EN PLENO DEBATE

ENRIQUE FEÁS,
técnico comercial y economista del Estado e investigador principal del Real Instituto Elcano

"La supervivencia de la UE está condicionada a la posibilidad de obtener recursos fiscales imprescindibles para hacer frente a los desafíos que vienen”

Una fiscalidad europea para un mundo complejo

La historia de la fiscalidad europea está íntimamente ligada a la evolución de la propia complejidad del proyecto europeo, y podríamos decir que ha atravesado cuatro fases.

En una primera fase, en las primeras décadas tras el Tratado de Roma, era un mero instrumento presupuestario para recabar los recursos necesarios para financiar las políticas comunes, primero aranceles (denominados recursos propios tradicionales), y luego otros recursos complementarios basados en el IVA y en la renta nacional bruta (denominados atípicos, pero que terminarían siendo los más típicos).

En los años 80, con el avance del mercado único europeo, se entró en una segunda fase en la que el objetivo pasó a ser minimizar las distorsiones en su funcionamiento, como las divergencias en fiscalidad indirecta, que dificultaban las transacciones y perpetuaban la necesidad de fronteras físicas. Por ello, en los años 90 se optó por la armonización de la estructura de IVA e impuestos especiales, con el establecimiento de reglas uniformes para el cálculo de bases imponibles, el principio general de tributación en destino y un sistema de compensación.

En paralelo, el desarrollo de las tecnologías de la información y de las comunicaciones facilitó la expansión de las cadenas de suministro globales. Poco a poco las multinacionales comenzaron a reubicarse en países de tributación más favorable, protegidas por la resistencia de los Estados miembros a armonizar la imposición directa (más vinculada a la soberanía). Algo que se veía venir: ya el Informe Werner de 1970 advertía que un adecuado funcionamiento del mercado único requeriría armonizar la estructura de los impuestos con una influencia directa en los movimientos de capitales dentro de Europa, como el de sociedades.

Al abrigo de la unanimidad, por tanto, algunos países europeos favorecieron la creación en su territorio de auténticos paraísos fiscales, con tramposas estructuras como el “doble irlandés”, el “sándwich holandés” o el “solo maltés”. Paraísos fiscales que, pese a lo que a menudo se cree, no se sustentan en bajos tipos impositivos, sino más bien en lagunas legales y en definiciones laxas del concepto de hecho imponible o de residencia fiscal, o en el tratamiento de dividendos y royalties. Como se demostró con el IVA, cuando se trata de evitar distorsiones lo importante no es tanto armonizar los tipos como armonizar la estructura del impuesto.

Por otra parte, la tecnología fue añadiendo complejidad a la imposición, en especial con el desarrollo de los servicios digitales, que difuminaron conceptos fiscales antes muy evidentes, como el lugar de realización del hecho imponible o el de establecimiento permanente: ¿cómo gravar a empresas con millones de clientes pero sin establecimiento permanente y con servicios prestados desde ubicaciones imprecisas?

Con el cambio de siglo, en cualquier caso, se inició una tercera fase en Europa, derivada de la creación del euro, que implicaba renunciar a tipo de interés y tipo de cambio y por tanto la necesidad de contar con mecanismos de estabilización conjuntos en caso de crisis. Comenzó entonces un importante debate sobre la posibilidad de la UE de obtener nuevos recursos propios, y el esfuerzo se concentró en dos áreas: gravar capacidades de pago aún no gravadas (como las transacciones financieras, las actividades digitales o parte de una base armonizada del impuesto de sociedades) y aplicar impuestos medioambientales desincentivadores (a emisiones, residuos, o productos importados intensivos en carbono). Pero no es fácil: lo primero se ve dificultado por la alta movilidad del capital, y lo segundo por un contexto de inflación y de cooperación internacional bajo mínimos. ¿Cómo establecer aranceles medioambientales o impuestos a multinacionales extranjeras sin esperar fuertes represalias?

Hay que decir, sin embargo, que la crisis financiera de 2008 y la del euro aumentaron de forma considerable la presión social sobre los paraísos fiscales (europeos y no europeos), generando incentivos para reducir las prácticas de fiscalidad agresiva y avanzar en un acuerdo multilateral en el seno de la OCDE y el G20 para garantizar una mínima tributación de las multinacionales. Si los dos pilares ya acordados de esta iniciativa se culminan con éxito, la UE podría renunciar a aplicar arriesgadas iniciativas unilaterales.

La cuarta fase de la fiscalidad europea se deriva de la crisis del Covid y, sobre todo, de la invasión rusa de Ucrania, eventos que han venido a poner de manifiesto la existencia de bienes públicos europeos, como las vacunas, la independencia energética, la defensa, la tecnología digital y medioambiental (en un contexto de guerra de subsidios de política industrial), el aprovisionamiento de materias primas clave, o la estabilidad financiera. Si admitimos que existen estos bienes públicos europeos, entonces su provisión a nivel nacional resultará insuficiente. ¿Cómo financiar estas necesidades europeas del siglo XXI? ¿Cómo evitar que las empresas europeas emigren a otros países como EE.UU. con mejores condiciones de suministro energético, materias primas y apoyo industrial?

En un mundo cada vez más complejo y menos cooperativo, la supervivencia de la UE está condicionada a la posibilidad de obtener recursos fiscales imprescindibles para hacer frente a los desafíos que vienen. La UE puede seguir engañándose, esperando que las cosas mejoren, o puede armarse de valor y audacia y disponerse a reformar tratados, o al menos a iniciar mecanismos de cooperación reforzada. Lo que en el siglo XXI la UE no puede permitirse es seguir con un mercado interior ineficiente por falta de voluntad armonizadora de unos pocos ni afrontar la financiación de imprescindibles bienes públicos europeos sin mecanismos fiscales comunes.