La digitalización marca un antes y un después en la forma en que los seres humanos nos relacionamos con la naturaleza, las máquinas y con otros seres humanos; también, en nuestra manera de percibirnos a nosotros mismos. La transformación es tan profunda y acelerada que la distinción entre la neutralidad moral de la tecnología y la perversidad de algunos de sus usos se ha convertido en un tópico ingenuo.
Walter Benjamin vio en el Angelus Novus de Paul Klee al ángel de la historia que vuelve su rostro espantado hacia las catástrofes del pasado. Quisiera actuar, pero un huracán procedente del paraíso se enreda en sus alas y le empuja irresistiblemente hacia el futuro. Ese huracán es lo que llamamos progreso. Las distopías que ofrecen el cine y la literatura nos advierten que no siempre la verdad libera. Algunas verdades de la ciencia y la tecnología incluso podrían destruirnos. Y, al igual que la civilización industrial floreció a costa de la naturaleza y hoy amenaza la misma Tierra, el poder económico digital prospera a costa de lo que hay de humano en nosotros, penetrando en ámbitos vitales a los que hasta ahora el comercio no tenía acceso. Ofrece posibilidades y libertad, pero al mismo tiempo, ejerce una irresistible compulsión hacia la conectividad, creando una relación obsesiva con el dispositivo. El círculo de la conectividad y la información digital acelera el flujo del beneficio económico.
La colosal magnitud de ese beneficio ha alterado la configuración geopolítica del mundo. Los gigantes tecnológicos que controlan en occidente nuestras opciones de ocio, conectividad y consumo representaban en 2021 un valor de mercado de 7,6 billones de dólares, que esperan duplicar en esta década. Su presencia y gesto en la toma de posesión del nuevo presidente de los EEUU escenifica su poder planetario. Emplean a los profesionales más cualificados y aplican los últimos hallazgos científicos en todos los campos, también en el del aprendizaje neuronal y modificación de la conducta, para condicionar la voluntad de las personas, inocular deseos que no tenían y hacerles sentir más libres y más ellos mismos cuando se conectan y consumen ininterrumpidamente sus productos.
‘Falacias’ para rentabilizar la brecha digital
Parte de ese trabajo cualificado es la implantación con fines comerciales de ciertas falacias que han sido asumidas acríticamente sin reflexión. Así, pocos discuten la supuesta superioridad del nativo digital, permanentemente conectado, sobre el obsoleto usuario digital que solo accede torpe y ocasionalmente. Pero todos sabemos que la tecnología digital no ha mutado el cerebro del homo sapiens y que su mejor adaptación al entorno no depende del hábil manejo de dispositivos electrónicos sino del desarrollo del cerebro y sus funciones ejecutivas: atención, concentración, memoria, velocidad de procesamiento, comprensión lectora, elaboración de narrativas … Un proceso en el que la sobreestimulación digital interfiere negativamente.
Otra falacia rentabiliza una supuesta “brecha digital” entre personas de diferentes estatus socioeconómicos, cubriendo de prestigio el consumo digital, fuera del alcance de los desfavorecidos. La realidad es muy distinta: el 98% de los jóvenes españoles de 15 años tiene acceso a internet, siendo los miembros de familias de alto nivel socioeconómico los menos expuestos al consumo abusivo. En la élite de la comunidad tecnológica de Silicon Valley, los directivos de las Big Tech limitan o prohíben el uso de los dispositivos electrónicos en sus familias.
En 1996 el psicólogo David Lewis describió el síndrome de cansancio de la información, que presentan profesionales de la gestión de formidables cantidades de información con creciente parálisis de la capacidad analítica, perturbación de la atención, inquietud difusa y dificultad de asumir responsabilidades. Lejos de engendrar verdad o esclarecer el mundo, la acumulación digital de información lo hace más impenetrable. Más allá de un determinado punto –reflexiona Chul Han- la información no es informativa sino deformativa. La comunicación deviene acumulación.
La capacidad de asumir retos, responsabilidades y compromisos aparece en el ser humano asociada a la voluntad, las promesas y la confianza. La ausencia de vinculación, la inmediatez, la absoluta primacía del presente en el mundo digitalizado, privan de sentido a las acciones que dan y demandan tiempo como responsabilizarse o comprometerse.
Aprendizaje y crecimiento, lejos de las pantallas
Se ha constatado también la relación entre la estimulación sensorial del aprendizaje escolar digital con trastornos cognitivos, emocionales y conductuales. En La generación ansiosa, Jonathan Haidt describe la trágica transición de una infancia basada en juegos con personas al aire libre a la infancia mórbidamente capturada ante las pantallas. Mirar el móvil o la tablet al tiempo que cuidamos a nuestro hijo o darle una pantalla para que se entretenga mientras hacemos otra cosa, le priva del estímulo más poderoso de su cerebro: la atención concentrada, la mirada y escucha atentas, la proximidad y el amor de una persona que le quiere.
En su tesis doctoral sobre El amor en San Agustín, Hannah Arendt analiza la relación del pensamiento y el amor con la memoria. San Agustín fue el primero en relacionar escritura, lectura y memoria. Sus Confesiones inauguraron la memoria autobiográfica que convierte la propia vida en texto y articula el yo interior como conjunto de posibilidades perpetuamente abiertas. Solo los libros pueden alimentar el pensamiento, la memoria y su compleja interacción en la vida de la mente. El nativo digital con su acceso irrestricto a videojuegos o pornografía, nunca será lector.
También aquí circula la falacia interesada del cambio de paradigma pedagógico: más que los conocimientos del alumno importan sus destrezas. No es fácil saber a qué destrezas se refieren los partidarios de tamaña simpleza, sí lo es comprobar las penosas consecuencias que ha tenido disminuir el caudal de conocimientos en la enseñanza formal. Al desaliento académico de cualquier esfuerzo de retención se suma el que naturalmente comporta la disponibilidad inmediata de información digital y las dificultades que la misma sobreestimulación sensorial procedente de las pantallas opone a la asimilación de contenidos, al aprendizaje by heart, como se dice, bella y gráficamente, en inglés. Pero esos conocimientos acumulados, que los neurocientíficos denominan “reserva cognitiva”, son esenciales en el nivel cultural y la cualificación profesional de las personas, en sus posibilidades de llevar vidas ricas y gratificantes, en la prevención de enfermedades degenerativas y en la minimización del deterioro que acarrean.
Los hábitos de comunicación digital interfieren también en nuestra capacidad de mantener una postura activa ante la vida, que se desarrolla en la exploración del mundo y la interacción con las personas y está impulsada por la curiosidad. La estimulación digital focaliza la atención en el mundo virtual, inhibe la curiosidad y reduce la actividad en beneficio de la recepción y el sedentarismo cognitivo.
El mundo real no cabe en un smartphone
Emociones y sensaciones como alegría, rabia, miedo, tristeza o aburrimiento, con su magia palpable, su densidad específica y su energía colorista, han de ser vividas, transformadas o controladas como experiencia personal que habilita la creatividad y el cambio. El marketing tecnológico incide en esas experiencias, generando necesidades no sentidas, tolerancia y adicción al mecanismo de satisfacción virtual que, sea cual fuere el producto elegido, implica adquisición y consumo, con beneficio económico de tercero. Una distracción seductora puede reducir provisionalmente la tensión emocional pero la ausencia de trabajo personal perpetúa el desvalimiento, aísla y debilita la personalidad única del sujeto, uniformando su interior debilitado con el de todos los demás, también debilitado.
El aislamiento del sujeto explotado refuerza el proceso de explotación. Para muchas personas solo existen dos lugares en el mundo: el sitio en el que viven y su smartphone. Pero ni el ocio digital ni la permanente conectividad, por compartidos que fueren, generan comunidad. Los usuarios de redes sociales, los que se invaden de dopamina viendo las mismas imágenes impactantes, permanecen aislados. Conectividad no es unión y mucho menos, comunión. Es imposible construir en el espacio digital un “nosotros” que afirme su existencia y su libertad.
Lo que une a los seres humanos es la mutua interacción que una persona provoca en otra. Esa es la naturaleza del amor y la amistad que explica Montaigne refiriéndola a su relación con Étienne de la Boétie: porque él era él y yo era yo. El amor y la amistad que me unen a otro ser humano son reales y liberadores porque él es él y yo soy yo. Por eso, el tiempo dedicado a la digitalización con el que se enriquecen las empresas tecnológicas compite con el tiempo de la vida.
Si el usuario medio consulta su teléfono unas 150 veces al día y lo toca unas 2.600 y si los adolescentes consumen, al margen de las tareas escolares, unas 7 horas diarias de ocio digital entre juegos, redes y webs porno, no es solo que los jóvenes hayan desaparecido del mundo analógico en el que vivieron sus padres; es que, como dijo Rimbaud, la vida está ausente.
El hogar familiar y el colegio para el niño, la intimidad de la vida privada para todos nosotros, son santuarios del amor, el respeto, el pensamiento y el goce de vivir compartidos. Tanto la educación como esa misma vida privada solo pueden discurrir en la proximidad personal, en la escucha y atención concentradas, en libertad. En definitiva, cercenando la dependencia digital.