ALDEA GLOBAL

CARMELO ENCINAS,

periodista. Asesor editorial de 20 minutos

 

“En la competencia por un puesto de trabajo el auténtico plus lo proporciona ahora el manejarte en una lengua exótica "

Epitafio lingüístico

Un conocido político, ya veterano, asegura haber pedido que en su tumba pongan el siguiente epitafio “aquí yace un eterno estudiante de inglés”. Es buen amigo y sé que maneja con soltura el sarcasmo, pero tengo la impresión de que lo dice en serio. Al igual que tantos españoles por encima de los 60, pertenece a esa generación que solo estudiaron francés en la escuela. Los genes educativos de la vieja España entendían que la lengua extranjera que había que aprender era la del país vecino, bien porque era con quienes tendríamos que entendernos dada la proximidad o por si hubiéramos de guerrear con ellos, como ocurriera a principios del siglo XIX contra Napoleón.

Hasta los años 70, el inglés en las escuelas solo se estudiaba de forma complementaria y por unos pocos chavales cuyos padres ya advertían que ese idioma se estaba imponiendo en el mundo como lengua comodín. Aquellas clases de inglés se pagaban aparte; su aprendizaje no entraba en los planes educativos, y yo estuve entre esa minoría de privilegiados cuyos progenitores querían que sus hijos aprendieran inglés. Con solo seis años mi padre me inscribió en la clase de un tipo apellidado Rojas y de cuyo nombre no quiero acordarme. Han pasado unas cuantas décadas desde entonces, pero de haber pasado mil años seguiría recordando como si la tuviera delante la cara de ese profesor al que atribuyo en gran medida la responsabilidad de que nunca aprendiera bien inglés.

El tal Rojas era el docente menos empático y más plomizo que cabe imaginar; sus clases eran tan soporíferas y poco pedagógicas que sus alumnos salíamos del aula como si volviéramos de una sala de tortura. Tan insufribles me resultaban sus peroratas que, a pesar de mi corta edad, un día me armé de valor y anuncié solemnemente en casa que no estaba dispuesto a someterme una tarde más a semejante tormento. Debí plantearlo con mucha convicción porque mis padres cedieron y me borraron de aquella clase de inglés. Así, por culpa de un profesor paliza y también quizá por mi limitada capacidad de sacrificio perdí la oportunidad de aprender el idioma en esa etapa de la vida en que el cerebro es una esponja y lo absorbe todo con mayor facilidad.

Cuando fui consciente del error que supuso el no haber adquirido entonces el nivel básico de inglés que me permitiera avanzar en su aprendizaje había mil tareas y conseguirlo resultaba ya bastante más complicado. La solución hubiera sido algún curso de verano en Inglaterra, Irlanda o Estados Unidos como después harían y hacen ahora tantos chavales españoles, pero en aquellos tiempos eso solo estaba al alcance de las familias más pudientes y la nuestra no era el caso.

Consciente de que la lengua de Shakespeare era el instrumento más útil por no decir indispensable para manejarse por el mundo emprendí, como mi amigo el del epitafio, distintos cursos de idiomas que por circunstancias profesionales o personales dejaba siempre a medias. A resultas de todo ello me he recorrido medio planeta empleando un nivel de inglés que no debe diferir mucho del que tenía Toro Sentado antes de aniquilar al Séptimo de Caballería en la batalla de Littel Bighorn.

Que mi caso es un clásico de toda una generación lo demuestra el hecho de que hasta la llegada a la Moncloa de Pedro Sánchez todos los presidentes de Gobierno que en España han sido necesitaron acudir a los encuentros internacionales con un traductor. Felipe González hablaba francés con soltura, pero esa lengua, que antaño fue el idioma de los diplomáticos, no era suficiente para hacerse entender en todos los foros extranjeros. Otro tanto le ocurrió a José María Aznar cuando empezó a codearse con George Bush Junior y a poner los pies encima de su mesa. Aquel ridículo episodio en el que hizo declaraciones con acento mexicano debió animarle a realizar un curso intensivo de inglés que le permitiera al menos relacionarse sin traductores con sus amigos americanos. Así lo hizo con tal aplicación que en Estados Unidos llegó a atreverse a dar conferencias en un inglés algo macarrónico, por lo que cuentan los puristas, pero suficiente para cobrar un dineral por cada charla.

Por fortuna hoy la mayoría de los jóvenes tienen bastante interiorizado el segundo idioma, bien por el énfasis que ponen en ello los planes educativos o bien porque internet, las redes sociales y la globalización les sumerge en el bilingüismo. Tanto es así que, aunque dominar esa segunda lengua es casi imprescindible, ya no supone como antes una gran ventaja en el mercado laboral por lo generalizado que está ese conocimiento. En la competencia por un puesto de trabajo, el auténtico plus lo proporciona ahora el manejarte en una lengua exótica de las que hablan miles de millones de personas en el mundo y donde se necesita gente que pueda entenderse con ellos. Esto es lo que ocurre en Asia, un área económica cada vez más pujante y en la que se alza con mayor descaro la torre de Babel Contemporánea.

Esta circunstancia explica el que, aunque el inglés siga siendo el más demandado en los cursos de idiomas, las solicitudes hayan caído un 36% en el último año en España, mientras que los idiomas asiáticos como el chino, el japonés e incluso el coreano ganan terreno de forma exponencial. El auge tecnológico y cultural de los tigres asiáticos garantiza el mantenimiento de esa tendencia hasta el punto de que hoy en día el dominio de cualquiera de esas lenguas garantiza prácticamente el acceso a un puesto de trabajo. Cierto que no es fácil el aprendizaje de unos modos de expresión que nos resultan tan distintos o ajenos y son muchos los que lo intentan y enseguida tiran la toalla. Si ya es duro y frustrante ser un eterno estudiante de inglés, como el del epitafio, no quiero imaginar la tortura que ha de ser estudiar chino de por vida.