que cuenta el magnífico libro de Miguel Angel Cortés Arrese titulado Las Mil Caras de Teodora de Bizancio, de la editorial Reino de Bizancio. Se recogen ahí, para empezar, las obras literarias que han repuesto a ese mujer en su sitio –un auténtico pedestal- como la de Charles Diehl en 1904 y la de Martha Bibesco en 1953. Y, antes que ambos, el drama Teodora, de Victorien Sardou, de 1884, cuya representación por Sarah Bernhardt supuso un auténtico hito: ya se sabe lo que era París, y la escena de Paris, en aquella época.
Del libro de Cortés hay que destacar las ilustraciones que recoge, también de esa época, como las salidas del pincel de Jean Joseph Benjamin-Constant (a no confundir con el pensador) que se reproducen en las páginas 205, 206 y 207: verdaderos iconos. Y eso por no hablar de la interpretación de Gustav Klimt como un artista con técnicas inspiradas en Bizancio y más aún en la Revena bizantina. Y no se deja al margen el cine, porque películas sobre Teodora, (como sobre Cleopatra: de Elisabeth Taylor es imposible no acordarse, y también sobre Evita, donde fue Madonna quien hizo el papel) ha habido muchas y muy buenas, empezando por la de 1954 que tuvo de protagonista a Gianna Maria Canale.
Los dos años transcurridos desde la publicación del libro no han sido precisamente neutrales en lo que hace a la mujer y su libertad sexual. Ha sido, en Estados Unidos, la época del MeToo y de todo lo que ya sabemos, quienes no vivimos, el Irán ni el Afganistán: todo un alivio. Razón de más para releer sus páginas: se aprende muchísimo –se cuestionan estereotipos, que siempre es bueno- y además se divierte uno un montón.