PROTECCIÓN AL CONSUMIDOR
JESÚS ROMÁN MARTÍNEZ,
presidente del Comité científico de la Sociedad Española de Dietética y Ciencias de la Alimentación (SEDCA)
"Nuestros jóvenes y niños padecen una de las tasas de exceso de peso más importantes de Europa"
Dieta mediterránea: un placer saludable en su plato
España es un país en el que todo el mundo habla de comida. Si alguien come mucho, porque engorda. Si come poco, porque está a dieta. La gastronomía se ha convertido en un gancho en todas partes, que es cultura, que es turismo, y la hostelería es ahora la industria nacional.
Los españoles hablamos de comida comiendo e incluso de bebida bebiendo. Las páginas de internet, las redes sociales están llenas de personajes influyentes que le aconsejarán o le disuadirán de comer esto o aquello. El nutricionista se ha convertido en un nuevo gurú, chamán y pope del bienestar y la salud cuando hace veinte años nadie sabía ni lo que era. El cocinero ya no es un cocinero sino un chef prestigioso. Ese hombre que en los anuncios coloca con precisión de relojero la hojita de perejil.
Lo llamativo ocurre cuando miramos con detalle y descubrimos que este interés a menudo es algo insensato y vacío de contenido. Que sentarse a la mesa se ha convertido en una moda, una tendencia o un postureo. Fíjense si no: desde 1992 un documento del Gobierno de entonces decía que los españoles estaban abandonando la dieta mediterránea y que habría que hacer algo al respecto. Esperamos noticias. Los estudios científicos, los de verdad, dan cuenta de cómo nuestros jóvenes y niños padecen una de las tasas de exceso de peso más importantes de Europa. Los mismos que advierten de que los costes sanitarios se dispararán en un futuro cercano cuando la diabetes, las enfermedades cardiovasculares, o el cáncer sean una plaga derivada de la obesidad. También esperamos a los que mandan.
Eso sí, la dieta mediterránea decimos que nos encanta. Como en España no se come en ningún sitio. Ya saben: la paella, el jamón, la fabada. Pero dejen un momento de lado el menú turístico e intenten localizar verduras o frutas apetecibles en el menú de los bares de esos barrios de oficinas de las grandes ciudades, o de los polígonos industriales. Por no hablar de los de carretera.
La dieta mediterránea nos la tuvo que descubrir un americano allá por la década de los 50 del siglo pasado. Nosotros, como el personaje de Molière que se sorprendía de hablar en prosa sin saberlo, comíamos pan con aceite ignorando que eso era la clave de una dieta mundialmente reconocida como un modelo saludable. Reduzca su colesterol, prevenga el cáncer, fortalezca sus huesos, viva más años y más sanos. No, no es el anuncio de un fármaco revolucionario. Solo es la dieta mediterránea.
Sin embargo, su vecino de asiento en el metro, asiduo de las redes sociales, seguirá una dieta cetogénica que está tan de moda o, tal vez, ni siquiera habrá desayunado porque hace ayuno intermitente. A la vez, los españoles están dejando de comer tanto pescado como solían. En muchas casas, la fruta es un lujo y la verdura otro. Para comprar unos buenos tomates en agosto hay que pedir una hipoteca. El aceite de oliva nunca fue más el oro líquido que ahora. Las conservas vegetales, antes tan económicas, parecen atesorar caviar dentro de los botes y las latas.
Este está siendo el drama español: crea usted en los beneficios de la dieta mediterránea. Intente inculcársela a sus retoños. Y luego intente practicarla… si tiene dinero suficiente. Que antes, los que trabajamos en el mundo de la nutrición jurábamos que llevar una dieta equilibrada y saludable era incluso más barato que comer mal. Ya no. Ahora, como ocurría en el mundo anglosajón, mal comer es comparativamente económico y los productos de pésima calidad nutritiva copan cestas y carros de familias que no pueden pagar todo lo que les decimos que es saludable además de sabroso.
Por si fuera poco, los agricultores están clamando por toda Europa sus reivindicaciones que se pueden resumir en una frase: “Sin productores en el campo, tu nevera será un armario vacío”. Mientras, los europeos pagamos para arrancar viñas, matar vacas, tirar tomates e importar comida que ya producíamos en casa.
Ya ven que alimentarse es un hecho cotidiano que parece fácil. Pero que tiene numerosas facetas y aristas. Piensen en cualquier domicilio o casa de comidas: varias docenas o incluso cientos de productos e ingredientes diferentes y en distintos formatos estarán acumulados en sus estanterías y refrigeradores. Producir todo eso que necesitamos de forma segura y que esté disponible cada vez que lo queremos no es en absoluto sencillo. Transportarlo y venderlo en los mercados, tampoco. Que lo sepamos conservar adecuadamente en nuestras casas, cocinar y servir en las combinaciones y proporciones adecuadas para que cubra nuestras necesidades de nutrientes, no es tan fácil.
Y, sin embargo, en el país de la paella, de la fabada y del jamón (ibérico, por favor), los jóvenes que, en algún momento, confiemos, tendrán que vivir solos, no saben ni freír un huevo. Para muchos de ellos, la cocina es un lugar misterioso donde, menos mal, hay un microondas y una sartén a la que echar algo. En pocas décadas, saber cómo se hace un cocido, unas lentejas o una menestra será alta tecnología, ciencia ficción. Un saber ancestral relegado al mundo de los fogones, donde aún reinarán las abuelas y las madres.
Aprovechen: aprendan de ellas, que aún estamos a tiempo. De volver a comer lo que el americano aquel descubrió que era casi un milagro para nuestras arterias y entretelas. Frutas, verduras, legumbres, aceite de oliva virgen, pan «del de verdad», almendras y nueces. Dense prisa y compren pescado, incluso del que todavía es barato. Sardinas, boquerones, jureles.
Y, por favor, déjense de modas pasajeras y acudan a lo que nunca falla. Si van a hacer dieta, que sea mediterránea.