ALDEA GLOBAL

JUAN JOSÉ MORODO,

periodista

“En España, hay quienes ven la solución en un "pacto de rentas" antes de que todo se descontrole, una medida excepcional impulsada por el Gobierno"

El clasista impuesto de los pobres

La inflación es el aumento generalizado y sostenido de los precios de los bienes y servicios existentes en el mercado durante un determinado periodo de tiempo y refleja la disminución del poder adquisitivo de una unidad monetaria. Su medida más frecuente es el Índice de Precios de Consumo (IPC), que corresponde al porcentaje de la variación general de estos en el tiempo. Es el problema económico más grave que sufren la economía española y casi todas las economías del mundo.

Según el último Eurobarómetro, la inflación es hoy la mayor preocupación de los ciudadanos europeos y, particularmente, de los españoles, a los que inquieta aún más que el mismísimo desempleo. Reduce la capacidad de compra de quien no puede aumentar sus ingresos en la misma proporción que suben los precios; se ensaña más cuanto menos pudiente es la renta del hogar y tiene, por tanto, carácter clasista, de ahí que muchos economistas la hayan bautizado como el «impuesto de los pobres», pero también afecta negativamente a la rentabilidad del ahorro y a la inversión.

En general, la inflación se genera cuando la demanda supera con creces a la oferta y provoca empobrecimiento, porque al deteriorarse el principal instrumento de intercambio, la moneda, empeora el funcionamiento de todo el sistema económico. Cuando proviene del exterior, como la que produce un shock energético en países fuertemente dependientes como España, el país en su conjunto se empobrece. Cuando se centra en productos y servicios de primera necesidad, como los alimentos o la energía, es especialmente dañina con los ciudadanos de renta más baja, a los que además anula la mínima capacidad de ahorro.

Los guardianes de la estabilidad de los precios y por tanto de que la inflación no se dispare son los bancos centrales. En el caso de la eurozona, el Banco Central Europeo (BCE) tiene fijado un objetivo de inflación del 2% a medio plazo, incompatible a todas luces con los ingentes estímulos que todas las autoridades monetarias han inyectado en la economía internacional para combatir el impacto, primero, de la pandemia de Covid, y, después de la guerra en Ucrania.

Así como los bancos centrales están entre la espada y la pared (suben los tipos para contener la inflación con riesgo de pasarse y perjudicar al crecimiento), la caída en la capacidad adquisitiva exacerba la demanda de subidas salariales, justificada en muchos casos. Pero, si los sueldos escalan de forma igual de vertiginosa que los precios, existe el peligro de entrar en una espiral destructiva: un aumento pronunciado de los sueldos para contrarrestar la inflación puede producir un aumento en los costes de producción, lo que llevaría a un nuevo aumento de los precios y vuelta a la casilla de salida.

En España hay quienes ven la solución en un «pacto de rentas» antes de que todo se descontrole; una medida excepcional impulsada por el Gobierno para repartir el impacto de la inflación entre los agentes económicos (patronal y sindicatos, pero también los hogares). Su objetivo es evitar que se desencadene la citada retroalimentación del aumento de precios y de costes. Tal espiral de precios y salarios tendería a enquistar la inflación como una losa para la recuperación económica, por lo que, una vez comprobado que la inflación no es un fenómeno pasajero como autoridades y supervisores llegaron a creer, debería transmitirse la idea de que todos los perceptores de rentas de un tipo u otro deben compartir equitativamente su pesado coste.

El pacto de rentas entre los representantes de los trabajadores y de los empresarios supondría, en teoría, que los primeros aceptarían moderar las subidas de los salarios más de lo que cabría exigir por la inflación, teniendo en cuenta los márgenes empresariales, mientras que las empresas se comprometen a subidas ligeras de los sueldos, mantener el empleo y una senda moderada de incremento de los precios que no compense por completo el encarecimiento del coste del trabajo y de la producción.

La cláusula de revisión salarial vinculada al IPC en los convenios colectivos planteada por los sindicatos y la exigencia por los empresarios de que pensionistas y funcionarios entren en el reparto de costes son puntos de desencuentro que alejan tal solución solidaria.

Mientras, los ciudadanos contemplan con preocupación los precios marcados en los anaqueles de los establecimientos a la hora de hacer sus compras a la vez que el Banco de España calcula que el precio de los alimentos, la partida que más pesa en la ponderación del IPC (casi una cuarta parte), no ha alcanzado su cota más alta y estima que, a pesar de medidas gubernamentales como la reducción el IVA en ciertos productos, la inflación de estos «no ha hecho pico» y superará el 12% en 2023 (16,6% en febrero), cuatro puntos más que su anterior estimación de diciembre de 2022, con productos tan básicos como las legumbres y las hortalizas o las frutas a la cabeza de las subidas.

Y aún peor. La inflación subyacente, aquella que excluye los alimentos no elaborados y los productos energéticos, se mantiene persistente por encima del índice general, en cotas no vistas en casi cuatro décadas y como un peligroso monstruo todavía más difícil de combatir.

Soluciones extraordinarias aparte, y más allá de analgésicos coyunturales, sólo un examen eficaz de la cadena de formación de precios, muy especialmente en el grupo de los alimentos, pero también en la vivienda (alquileres) y en aquellas relacionadas con el turismo (hoteles, cafés y restaurantes) hará posible que la lucha contra el dolor de cabeza de la inflación dé el fruto deseado.