ENTRE MAGNITUDES

ANTONIO MAGRANER,

vicepresidente de CJAE
(Confederación Española Jóvenes
Empresarios). Secretario general de
FIJE (Federación Iberoamericana de
Jóvenes Empresarios)

"No puede ser aceptable que un país con unos niveles de desempleo como los que padecemos se permita el lujo de no cubrir empleos vacantes "

La prosperidad es un derecho; la miseria una condena

La primera de las acepciones del adjetivo miserable refiere al estado de pobreza extrema, la segunda sin embargo supera la circunstancia material e infiere al leerla a un estado emocional o a una suerte de actitud vital; “Que es muy desgraciado e infeliz”.

En España, la cifra de empleos sin cubrir alcanzó niveles de record el pasado mes de septiembre donde se computaron ciento cuarenta y cinco mil vacantes en el segundo trimestre del año. En un país con una tasa de paro de un 12%, que roza la cifra de los tres millones de personas desempleadas, es sin duda una tragedia que exista un nivel tan alto de vacantes de empleo sin cubrir, teniendo además presente que se trata de la cifra más alta de toda la serie histórica que ha experimentado un crecimiento de un 35% a lo largo del pasado trimestre.

Contrasta respecto a lo expuesto en el párrafo anterior, el dato que recoge la última encuesta de población activa que refleja un descenso de los jóvenes –de los denominados “ninis”– que viven en los márgenes del mercado laboral, puesto que ni trabajan ni se forman para acceder al empleo. Una tendencia a la baja, que se refleja en un 19% menos de jóvenes en esa situación respecto al año anterior, pero que todavía resulta una cifra alarmante al comprobar que hay algo más de 800.000 jóvenes en España autoexcluidos del ciclo del empleo.

Más allá de los datos y las cifras, se perciben en el seno de la sociedad síntomas que algunos vinculan a un cambio cultural indexado en la idea de posmaterialismo formulada por Ronald Inglehart, tan arraigado en la era de la posmodernidad que venimos atravesando desde hace ya algunas décadas, y otros a la implantación en determinadas capas de la población de un hastío cercano al nihilismo, que conduce a una renuncia de origen a lograr la prosperidad –entendida esta como el logro de unas mejores condiciones vitales y sociales- a cambio de una vida en los márgenes del sistema, que no fuera de él en tanto que la subsistencia recae sobre él mismo.

Se trata en todo caso de una inversión de valores, respecto a los imperantes tradicionalmente, que sin duda genera una casación disruptiva que merece una reflexión profunda, de hasta qué punto hay jóvenes y algunos no tan jóvenes que no conciben la prosperidad como una meta y prefieren instalarse en la aparente satisfacción de una actitud miserable, en tanto que se plantea como la infelicidad deseable.

Dibujado este complejo escenario, cabe preguntarse: ¿qué factores pueden resultar determinantes para que exista un número tan amplio de personas que adopten esta conducta? Quizás no exista una respuesta única, pero sí dos grandes vertientes, que nos permitan sopesar el alcance del problema.

Se atisba una vertiente relativa a las disfunciones del mercado laboral y otra vertiente de carácter cultural, ambas relacionadas entre sí.

Las disfunciones del mercado a las que aludimos pueden radicar en la falta de incentivos económicos que se pueden obtener de los rendimientos del trabajo en contraposición con las que el catálogo de ayudas sociales puede proporcionar, más si cabe si se combinan con ingresos de la economía sumergida. Un salario deviene bajo si los precios suben, pero todavía lo es más si esos mismos rendimientos se pueden conseguir con un menor esfuerzo. La fiscalización de las ayudas orientadas a evitar el fraude; la implementación de políticas para el acceso al mercado de trabajo, también destinadas a la formación específica; y una mejora de la economía aparejada a la subida de los sueldos, podrían en cierta medida corregir.

En relación a las disfunciones culturales, exigen un análisis que parta de una profunda reflexión que precisa abordar el asunto partiendo del proceso de desvinculación y emancipación del individuo respecto de su medio social. Una cada vez menor identificación con las instituciones privadas tradicionales.

Ahondar en el derecho a la prosperidad en tanto que beneficio individual y aportación colectiva que contribuye al sostenimiento del Estado social enunciado en el artículo primero de la Constitución, traza un camino para hacer frente a la postura antitética, que postula lo miserable –en tanto que desgraciado e infeliz– como forma de ruptura social y de absentismo individual como forma de negación de la prosperidad como meta deseable y bien común.

En todo caso existe un ámbito cultural que trasciende al de las medidas que se pueden poner en marcha desde la Administración; pero no obstante no puede ser aceptable que un país con unos niveles de desempleo como los que padecemos se permita el lujo de no cubrir empleos vacantes o de tener una masa integrada por algo más de ochocientos mil jóvenes en esta situación. Un lujo que no nos podemos permitir en términos morales, sociales y económicos.

Se trata pues de activar un trabajo en paralelo, a corto y medio–largo plazo, con la puesta en marcha de una estrategia de incorporación en el mercado laboral y en los circuitos formativos, que aumentará sola con la mejora de la competitividad del mercado y el incremento de los salarios; el refuerzo de control del uso y el destino de las ayudas públicas; y, junto a esto, un trabajo de divulgación del anhelo de la prosperidad individual y colectiva como meta alcanzable, como una obligación y un derecho.