«Obras maestras del plagio», por Juan Manuel de Prada

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

Obras maestras del plagio,

por Juan Manuel de Prada,

escritor, crítico literario y articulista. Licenciado en Derecho y Doctor en Filología Hispánica. Premio Planeta (1997) por La tempestad y Premio Nacional de Narrativa (2004) por La vida invisible.

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Juan Manuel de Prada escritor, crítico literario y articulista. Licenciado en Derecho y Doctor en Filología Hispánica. Premio Planeta (1997) por La tempestad y Premio Nacional de Narrativa (2004) por La vida invisible; y Pablo de Lora, escritor, ensayista y divulgador. Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid.

Solemos pensar ilusoriamente que la misión del creador consiste en ser original. Esta pretensión de originalidad, en una época en que el arte ya ha agotado todas sus posibilidades de invención, adolece de una insoportable fatuidad. Leemos en el Eclesiastés que nada nuevo existe bajo el sol; sólo el desconocimiento del pasado, o cierta presunción tontorrona, pueden infundir al creador la creencia de que sus argumentos puedan ser enteramente originales. Todo está inventado por los maestros que nos precedieron; nuestra única misión, nuestra única posible originalidad consiste en repetir las mismas cosas que otros escribieron antes, pero de una manera personal, con una mirada renovada.

Pecaríamos de ignorancia si no reconociésemos la alcurnia estética del plagio, que puede llegar a ser una forma suprema de originalidad, cuando “vierte el vino añejo en odres nuevos”. Fue el crítico francés Saint-Beuve quien, con un ingenio un tanto cínico, escribió: “En literatura, se permite robar a un autor a cambio de que se le asesine”. Es decir, con la exigencia de que el robo se utilice provechosamente, creando una nueva forma expresiva que haga olvidar o se ponga a la misma altura que la anterior. Así entendido, el plagio no sólo merece el indulto, sino también el aplauso; y así es como lo han cultivado los más admirables maestros, desde Virgilio hasta Borges, cuya Historia universal de la infamia puede calificarse sin exageración de colección de plagios.

De lo ‘necesario’ del plagio a su carácter propio

Sobre el carácter fecundo del plagio han reflexionado, entre otros, Anatole France, Lautréamont (que lo calificó de “necesario”, porque mejora la literatura) y también nuestro Josep Pla, que definió malévolamente las Crónicas italianas de Stendhal como “un plagio maravilloso”, para a continuación aseverar: “Siempre he defendido que la literatura buena es un plagio”. Quizá para no quedar excluido de este veredicto, el propio Pla plagió en alguna ocasión a Dostoievsky, sin rubor ni remordimiento. En una entrada de su dietario, Pere Gimferrer escribe: “El buen plagio sabe que el material literario existente es una parte del trozo de realidad que el escritor tiene a su alcance”. A raíz de una polémica en la que se discutía la falta de originalidad de Campoamor, Valera publicó un muy perspicaz artículo en el que podemos leer: “La verdadera y buena originalidad ni se pierde ni se gana por copiar pensamientos, ideas o imágenes, o por tomar asuntos de otros autores. La verdadera originalidad está en la persona, cuando tiene ser fecundo y valer bastante para trasladarse al papel y quedar en lo escrito como encantado, dándole vida inmortal y carácter propio”. En esta condición del “carácter propio” es donde debe trazarse la distinción entre el plagio censurable y el plagio “benéfico y laudable” (y conste que citamos al propio Valera).

Habría que empezar a desacreditar el concepto quimérico de “originalidad”, impuesto por los románticos (que, con frecuencia, lo confundían con sus desvaríos y ocurrencias) y consagrado histéricamente en esta modernidad nuestra, en la que aún creemos cándidamente que se puede ser novedoso, como si los grandes asuntos literarios no estuvieran ya todos requeteinventados. La única originalidad posible no consiste en la invención de nuevos ingredientes literarios, sino en la novedosa combinación de los ya existentes. No debe extrañarnos, pues, que los escritores más radicalmente originales, aquéllos que han sabido imprimir en su obra la fisonomía de su genio, hayan recurrido sin rebozo a los maestros que los precedieron, incurriendo en la adaptación, en la ofrenda imitativa, incluso en el plagio. Virgilio, cuyos hexámetros inmortales luego serían copiados hasta la saciedad, no tuvo reparos en asimilar las enseñanzas de Teócrito en sus Bucólicas, como tampoco en traducir cientos de pasajes de las epopeyas homéricas en su grandiosa Eneida (el discurso en el que Turno implora piedad a Eneas, por ejemplo, constituye un plagio descarado y sin disimulos del que Homero pone en labios de Héctor, en un intento infructuoso de aplacar la cólera de Aquiles). ¿Y qué podemos decir de Horacio? Sus débitos con Píndaro no malogran la vehemencia y vivacidad de su estilo, como tampoco denigran a Catulo sus plagios recurrentes de Anacreonte.

La ‘originalidad’ de Shakespeare y el pillaje de Valle-Inclán

Si abandonamos la Antigüedad clásica, descubriremos que el argumento de Fausto, antes de que Goethe nos procurase su obra inmortal, ya circulaba en leyendas divulgadas por el norte de Europa; lo que consiguió el gran escritor alemán fue elevar al rango de arquetipo literario imperecedero un asunto que no era de su invención. En cuanto a Shakespeare, los investigadores más concienzudos de su obra coinciden en afirmar que apenas una tercera parte de los versos que componen sus obras teatrales están sacados de su caletre; el resto, o están copiados literalmente de autores clásicos, o están descaradamente inspirados en obras de sus contemporáneos (aunque Shakespeare se esforzaba por disimular estas apropiaciones con afeites y retoques). Sin embargo, ¿podemos concebir un prototipo de escritor más “original” que Shakespeare? Cada vez que alguien le afeaba su propensión al hurto literario, Shakespeare contestaba muy serio que robaba versos a los poetas mediocres “como quien aparta a una muchacha virgen de las malas compañías”. ¿Y qué ejemplo más indiscutible de originalidad podemos invocar aquí sino el de Dante? ¿Acaso sus latrocinios del libro sexto de la Eneida, o sus sisas inmoderadas a la poesía de sus contemporáneos le restan grandeza? Tampoco creemos que Los tres mosqueteros nos regocije menos cuando descubrimos que es un esmerado plagio de unas Memorias de Monsieur D’Artagnan, escritas por un tal Gatien de Courtilz, a quien Dumas (o su negro) sorbió los tuétanos.

Y, fijándonos en la literatura autóctona, ¿qué hizo Garcilaso de la Vega, sino parafrasear a Petrarca? ¿Acaso esta labor vicaria le resta originalidad? Las fábulas de Samaniego, ¿no expolian sin rebozo las fábulas de La Fontaine, quien a su vez birlaba ideas a Fedro, quien a su vez vampirizaba sin remilgos a Esopo, quien a buen seguro disponía también de fuentes para nosotros ignotas, que “fusilaba” sin contemplaciones? Pero quizá no haya habido plagiario más recalcitrante en nuestra literatura como Ramón María del Valle-Inclán, a quien Julio Casares denunció ferozmente en su libro Crítica profana, desvelándonos que, al escribir su Sonata de primavera, Valle fusiló varias páginas de Casanova, que sin embargo refundió en su embriagador estilo. No contento con esta apropiación, Valle también garduñó a D’Annunzio varios episodios, tomó prestado el personaje de un conde crapuloso a Barbey d’Aurevilly para delinear su marqués de Bradomín y usurpó a Eça de Queiroz diversos epítetos atrevidos y sonoros, así como algunas metáforas y símiles. Valle, lejos de exculparse, reconoció el pillaje, pero hizo ver que aquellas frases o páginas repescadas aquí y allá relucían en su obra con galas mucho más vistosas: “Las mejoré en un cien por ciento”, sentenció sin rebozo.

¿Reprobación u honores al refrito?

Mención aparte en la taxonomía del plagio merece el refrito, que es una suerte de plagio onanista, pero también una suerte de cortesía máxima del escritor que, sabiendo que sus palabras ya nunca recuperarán aquel pálpito de belleza que alcanzaron en el pasado, en lugar de ofrecer un pálido oropel que las remede, prefiere regalar a sus lectores su oro originario. Ciertamente, el abuso de esta modalidad onanista de plagio que es el refrito puede convertir a un escritor en una caricatura de sí mismo: esto le ocurrió, por ejemplo, al noctívago Emilio Carrere, rapsoda de las musas del arroyo y de la bohemia más desastrada, que solía amueblar sus manuscritos con capítulos recuperados de sus obras anteriores, a las que sólo cambiaba el título y los nombres de los personajes, completando la labor de aliño con un capítulo preliminar que variase someramente las circunstancias de la narración. Pero no siempre el refrito degenera en esta ropavejería de la literatura instaurada por Emilio Carrere. Pensemos, por ejemplo, en el ya citado Valle-Inclán, que con gran habilidad empedraba sus novelas con los retazos de los cuentos que previamente había publicado en las revistas de la época, obteniendo a cambio unas rumbosas gratificaciones que sus libros nunca le depararon. Otro insigne y recalcitrante plagiario de sí mismo fue Julio Camba, quien instalado en su habitación del lujoso Hotel Palace de Madrid y entronizado como el gran maestro de la ironía, consagró su última etapa como articulista al rescate de piezas de juventud. En ABC no tardaron en descubrir la añagaza, pero nunca se lo reprocharon, pues, ¿acaso aquellas palabras traspasadas de sutil inteligencia no merecían los honores de la reimpresión? ¿Acaso los lectores no las agradecían dirigiendo a la redacción del periódico unánimes cartas de admiración y elogio?

El plagio, en fin, puede ser también la forma más refinada de originalidad, si se cumple la condición establecida por Saint-Beuve. Después de todo, ¿podemos exigirle a un escritor más que al mismísimo Dios, quien, al crear al hombre, no lo inventó, sino que lo modeló a su imagen y semejanza?

«¿Delinque el pensamiento?,», por Pablo de Lora

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

¿Delinque el pensamiento?,

por Pablo de Lora

escritor, ensayista y divulgador. Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Juan Manuel de Prada escritor, crítico literario y articulista. Licenciado en Derecho y Doctor en Filología Hispánica. Premio Planeta (1997) por La tempestad y Premio Nacional de Narrativa (2004) por La vida invisible; y Pablo de Lora, escritor, ensayista y divulgador. Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid.

“Cogitationis poenam nemo patitur”.

El pensamiento no delinque, se lee originariamente en las Instituciones de Domicio Ulpiano y luego en el Digesto. “Principio del hecho”, acostumbran a decir los cultivadores del Derecho penal, para señalar que el Estado, a fuer de “liberal”, solo debe castigar por lo que se hace, no por lo que se piensa. Incluso si es que pudiera acceder a ese fuero; y aunque debamos conceder que, a la hora de la valoración del hecho delictivo y la culpabilidad del autor, es inevitable conjeturar sobre el estado mental del sujeto: ¿actuó con dolo? ¿En qué grado?

La pregunta es, pues, inmediata e inescapable: ¿a qué llamamos “hecho”? Se trata de una pregunta urgente y acuciante en el contexto actual de desarrollo explosivo de la representación visual mediante inteligencia artificial. “Aunque la víctima sea artificial, el crimen es real” titulaba recientemente un diario a propósito de la operación de Europol que ha logrado desarticular una red de pornografía infantil que distribuía entre sus clientes contenidos visuales generados mediante inteligencia artificial. Es decir, se trata de perseguir y eventualmente castigar a quienes, sin publicidad, satisfacen una pulsión sexual que, de contar con el concurso de víctimas reales (menores forzados a participar en esas escenas), constituiría un delito gravísimo y muy severamente castigado.

Legislación, representación y explotación

Y el caso es que la legislación española da pábulo a la incriminación de esa forma de pornografía virtual. Así, el artículo 189.1. del Código Penal establece que a esos efectos “…se considera pornografía infantil todo material que represente de manera visual a un menor … participando en una conducta sexualmente explícita, real o simulada…”, así como “… Todo material que represente de forma visual a una persona que parezca ser un menor participando en una conducta sexualmente explícita, real o simulada…” e igualmente “… imágenes realistas de un menor participando en una conducta sexualmente explícita o imágenes realistas de los órganos sexuales de un menor, con fines principalmente sexuales” (las cursivas son mías).

Este precepto fue introducido en la reforma del Código Penal de 2015, pero ya antes, con los tipos entonces vigentes, el director de un conocido Festival de Cine Fantástico y de Terror fue investigado por la presunta comisión de un delito de pornografía infantil al haber exhibido en ese certamen una película (“A Serbian Film”) en la que había dos escenas de explícito sexo con menores. La juez archivó finalmente la querella puesto que el producto no reunía la característica de ser “pornográfico” al no estar destinado a la excitación sexual, lo cual efectivamente constituye todo un juicio sobre los “hechos mentales” del director. De haber sido ese el objetivo, y más allá de que para la grabación de esas escenas se hubieran usado muñecos – como fue el caso- o como es ahora con la generación de imágenes por inteligencia artificial, nos encontraríamos ante la comisión de un delito.

En la Circular 2/2015 de 19 de junio emitida por la fiscalía general del Estado relativa a los delitos de pornografía infantil tras la reforma operada por Ley Orgánica 1/2015, se aboga, sin mayores argumentos, por restringir el concepto de pornografía a la representación realista, que trata de aproximarse a, o imitar, la realidad, con lo que quedan excluidos “… los dibujos animados, manga o representaciones similares, pues no serían propiamente “imágenes realistas”, en tanto no perseguirían ese acercamiento a la realidad”. Y también “el material pornográfico escrito”.

¿Libertad de expresión o banalización del contenido?

Pero, de nuevo: aun admitiendo esta delimitación, ¿cuál es el hecho dañoso cuando no hay menores reales involucrados? Si la respuesta consiste en decir “la excitación sexual alcanzada por quienes son espectadores de ese material” (y, como condición necesaria, la generación de ese material), en puridad no estamos castigando el comportamiento pedófilo – salvo que entendamos por conducta la mera autosatisfacción sexual – ni la contribución al mismo como consumidores de un producto que incorpora la explotación sexual de menores, sino el hecho de ser pedófilo. Y si ese es el caso: ¿para que detenerse en la representación visual realista o cercana a la realidad, y no así también en las “imágenes” que suscita una pieza literaria o una grabación de audio? Bastaría de hecho la mera constatación de que un individuo tiene esa inclinación. El Derecho penal estaría así castigando la personalidad, un carácter o disposición que puede ser perfectamente involuntaria. Estaría, al cabo, minando sus cimientos.

En la citada Circular se justifica la tipificación de la pornografía virtual en que se trata de un material que “… banaliza y puede contribuir a la aceptación de la explotación sexual de los niños y en que atacan la dignidad de la infancia en su conjunto”. Así, se protegería el bien jurídico supraindividual de la dignidad e indemnidad sexual de la infancia en general. ¿Pero acaso diríamos lo mismo de otras representaciones visuales, virtuales o con actores, en donde se narran horrores sin fin – guerras, violaciones, masacres, asesinatos, genocidios? ¿No podríamos decir también en esos casos que tales productos banalizan y pueden contribuir a aceptar esos ataques a los individuos, y que con su tipificación se protege el bien supraindividual de la dignidad de la especie humana en general? ¿Estaríamos dispuestos entonces a castigar penalmente la distribución de tantos y tantos productos culturales – películas, videojuegos, comics, literatura, óperas, obras pictóricas- donde se narran o recrean abusos y violencia extrema contra los seres humanos? ¿En qué quedarían entonces libertades y derechos fundamentales como la libertad de expresión o artística, la intimidad de quienes se acercan a esas representaciones?

La condena frente a la relación de causalidad

Tal vez podría entenderse que, en el caso del castigo a la pornografía virtual, nos hallamos ante un delito de peligro abstracto, y, así, la justificación del castigo se fundamentaría en el hecho de que la visualización de ese material pornográfico es la antesala de la violencia sexual contra los menores: “el porno es la teoría, la violación la práctica”, se acostumbra a señalar en ciertos pagos del feminismo. De la misma manera que, en el ámbito de la lucha contra el terrorismo, la punición se anticipa al momento incluso del “auto-adoctrinamiento” del potencial terrorista (artículo 575.2. CP) en un afán, bien justificado, pero no por ello menos problemático, de extremar la prevención. ¿Podríamos parangonar este supuesto punitivo a la pornografía en general o a la infantil en particular?

No parece. Multitud de análisis y metaanálisis son concluyentes en mostrar que, frente al muy divulgado mantra, no hay evidencia concluyente que muestre relación de causalidad alguna entre el consumo de pornografía y la agresión sexual, y que, de haber alguna correlación, sería incluso la contraria: la reducción de esa criminalidad allí donde se ha permitido la circulación de pornografía.

Si fuera entonces el caso, esto es, si la inteligencia artificial o cualesquiera otros modos de producir contenidos audiovisuales pornográficos, evitan la comisión de actos de pedofilia, tales productos lejos de ser “hechos delictivos” deberían ser tratados más bien como métodos terapéuticos, por mucho que aborrezcamos la necesidad que vienen a satisfacer. Parecería que, entonces sí, nos tomamos a la infancia real bien en serio.

«Sobre Teodora de Bizancio», por Antonio Jiménez-Blanco

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

Sobre Teodora de Bizancio, por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

Catedrático de Derecho administrativo. Letrado de las Cortes Generales. Autor de publicaciones en diversas materias de Derecho público.

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, Catedrático de Derecho administrativo. Letrado de las Cortes Generales. Autor de publicaciones en diversas materias de Derecho público; y Almudena Fernández Ostolaza, Notaria y escritora.

La opinión dominante ha cambiado mucho, al menos en Occidente, en relación con las mujeres. Y es que, durante muchos siglos, sobre aquellas que tuvieron ocasión de ejercer el poder corrió la leyenda –en aquel contexto, una acusación muy severa- de que tenían o al menos habían tenido en su juventud, o durante toda su existencia, una vida sexual no ya plural, sino incluso desbordada. La cosa podía ser verdad o mentira, pero quien así hablaba no lo hacía precisamente para elogiar.

Teodora de Bizancio (501-548), la mujer de Justiniano, es quizás el arquetipo de esa figura. Pero no es la única: antes estuvo Helena de Troya (¿de verdad París la raptó? ¿No estaba ella harta de Menelao?) y también Cleopatra o Mesalina –igualmente bizantina, la cónyuge del emperador romano Claudio- y, en el siglo V, Gala Placidia. Rusia aporta a Catalina la Grande y, ya en el siglo XX, en Argentina, tenemos a Eva Duarte de Perón, Evita. La expresión mujer fatal es relativamente reciente y, cómo no, francesa, pero bien puede aplicarse a todas ellas, en cuya biografía nunca faltaba la afirmación –nada amable, se insiste- de que si alcanzaron tanto poder fue porque a los hombres los devoraban. Y al marido o pareja de turno se le pintaba como un pobre infeliz –consentidor es la palabra castellana castiza y nada complaciente-, con el que ella se conducía de manera especialmente sañuda o incluso sádica.

Un breve contexto histórico: la Alta Edad Media

Teodora, para empezar poniendo las cosas en su contexto, vivió en el siglo VI y bien se sabe que sobre el tercer cuarto del primer milenio –entre los años 500 y 750 o incluso 800, para explicarlo con cifras redondas- pesa el estigma de ser un período (la Alta Edad Media) oscuro hasta el grado máximo. Hoy las cosas se ven con menos estereotipos y con razón. En el tal siglo VI, por ejemplo, se aprobó (en Bizancio precisamente) el Corpus Iuris Civilis, que se dice pronto. Y en general debe recordarse que fue muy intenso y brillante el debate intelectual dentro del cristianismo entre los regidores de los Concilios de Nicea (325) y Calcedonia (451), por un lado, y, por el otro, los monofisitas, es decir, los defensores de la única naturaleza de Jesús: un debate en que, tras muchas idas y venidas, los monarcas terminaron inclinándose del primero de los dos bandos: 499 Clodoveo en Francia –fundador de la dinastía merovingia- y 589 Recaredo entre nosotros. Pero ese es solo el final, porque la contienda se mostró dura y de resultado imprevisible: en Bizancio, en 532, se levantó una verdadera revuelta social entre unos y otros, la llamada Nika (vence, en griego) y allí estaban precisamente Justiniano y Teodora para que la sangre no llegase al río.

Como quiera que fuese, es lo cierto que Teodora mereció un retrato alegórico muy favorable en Rávena –el mosaico de San Vital, elaborado entre 546 y 548- para sin embargo ser objeto de los diatribas más encarnizados en la obra literaria de un contemporáneo suyo, Procopio de Cesarea, que en su Historia secreta ofreció de ella (y de Antonina, la mujer de Belisario, el General victorioso) la imagen de una verdadera arpía. y es que el tal Procopio tenía una lengua viperina: era de los que, cuando se ponía a largar, no dejaba títere con cabeza. Cierto que ese trabajo no se conoció hasta mucho más tarde, bien entrado el siglo XVII, pero también es verdad que resultó suficiente para que los historiadores inmediatamente posteriores, de Montesquieu a Gibbon, se lo creyeran al pie de la letra, con la consecuencia de que la imagen de esa mujer (y no digamos de su marido, el Basileus Justiniano: otra vez hay que citar el Corpus) quedase, como se decía antes, a la altura del betún.

Mil caras y una obra literaria

Luego, a partir de las últimas décadas del siglo XIX, Teodora (a quien la Iglesia ortodoxa considera santa, dicho sea de paso) ha vivido una auténtica reivindicación y eso es lo que cuenta el magnífico libro de Miguel Angel Cortés Arrese titulado Las Mil Caras de Teodora de Bizancio, de la editorial Reino de Bizancio. Se recogen ahí, para empezar, las obras literarias que han repuesto a ese mujer en su sitio –un auténtico pedestal- como la de Charles Diehl en 1904 y la de Martha Bibesco en 1953. Y, antes que ambos, el drama Teodora, de Victorien Sardou, de 1884, cuya representación por Sarah Bernhardt supuso un auténtico hito: ya se sabe lo que era París, y la escena de Paris, en aquella época.

Del libro de Cortés hay que destacar las ilustraciones que recoge, también de esa época, como las salidas del pincel de Jean Joseph Benjamin-Constant (a no confundir con el pensador) que se reproducen en las páginas 205, 206 y 207: verdaderos iconos. Y eso por no hablar de la interpretación de Gustav Klimt como un artista con técnicas inspiradas en Bizancio y más aún en la Revena bizantina. Y no se deja al margen el cine, porque películas sobre Teodora, (como sobre Cleopatra: de Elisabeth Taylor es imposible no acordarse, y también sobre Evita, donde fue Madonna quien hizo el papel) ha habido muchas y muy buenas, empezando por la de 1954 que tuvo de protagonista a Gianna Maria Canale.

Los dos años transcurridos desde la publicación del libro no han sido precisamente neutrales en lo que hace a la mujer y su libertad sexual. Ha sido, en Estados Unidos, la época del MeToo y de todo lo que ya sabemos, quienes no vivimos, el Irán ni el Afganistán: todo un alivio. Razón de más para releer sus páginas: se aprende muchísimo –se cuestionan estereotipos, que siempre es bueno- y además se divierte uno un montón.

«Bruma Negra y la actualidad del ‘noir’ en Euskadi», por Almudena Fernández Ostolaza

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Bruma Negra y la actualidad del noir en Euskadi, por Almudena Fernández Ostolaza,

Notaria y escritora.

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, Catedrático de Derecho administrativo. Letrado de las Cortes Generales. Autor de publicaciones en diversas materias de Derecho público; y Almudena Fernández Ostolaza, Notaria y escritora.

Los aficionados al género habréis observado cómo en los últimos años han florecido festivales de novela negra y policiaca en muchos pueblos y ciudades. Me gustaría presentaros mi favorito: Bruma Negra, que viene celebrándose en la maravillosa villa de Plentzia desde 1992. Uno de los más antiguos.

¿Qué tiene de especial? Su mérito es una doble apuesta: acercar al público novelistas consagrados de la talla de Vázquez Montalbán, Juan Madrid, Alexis Ravelo, Rosa Ribas, Tony Hill… y, además, brindar a jóvenes escritores la oportunidad de darse a conocer intercalados con los veteranos. Los organizadores sonríen con complicidad cuando se les llama “la aldea gala”, porque saben que tienen el honor de no haberse rendido ante lo comercial. Y he usado la palabra intercalar a propósito porque en Bruma Negra hay un verdadero encuentro entre novelistas, famosos o desconocidos, auténtico y entrañable.

No sé si tener cerca ‘Bruma Negra’ ha influido o no, pero lo cierto es que el panorama del noir vasco en estos momentos es espléndido. Junto a los nombres consagrados, Dolores Redondo, Mikel Santiago, Ibon Martín, Eva Sáenz de Urturi… ha surgido toda una generación de autores y autoras dignos de atención.

De la tinta al metraje

El polifacético y brillante Jon Arretxe —escritor, cantante de ópera, profesor de deporte y trotamundos— acaba de dar el salto a la pantalla con la serie Detective Touré. Se basa en el personaje desarrollado a lo largo de diez novelas, desde su debut con 19 Cámaras hasta la más reciente Mañas de Lagarto. Un divertido “pobre diablo” afincado en el céntrico pero conflictivo barrio bilbaino de San Francisco (que ya empieza a conocerse como el barrio de Touré). Espero que la serie tenga tanto éxito como los libros.

Noelia Lorenzo Pino, irunesa, es considerada la más nórdica de los txapel noir —apelativo cariñoso acuñado en la Semana Negra de Gijón para nombrar a los escritores vascos que cada año desembarcaban en grupo—. Sus novelas desbordan sensibilidad, una prosa preciosa y una conmovedora preocupación por los más vulnerables. Sus tramas son duras, sin contemplaciones. Después de cinco novelas de los investigadores Eider Chassereau y Jon Ander Macua, en Blanco Inmaculado comienza la serie de las ertzainas Lur y Madi con el trasfondo de una secta dedicada a las manufacturas textiles. Una peculiar pareja que repite protagonismo en Pura sangre.

Juan Infante es un penalista con una dilatada carrera que se inició en la escritura con una de espías, Werther en Beirut. Varias novelas después creó un personaje emblemático: “El gángster de Olabeaga”. Tomás Garrincha es un gánster retirado que no sabe permanecer quieto. La vida “legal” le aburre y acaba siempre metido en las más insólitas aventuras. Poca gente puede sostener con solvencia un protagonista del bando de “los malos” y Juan Infante lo hace a la perfección. Garrincha conoce igual de bien los bajos fondos que el alma humana, experto analista de lo que se dice y lo que se calla, por eso quien lo lee, repite. También conoce los mejores bares y restaurantes de Bilbao, y también por eso merece la pena.

Un retrato local de puro suspense

El amor de Laura Balagué por San Sebastián se refleja en sus novelas. Se estrenó con Las pequeñas mentiras, premio La Trama en Aragón Negro, y ha continuado la saga de la oficial Carmen Arregui. Si en la primera reflejaba el mundo del lujo donostiarra, Muerte entre las estrellas cuenta los entresijos del festival de cine con el homicidio de una jurado —actriz porno, para más señas—. En Una investigación laica, Carmen y su equipo, aislados por una nevada en la comarca de Las Merindades, resuelven un peculiar caso que les toca muy de cerca. ¿En quién se inspira el personaje de Carmen? Laura dice que en “sus veinte mejores amigas”: resuelve asesinatos, se ocupa de la compra, de sus hijos, de una madre mayor…, en fin, como cualquier mujer “normal”.

Javier Sagastiberri apuesta por la elegancia y el realismo. Tras una primera saga de cuatro títulos que comenzó con El asesino de reinas, durante la pandemia decidió cambiar de protagonistas y creó a las ertzainas Ana Larburu e Idoia Sagarduy. Sus años de inspector de la Hacienda Foral le llevan a preferir las conversaciones con los sospechosos a cualquier otra vía de investigación y a perfilar investigadoras mujeres “porque es lo que he conocido en mi trabajo, siempre he colaborado con mujeres policías y juezas”, reconoce. Su exitosa novela Muerte en el Carlton se ha comparado con un Agatha Christie clásico. En la última, Muerte en la ría, aborda el problema de la violencia de género. Como curiosidad para este foro, su novela Perversidad incluye una pequeña trama inspirada en el derecho foral vizcaino.

Si Sagastiberri es la elegancia, otro Javier, Díaz Carmona, es la acción y el suspense, lo que se suele llamar thriller trepidante. Su obra más reciente es la trilogía Justicia, Solas y Venganza. El protagonista es el carismático Osmany Arechabalaga, un exmilitar cubano que aterriza en Bilbao para esclarecer la desaparición de su hijo y una de esas personas que, siendo buena gente, se ve mezclada en crímenes y secuestros. En sus novelas trasciende su preocupación por la violencia contra las mujeres, las penurias de los inmigrantes, la esclavitud sexual, la corrupción en los cuerpos policiales, etc.

Maria Eugenia Salaverri escribe novela, relato, teatro y letras de canciones, es guionista y productora cinematográfica. En su última novela, finalista del premio Nadal, Llegó con la tormenta, nos brinda un thriller psicológico. El drama de un hombre que intenta borrar su pasado y partir de cero en el pueblo francés de Arcachon, y ve cómo toda su vida se tambalea el día que descubre a un joven que lo observa y supone que ha venido a matarlo. La descripción de la realidad a medida que se transforma a los ojos del protagonista es fascinante.

Espacio para el humor y la historia

José Francisco Alonso es el exponente del noir más divertido. Pisto a la bilbaina, Milhojas de jamón y Café cortado componen la trilogía de Loizaga, un profesor de filosofía —como el autor— que por diversos motivos tiene que esclarecer casos criminales que acontecen en Bilbao. Su ayudante principal es su madre, ama Loizaga, experta en disfrazarse y pasar desapercibida. Y es genial la aportación de los alumnos, a quienes el protagonista consulta si la duda es importante. “Son una especie de coro griego, la voz del pueblo”, explica el autor.

En el polo opuesto del humor se sitúa Óscar Beltrán de Otálora, veterano periodista experto en terrorismo. Su novela Tierra de furtivos se desarrolla en las inmediaciones del pantano alavés de Ullibarri, el favorito del autor para practicar remo. Trata temas diversos: el tráfico de cannabis, la reubicación laboral de los antiguos escoltas tras la desaparición de ETA o la vulnerabilidad los menores en centros de acogida. De los tres protagonistas mi favorita es Tatiana, alguien que ha sufrido casi todas las discriminaciones posibles: inmigrante, mujer, negra y pobre y, aun así, es poderosa, muy poderosa. Es de esos libros que no solo te enganchan, además aprendes un montón de cosas.

Elena Fernández también destaca por sus historias negras, decantándose en la última, Las olas también mueren, por el género histórico. Una preciosa historia ambientada en Lequeitio de mujeres que se mueven en los estrechos límites que la sociedad les marca… y un misterioso manuscrito. También es policiaca histórica El valle de Hierro de Ane Odriozola, que tras la trilogía de Gibola, ambientada en Legazpia, escribió esta novela que se desarrolla en la misma zona, pero en el siglo XVI. Arranca con las desapariciones de un niño y un carbonero. Asencia, su mujer, no descansará hasta averiguar qué pasó. Histórica también Lo que dejan ver las sombras de Iñaki Martinez, una apasionante trama de espías y mafiosos en la Cuba de Batista. Álex Oviedo, opta por una novela negra realista ambientada en Bilbao en Ausentes del cielo, con un original enfoque y una profunda carga psicológica. El abogado Javier Bolado en Tratado sobre la extinción nos lleva de viaje por todo el planeta con una trama en apariencia futurista, pero sorprendentemente certera. Peru Cámara apuesta por una estructura más próxima al thriller en sus dos apasionantes novelas que transcurren en Guipuzcoa: Galerna y Cordelia.

Aunque resuma cada vez más, sé que me dejo nombres. Pero no quiero terminar sin una referencia a quien en los círculos bilbainos se considera maestro y mentor: Javier Abásolo, fallecido en 2022. Él escribió novela negra local cuando no estaba de moda, y ayudó y aconsejó a los que vinieron detrás. Si su obra literaria es un magnífico legado, no lo es menos el excelente espíritu de camaradería que “instauró” en el noir vasco. Os recomiendo leer las historias de su inspirador detective Goico. No os dejarán indiferentes.

«Pasión por la literatura», por Enrique Arnaldo

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Pasión por la literatura, por Enrique Arnaldo Alcubilla,

Magistrado del Tribunal Constitucional. Letrado de las Cortes Generales. Catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad Rey Juan Carlos

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Enrique Arnaldo Alcubilla, Magistrado del Tribunal Constitucional. Letrado de las Cortes Generales. Catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad Rey Juan Carlos; Pablo de Lora, Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid Escritor, ensayista y divulgador y Paz Velasco de la Fuente Jurista-criminóloga, escritora y divulgadora. Especialista en delitos violentos y personalidad psicopática. Presidenta del Comité Asesor de Expertos del Colegio Profesional de la Criminología de la Comunidad de Madrid. Profesora de Criminología en la Universidad Internacional de Valencia (VIU) y la Universidad Católica de Murcia (UCAM).

Nunca he podido dejar de mirar las listas de los libros más vendidos, por más que siempre haya rechazado la ley de los números más altos para guiar mis pasos o mis gustos, para el caso, mis lecturas. Me confieso un lector pasional y también selectivo (tenemos el tiempo que tenemos), aunque cultivo todos los géneros (dicen que en la variedad está el gusto). Teóricamente esas listas, que publican los suplementos culturales al uso, están confeccionadas a partir de los datos irrefutables que son las ventas, pero nunca he llegado a confiar en la metodología empleada para su elaboración.

Además de desconfianza, esas listas han hecho nacer en mí el efecto desaliento hacia los consagrados como veinte títulos olímpicos, al decir de los compradores físicos o internáuticos. A lo más cuatro o cinco de esas obras me suelen resultar mínimamente atractivas.

Desdeñar a priori la mayor parte de las publicaciones que son las más adquiridas, me convierte -claro está- en un lector raro, clasificable dentro del género minoritario. Quizás sea alguien que, por lo demás, menosprecia la popularidad, entendida como una subespecie del éxito que se deriva de la mayor difusión o del número de seguidores más aplastante. Desprecio la lección que el marketing de cualquier clase nos impone: nos gusta (y nos debe necesaria y obligatoriamente gustar) lo que más se consume, lo que más se vende, la canción que más se reproduce o el libro que más se divulga. Por eso triunfan las modas, que uniforman modales, aunque quizás en la sociedad contemporánea triunfa la homogeneización general y no solo del aspecto exterior. Casi todo tiende a parecerse en demasía.

Pseudoliteratura: la catequesis cultural dominante

Si para el apellido de raro ya he ganado mi sitio en el podio, estoy muy cerca de alcanzarlo con el de elitista de salón y con el de envidioso recognoscible a primera vista. En efecto, de mis palabras puede inferirse que desprecio la gama inexplicable de aquellos que triunfan con una suerte de pseudoliteratura enladrillada por la inteligencia artificial, pero que acceden triunfales al hit-parade de la literatura desechable. Y quizás no tenga más remedio que asumir la crítica negativa porque es verdad que soy incompatible -y me apropio la expresión certera de Karina Sainz Borgo- con “la catequesis cultural dominante”, equivalente quizás a “lo políticamente correcto”. Pero no puedo dejar de confesar que he de taparme los ojos al pasar por delante de las, por desgracia, no pocas estanterías repletas de centenares de libros prescindibles, olvidables, de usar y tirar, efímeros. Ahora bien, me encantan algunas obras adjetivadas de best-seller construidas gracias al arte de la imaginación y de la naturalidad, huyendo de la perversión de lo trémulo, de lo trepidante y de lo poco creíble.

Tal vez otros piensen -si es que disponemos de tiempo para pensar en la sociedad motorizada- que mis palabras (tal vez ácidas en demasía) ocultan a un escritor frustrado. Es seguro que todos llevamos en nuestro interior un árbitro de fútbol, capaz de discutir sobre cada jugada con argumentos irrebatibles. Pero probablemente también todos tengamos alma de escritor. Y si lo deducimos de la enorme cantidad de libros publicados cada semana, concluimos que, en efecto, son muchas las vocaciones incluso tardías. Reconozco que me contengo de sumarme al elenco. Llámesele prudencia o quizás pudor. Ya hace años renuncié a seguir pintando al óleo o a la acuarela. Lo dejé cuando me interesé por la historia del arte, cuando comprobé lo que otros (grandes, grandísimos) pintores habían sido capaces de pintar. Llámesela, pues, respeto.

Literatura y civilización

Escribió Mariano José de Larra que la literatura es la expresión, el termómetro verdadero, del estado de civilización de un pueblo. Casi las mismas palabras empleó León Tolstoi: un libro bien escrito es el mejor producto de la civilización. Así se explica la pasión inagotable por la literatura a la que los aficionados (pasionales decía antes) nos entregamos a través de la lectura, como la del arte a través de la contemplación, o la de la música a través de la audición. Pero de todas, sublimo la lectura. Quizás por la incapacidad para esas otras habilidades. Me quedé con los ojos y renuncié a la pluma y al pincel. Leer es vivir con pausa, sin impaciencia, como exigía Pío Baroja para ser un “lector bueno”, que es, además, aquel que dialoga con el autor; al que en ocasiones complementa y, en otras, hasta le corrige e incluso le regaña por algún desvarío.

El texto literario, como toda obra de arte, permite el encuentro entre un objeto de estructura singular y un sujeto capaz de aprovecharlo, de integrarlo, de hacerlo existir, para que tome forma corpórea y no solo espiritual. Por eso, la lectura incluye, al tiempo, una actividad de creación y de descubrimiento (Roman Ingarden). Ahora bien, no lo olvidemos, es una actividad asimismo placentera, de deleite y de distanciamiento de lo cotidiano.

El lector -que es el título de la mejor novela del alemán Bernhard Schlink adaptada extraordinariamente al cine- tiene una cita regular con la librería, aunque en la contemporánea sociedad distópica (deportiva y al tiempo sedentaria) no son pocos los que han desertado y sustituido la visita al librero por el encargo a un almacén, no precisamente de los sueños, como el descrito por Ismail Kadaré, a través de una aplicación. Más aún, son ya legión los defensores a ultranza del libro electrónico, cómodo y más económico. He de revelar mi inconfesable secreto: no ya mi torpeza sino mi impericia para adaptarme a la pantalla. Igualmente me cuesta renunciar a toquetear el libro, a leer la contraportada, a abrir sus páginas, a olerlo o descubrirlo, según prefieran, antes de decidir su adquisición. Me encanta también confrontar con el librero, confirmar mi elección, oír sus comentarios, los propios y los adquiridos de otros compradores socializadores como yo. Escribió Roberto Piglia que “no hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer”. Y ello solo es posible tras el acto previo de elegir lo que se va a leer.

La poderosa necesidad de leer

Para el verano podemos elegir una novela larga y densa, aunque como nos enseñó Francisco de Quevedo -no confundir con un cantante identificado con ese apellido que antecede al genial escritor en el tótem contemporáneo que es Google- hay libros cortos que, para entenderlos como se merecen, se necesita una vida muy larga. Pero debemos alternar la novela con un ensayo de historia o de psicología social, sin olvidar el libro de viajes o una buena biografía. Leer es vida, forma parte esencial de la vida. A veces es releer, opción preferida por los más maduros que, como Manuel Vicent, afirma: “no tengo ganas de explorar, prefiero ir a lo seguro. El clásico se adopta a tu estado de ánimo. Es como el jazz: se adapta a lo que tú en ese momento estás deseando”. El siempre despegado intelectual prefiere el regusto de la relectura desde su atalaya de la originalidad que le permite prescindir de las banalidades y bagatelas literarias del presente. Es frecuente incluso escuchar la solemne revelación de distancia con el presente de quienes hacen gala de leer exclusivamente a autores ya fallecidos que han logrado perdurar y no ser enterrados en la alcantarilla del paso del tiempo. Hay mucho postureo. No nos perdamos en fruslerías y disfrutemos de la pasión que nos aprisiona, la pasión por la literatura. Esta pasión es, también, una necesidad. Y poderosa es la necesidad, que decía Goethe.

«¿Sepultar la injusticia? Un tributo a la nobleza y esperanza humanas», por Pablo de Lora

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

¿Sepultar la injusticia? Un tributo a la nobleza y esperanza humanas, por Pablo de Lora,

Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid
Escritor, ensayista y divulgador

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Enrique Arnaldo Alcubilla, Magistrado del Tribunal Constitucional. Letrado de las Cortes Generales. Catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad Rey Juan Carlos; Pablo de Lora, Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid Escritor, ensayista y divulgador y Paz Velasco de la Fuente Jurista-criminóloga, escritora y divulgadora. Especialista en delitos violentos y personalidad psicopática. Presidenta del Comité Asesor de Expertos del Colegio Profesional de la Criminología de la Comunidad de Madrid. Profesora de Criminología en la Universidad Internacional de Valencia (VIU) y la Universidad Católica de Murcia (UCAM).

Cada año, el último domingo de mayo, se celebra en el cementerio americano de Coleville-sur-Mer, en Normandía, un acto en recuerdo de los soldados estadounidenses caídos en ese desembarco tan decisivo para el final de la segunda guerra mundial. Cada año, ciudadanos franceses y veteranos de la contienda emplean arena de la playa de Omaha para dar lustre a la inscripción de cada una de las tumbas y que así resplandezca el nombre de los 4.410 muertos que allí reposan.

A poco más de 15 kilómetros se encuentra el cementerio de La Cambe, salpimentado de cruces negras, lugar en el que en los días 10 y 11 de junio de 1944 se improvisó un camposanto en el que poder enterrar a los soldados de ambos bandos. Con posterioridad, los estadounidenses fueron exhumados quedando solo los alemanes, más de 20.000, entre los que figura Adolf Diekmann, responsable de la matanza de 642 civiles (entre ellos 207 niños) en Oradour-sur-Glane en junio de 1944. En las tumbas que alojan combatientes que no pudieron llegar a ser identificados, se lee: “un soldado alemán”. Ello contrasta con lo que ocurre en los cementerios de los aliados, pues en las tumbas de los soldados de los que no consta su identidad la inscripción reza el célebre epitafio: “Aquí descansa en honrada gloria un compañero de armas por Dios conocido” (“Here Rests in Honored Glory a Comrade in Arms Known but to God”). Es obra de Rudyard Kipling cuyo hijo John desapareció en combate durante la I Guerra Mundial (sus restos fueron hallados muchas décadas después).

En la tradición filosófico-jurídica que, grosso modo, denominamos occidental, el acto inaugural de la discusión sobre la vinculación entre la ley y la justicia es el de la rebeldía de Antígona frente al Decreto del rey Creonte prohibiendo dar sepultura a Polínices. “[N]o creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que un solo hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses –afirma Antígona-: su vigencia no es de hoy, ni de ayer sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron”, escribió Sófocles. Y sin embargo, más de dos mil años después sabemos que tampoco con el cuerpo de los fallecidos es universal el tratamiento debido: lo que en algunas culturas es horrible profanación -el canibalismo o la extracción de órganos para trasplante- en otras es obligatorio, costumbre permitida o práctica digna de encomio.

Juicio y derogación de la memoria histórica

Más allá de las instancias rutinarias de las disposiciones posibles y debidas de los muertos, del alcance de sus deseos póstumos, del respeto a su memoria y los recuerdos que debiéramos fomentar, ¿qué debemos hacer hoy con los restos de quienes cometieron actos atroces, como Adolf Diekmann, pero también con otros vestigios en la forma de monumentos que evocan personajes o hechos crueles, o con el nomenclátor de las ciudades por cuyas calles en recuerdo de victimarios pasean los descendientes de las víctimas?

En un libro reciente, ¿Quién teme a Francisco Franco? (2024), Daniel Rico nos invita a matizar y afinar nuestras intuiciones y juicios, muchas veces precipitados, sobre aquellos asuntos; a no aceptar el que muchas veces es un tablero inclinado en favor de unos y en detrimento de otros; a depurar, al cabo, los principios que subyacen a las reglas incorporadas en la reciente legislación memorialista española, la Ley 20/2022 de Memoria Democrática.

Rico recuenta los orígenes jacobinos de la nueva iconoclastia, que no solo ha impregnado el modo en el que abordamos el pasado “franquista” y su patrimonio material y simbólico, sino también la historia colonial y su borrado “decolonizador” que ha venido alimentando la demolición de estatuas (Colón, Cortés, Antonio López, marqués de Comillas, entre otras muchas) y nos da buenas razones para entender que la mejor derogación es, paradójicamente, la preservación. Cuando, a diferencia de nuestra “iconofóbica” práctica reciente que condena al almacén la estatua ecuestre de Franco o al archivo el retrato del primer presidente del CSIC (Ibáñez Martín), mantenemos esos vestigios en la esfera pública, exponemos perpetuamente una culpa, tornamos al monumento en “antimonumento” por eliminación de su monumentalidad; o mediante el expediente de su resignificación o contextualización, como se ha hecho en el caso de la Casa del Fascio en Bolzano, sobreponiendo sutilmente una proclama de Hanna Arendt (“nadie tiene el derecho a obedecer”) sobre el bajorrelieve “El triunfo del fascismo”. Solo los que ven al José Antonio histórico en la inscripción de una catedral como si estuviera entre nosotros, lo hacen verdaderamente presente. Destruir o desfigurar la representación del malvado no conlleva la dignificación de la memoria de sus víctimas, sino más bien el lavado de su ignominia si es que no su celebración hodierna.

Monumentos e iconos: resignificación y preservación

Si ese tipo de “resignificación” es deseable en el monumento icónico y humillante por antonomasia como es el del Valle de Cuelgamuros, ¿cómo no será posible convertir otros tantos lugares y monumentos similares también en lugares de “memoria democrática”? se pregunta Rico con toda pertinencia. La eliminación de la placa de Pemán en Cádiz, la desaparición del nombre Obispo Manuel Irurita (asesinado por una banda de milicianos anarquistas en diciembre del 36 en Barcelona) del nomenclátor de Mislata (pueblo en el que perviven las calles “Pasionaria” o “Ché Guevara”) o que no pueda constar en muro alguno de España ni el recordatorio de que las víctimas murieron “por Dios y por España” ni los nombres mismos de esos fallecidos, todo ello, constituiría mayúsculo desatino.

Hay detrás de todo lo anterior -resignificación y preservación- una justificación de corte liberal. De nuevo Rico al que vale la pena citar literal y extensamente: “¿Dónde está escrito que la ciudad, para devenir (más) democrática, tenga que deshacerse de la ciudad histórica?… La variedad morfológica del espacio histórico, ¿acaso no ofrece al ciudadano una oportunidad preciosa de ampliar el campo de su mirada, de extender kantianamente su pensamiento más allá del estrecho horizonte de su comunidad de pertenencia al desplegar ante sus ojos una rica gama de identidades y formas de vida distintas…” (pp. 109-110, las cursivas son del autor).

Durante años aparecieron ocasionalmente flores depositadas en un monolito funerario cercano al aeródromo de Vilajuïga/Garriguela, en Gerona, erigido en recuerdo al piloto alemán Friedrich Windemuth, suboficial de la legión cóndor. Durante años se creyó que algún neonazi estaría tras ese indebido tributo. Y resultó que no, que, tal y como desveló un periodista jubilado de La Vanguardia, se trataba de Josep Falcó, el aviador republicano que abatió a Windemuth a principios del 39. En 2009 declaró que llevaba esas flores porque pudo haber sido él el abatido.

En 2022 la estela apareció vandalizada, quebrada justo a la altura del espacio que ocupaba la cruz de hierro y un lema grabado en la piedra: “cayó en la lucha por una España nacional”. Se trata, ha dicho más de un “experto memorialista”, de un elemento claramente contrario a la “memoria democrática” de acuerdo con el artículo 35.1. de la Ley de Memoria Democrática. Dicho precepto califica como tales los vestigios que supongan “…exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar y de la dictadura… de sus unidades militares de colaboración entre el régimen franquista y las potencias del eje durante la Segunda Guerra Mundial”, si bien de esa categorización de la “exaltación” se excluyen las “…menciones de estricto recuerdo privado, sin exaltación de los enfrentados…” (artículo 35.6.).

¿Qué sentido tendría, en aplicación de esas normas, dejar abandonada en mitad de un páramo gerundense una losa rota anclada en el suelo en la que tan solo se lee un nombre, una fecha de nacimiento y una ciudad alemana? ¿Y qué sentido tendría ocultar las causas que alimentaron la tragedia que supuso la guerra civil española? ¿Acaso no cabe ni siquiera “mencionarlos”? ¿Sepultamos, del todo, todo recuerdo de Windemuth, como uno de esos “soldados alemanes”, sin nombre, rostro ni circunstancia alguna, de tantos y tantos cementerios desperdigados por Europa?

Un tributo a la nobleza y esperanza humanas

La historia de esa lucha fratricida que fue la Guerra Civil española incorpora hoy también la historia y las historias de quienes no olvidaron, pero supieron reconciliarse pese a todo contribuyendo a hacer de España un país democrático. Y pocas expresiones mejores de esa actitud generosa y políticamente encomiable que el gesto del aviador Falcó en recuerdo de quien pudo haberle matado.

Hay lugares, nos dice Rico, que solo han de servir como muestra del horror, desprovistos de todo carácter “celebratorio”: son los “monumentos”, paradigmáticamente el campo de concentración de Auschwitz. No debe ser ese el caso del lugar de reposo de Windemuth, ni de tantos otros, de uno y otro bando, o de sus esquelas o estelas. A mi juicio, la necesaria recuperación, contextualización y resignificación del monolito en recuerdo del fallecimiento de Windemuth en acto de guerra debería componer algo así como un “meta-monumento”: la restauración de todos los elementos de la improvisada estela funeraria debería ir necesariamente acompañada de las flores, no ya ocasionales, sino perpetuas, en honor al aviador Falcó, fallecido en 2014, y la explicación de su gesto, de su espíritu ciertamente universalizable.

No se me ocurre mejor tributo a la nobleza y esperanza humanas que incluso en los campos de batalla se logran abrir hueco.

«Psicopatía, éxito y liderazgo», por Paz Velasco

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

Psicopatía, éxito y liderazgo, por Paz Velasco de la Fuente,

Jurista-criminóloga, escritora y divulgadora. Especialista en delitos violentos y personalidad psicopática. Presidenta del Comité Asesor de Expertos del Colegio Profesional de la Criminología de la Comunidad de Madrid. Profesora de Criminología en la Universidad Internacional de Valencia (VIU) y la Universidad Católica de Murcia (UCAM).

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Enrique Arnaldo Alcubilla, Magistrado del Tribunal Constitucional. Letrado de las Cortes Generales. Catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad Rey Juan Carlos; Pablo de Lora, Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid Escritor, ensayista y divulgador y Paz Velasco de la Fuente Jurista-criminóloga, escritora y divulgadora. Especialista en delitos violentos y personalidad psicopática. Presidenta del Comité Asesor de Expertos del Colegio Profesional de la Criminología de la Comunidad de Madrid. Profesora de Criminología en la Universidad Internacional de Valencia (VIU) y la Universidad Católica de Murcia (UCAM).

Hay personas que no se tienen que esforzar para ganarse nuestra confianza, debido a la posición que ocupan en la sociedad: un cirujano, un abogado, un asesor de inversiones, un político o un ejecutivo de banca. Algunos de ellos utilizan su profesión y su situación privilegiada como medio para satisfacer sus necesidades personales. Hablamos de los psicópatas funcionales o integrados, aquellos hombres y mujeres que llegan a la cima sin usar la violencia y que suelen ser un peligro invisible. Robert Hare, doctor en psicología e investigador en el campo de la psicología criminal, afirma que los asesinos seriales arruinan familias pero que los psicópatas corporativos, políticos y religiosos, arruinan economías, sociedades y países enteros.

Tenemos que aceptar una realidad más que evidente y es que psicópata no es sinónimo de multicida ni de delincuente porque ni todos los psicópatas son delincuentes ni todos los delincuentes son psicópatas. Con nosotros conviven psicópatas funcionales altamente nocivos para la sociedad y para las personas con las que se relacionan. Son carismáticos, intrépidos, despiadados, pero no necesariamente violentos. Infligen perjuicios económicos, materiales y emocionales, causando a la sociedad y a su entorno un daño que es más instrumental que físico. Son los más numerosos y los más difíciles de detectar al tener una habilidad innata: se ocultan y enmascaran pasando totalmente desapercibidos.

¿Qué es la psicopatía?

La psicopatía es un trastorno de la personalidad (no un trastorno mental) que se define por determinadas manifestaciones conductuales y por ciertos rasgos de personalidad, que afectan a las relaciones interpersonales, a los estilos de vida y a la afectividad de esos sujetos. El psicópata controla absolutamente la realidad y utiliza la manipulación y las mentiras para lograr sus objetivos. Es una persona racional y lógica que sabe perfectamente lo que hace pero que carece de las cualidades esenciales que permiten a los seres humanos vivir en sociedad.

Los diferentes rasgos psicopáticos, así como el número de ellos y la intensidad de los mismos, cambian de una persona a otra, de modo que puede haber diferencias muy importantes en los comportamientos de los individuos que son considerados psicópatas. El espectro de la psicopatía es gradual y de diferente intensidad. Más o menos cantidad de ella, en un determinado contexto, puede ser altamente ventajoso, del mismo modo que podría suponer un peligro para los demás. Por ejemplo, si se combinan la baja aversión al riesgo, la ausencia de miedo y la falta de culpabilidad o remordimientos, en determinadas circunstancias, puede llevar a algunos sujetos a alcanzar el éxito y el liderazgo en los negocios, la política o el derecho. Pero esos mismos rasgos, en otro contexto diferente, pueden convertir a ese sujeto en un peligro letal para la sociedad.

Partamos de tres premisas:

  • Rasgos como la falta de piedad y de empatía, la extrema concentración, la fortaleza mental, el encanto personal, la intrepidez, la despreocupación, la acción constante, ¿pueden ser ventajosos en determinados momentos de nuestra vida?[1].
  • ¿Puede la psicopatía, en determinados contextos y en determinadas circunstancias, ser beneficiosa para el resto de la sociedad? Kevin Dutton, psicólogo británico de la Universidad de Oxford afirma y demuestra que los psicópatas funcionales, no solo son útiles para nuestra sociedad, sino que además son necesarios y que tienen cosas que enseñarnos: “Toda sociedad necesita unos individuos particulares que hagan el trabajo sucio, gente que no tenga miedo de tomar decisiones duras, de hacer preguntas incómodas, de exponer, de correr riesgos”[2].
  • Y la pregunta más importante… ¿Existen determinados rasgos psicopáticos que pueden llevar al éxito profesional y al liderazgo? La sociedad es consciente de que hay entornos profesionales donde la psicopatía funcional no solo está aceptada, sino que se valoran como beneficiosos algunos de sus rasgos e incluso se elogian como valores positivos. Ciertos rasgos psicopáticos son más prevalentes en determinados sujetos de éxito, que entre multicidas como la concentración, la capacidad de persuasión, el egocentrismo, el encanto superficial, la autodisciplina o la independencia[3].

Rasgos psicopáticos y éxito profesional

La gran mayoría de los psicópatas que hay en nuestra sociedad no están cumpliendo una condena en prisión, sino que están ocupando importantes puestos de trabajo en diferentes profesiones. Son tan mentirosos, manipuladores, insensibles y egocéntricos como el resto de psicópatas, pero a través de su inteligencia, sus habilidades sociales y sus circunstancias construyen una fachada de éxito y normalidad obteniendo aquello que quieren con absoluta impunidad.

La psicopatía corporativa[4] es un fenómeno contemporáneo que se originó en los 90, ante la creciente inestabilidad y competitividad que surgió en diferentes ámbitos profesionales, sobre todo en los negocios. Este concepto hace referencia al comportamiento desviado en el lugar de trabajo, llevado a cabo por psicópatas en posiciones de liderazgo, que pueden llegar a causar pérdidas de miles de millones, además de los efectos negativos que tienen sobre los trabajadores.

Son muchas las investigaciones que lanzan la hipótesis de que determinados rasgos psicopáticos pueden convertirse en cualidades de éxito y de liderazgo en determinados ámbitos como el empresarial, el mundo de los negocios, el financiero y el político. Lo que adquieren determinados expertos a través del tiempo y de su experiencia profesional es algo innato en los psicópatas. El rol de ejecutivo y de líder es para el psicópata funcional irresistible, ya que le ofrece un buen salario, poder y un amplio margen de movimiento.

Rasgos de psicopatía que pueden llevar al éxito profesional y al liderazgo

  • Carisma y capacidad para influir en los demás

  • Creatividad

  • Pensamiento estratégico y gran capacidad analítica

  • Excelentes habilidades para la comunicación

  • Persuasión

  • Ausencia de miedo y bajo nivel de ansiedad

  • Seguridad en sí mismos

  • Control emocional

  • Conductas arriesgadas

  • Ausencia de culpa y de remordimientos

  • Establecimiento de metas y objetivos a muy corto plazo

  • Alta concentración

  • Manipulación despiadada

  • Alta actividad

  • Autodisciplina

Tabla 1. Elaboración propia a partir de Hare, Neumann y Babiak, 2010; y Pavlic, I. y Mededovic, J. (2019). Psychopathy facilitates workplace success. Psihološka istraživanja, Volumen 22, n.º 1, pp. 69-87.

¿La profesión más ‘psicopática’?

Kevin Dutton llevó a cabo una investigación en Reino Unido absolutamente novedosa y única, ya que fue la primera vez que se intentó analizar la prevalencia de rasgos psicopáticos en una población activa nacional en su totalidad. Todos aquellos que quisieron participar acudieron a su página web para completar la escala Levenson (LSRP)[5] añadiendo datos de su profesión y obteniendo así una puntuación. Su intención era determinar cuál era la profesión más psicopática y en cuál de ellas había menos psicópatas. En aquellas profesiones en las que se requiere una mayor conexión humana, tratar con los sentimientos y las emociones de las personas, hay menos psicópatas que en las profesiones que implican poder, prestigio, liderazgo y una habilidad especial para tomar decisiones racionales alejadas de los sentimientos.

+ Psicopatía

  • 1. Ejecutivo

  • 2. Abogado

  • 3. Medios de comunicación

  • 4. Vendedor

  • 5. Cirujano

  • 6. Periodista

  • 7. Oficial de policía

  • 8. Clero

  • 9. Cocinero

  • 10 Funcionario

- Psicopatía

  • 1. Cuidador

  • 2. Enfermero

  • 3. Terapeuta

  • 4. Artesano

  • 5. Esteticista / estilista

  • 6. Trabajador social

  • 7. Profesor

  • 8. Artista creativo

  • 9. Médico

  • 10. Contable

Tabla 2. Kevin Dutton, 2013, p. 186

Dutton afirma que existe un conjunto de características de la psicopatía, a las que denomina los “7 preciados capitales”, que son altamente beneficiosas a nivel individual. Aplicadas correctamente “pueden ayudar a conseguir aquello que nos propongamos convirtiéndonos en vencedores, en lugar de villanos”: impasibilidad, encanto, concentración, fortaleza mental, intrepidez, atención plena y capacidad para tomar decisiones rápidas en situaciones difíciles.

En 2010, Hare, junto a Neumann y Babiak investigaron a más de 200 ejecutivos de alto nivel. Su intención era comparar la prevalencia de los rasgos psicopáticos en el mundo empresarial y de los negocios, frente a la población general. Los ejecutivos quedaron por delante (4%). Además, la psicopatía se asoció de modo positivo con rasgos como el carisma, la creatividad, las excelentes habilidades de comunicación y el pensamiento estratégico. La relación entre los rasgos de psicopatía y liderazgo sería la siguiente:

Rasgos de liderazgo

  • Carisma

  • Confianza en sí mismo Vanidad, arrogancia

  • Capacidad de persuasión

  • Pensamiento visionario

  • Capacidad para correr riesgos

  • Orientado a la acción

  • Capacidad para la toma de decisiones difíciles

Rasgos psicopáticos

  • Encanto superficial

  • Capacidad de influir en los demás Manipulación

  • Engaños y mentiras

  • Invención de historias para convencer

  • Impulsividad

  • Búsqueda de emociones

  • Pobreza emocional

Tabla 3. Hare y Babiak crearon el Bussines Scan (B-Scan), un cuestionario para determinar la presencia de rasgos psicopáticos solamente en el entorno de la empresa, es decir la tasa de psicopatía corporativa.

Dinero, poder y prestigio

En nuestras sociedades contemporáneas, determinados rasgos psicopáticos se confunden con cualidades de liderazgo[6]: la apariencia de confianza, asumir determinados riesgos, ausencia de preocupación por las consecuencias de sus actos, o la falta de expresión de emociones. La capacidad de estar calmado y no mostrar emociones en momentos de alta presión puede ser un factor de éxito en los negocios.

Sin embargo, los psicópatas fallan en tres ámbitos del liderazgo: la forma en que tratan a las personas que trabajan con ellos; las dificultades que tienen para trabajar en equipo; y el problema que supone para ellos compartir sus ideas con otros.

Podemos afirmar que existen más psicópatas funcionales en el ámbito empresarial, jurídico y político que en la población general y suelen trabajar en organizaciones, empresas e instituciones públicas o privadas. Tienen claros sus objetivos: obtener dinero, poder y prestigio. En su ajedrez, nosotros siempre somos los peones.

[1] Lilienfeld, S., Latzman, R., Watts, A., Smith, S. F., y Dutton, K. (2014). Correlates of psychopathic personality traits in everyday life: results from a large community survey. Frontiers in psychology, 5, 740.

[2] Dutton, K., (2013). La sabiduría de los psicópatas (pág. 38). Barcelona: Ariel

[3] Board, B. y Fitzon, K., (2005). Disordered Personalities at Work. Psychology, Crime and Law 11, nº 1, pp. 17-32.

[4] Babiak P., Neumann C. S., Hare R. (2010). Corporate psychopathy: Talking the walk. Behavioral Sciences & the Law. 28 (2), pp.174-193.

[5] Levenson, M. R., Kiehl, K. A. y Fitzpatrick, C. M. (1995). Assessing Psychopathic Attributes in a Noninstitutionalized Population. Journal of Personality and Social Psychology, 68 (1), 151-158.

[6] Irtelli, F. y Vincenti, E., (2017). Successful Psychopaths: A Contemporary Phenomenon. Capítulo en Psychopathy – New Updates on an Old Phenomenon, Durbano, F. IntechOpen.

«Fotografía y tiempo», por Alfonso Batalla

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

FOTOGRAFÍA Y TIEMPO

Alfonso Batalla,

Notario de Bilbao y fotógrafo profesional

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Alfonso Batalla, Notario de Bilbao y fotógrafo profesional; Rafael Navarro-Valls, Catedrático emérito y profesor de honor de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

La temperatura en la que una vez fuera la ciudad más septentrional del mundo ronda los 35º bajo cero. La sensación térmica es mucho más suave, en parte por la ausencia de viento y, en otra parte, porque la percepción del frío por el fotógrafo se ve condicionada por el manojo de llaves que le dará acceso a los edificios de viviendas (que curiosamente en una zona de origen soviético son conocidos como “dorms”). El acceso a esta “cápsula del tiempo” es tan ilusionante que hace olvidar los kilómetros recorridos sobre el fiordo cubierto con una capa de hielo presuntamente estable. Todo es “percepción”.

La peonza gira perfectamente estática sobre su eje . Únicamente el zumbido del metal sobre el cristal delata el movimiento. Movimiento. Movimiento y tiempo. Tiempo detenido en un giro inmóvil.

Tal vez el tiempo sea una programación más del Homo sapiens. Un convenio implícito en nuestra forma de percibir como tantos otros que permiten a nuestra especie comunicarse, cooperar y progresar , un axioma.

De hecho, con una velocidad de obturación suficientemente rápida, podríamos fotografiar esa peonza totalmente estática, una forma de doble huso completamente vertical sobre un punto de apoyo minúsculo. Una imagen que carecería de explicación racional sin conocer el movimiento de la peonza. Al eliminar el tiempo de la ecuación la percepción del elemento cambiaría completamente a algo abstracto o no entendible. Con ello, una de las metáforas de la semiótica de la fotografía como parte del arte contemporáneo, la “animación suspendida”, entraría en juego.

Los humanos no entendemos el tiempo

Atribuimos la atemporalidad a la divinidad, disfrazada de eternidad: no tener principio ni fin nos parece tan atractivo como aterrador por incomprensible. Tratamos científicamente de demostrar que el tiempo o no es lineal, o puede ser distorsionado o, incluso, que coexistan múltiples universos alternativos en el mismo tiempo unidos por misteriosas supercuerdas; que una partícula exista y no exista al mismo tiempo dependiendo únicamente de cómo es observada . La ciencia ficción juega con las paradojas temporales . Las teorías contemporáneas de la espiritualidad sostienen que ni el pasado ni el futuro existen, sino tan sólo el presente . ¿Cuánto dura este presente? ¿El tiempo que el obturador de mi cámara ha permanecido abierto para capturar estas imágenes entre una 500ava parte de segundo y 30 segundos? ¿Una fracción infinitesimal de tiempo? Desde que nuestra especie empezó a dibujar en cuevas hasta la actualidad, el arte ha querido tanto congelar el tiempo como perdurar en el mismo. La atemporalidad es un elemento esencial de la creación.

Las manos del fotógrafo contemplan las teclas del viejo piano vertical en una sala de ensayos del centro cívico de la ciudad abandonada. Algunas teclas no funcionan, ni el mecanismo del pedal tampoco, pero dentro del edificio la temperatura permite mover los dedos. Desafinado y roto, pero extraño y misterioso suena el tema de The Leftovers , como si viniera de otra dimensión. Tal vez la imagen del fotógrafo envuelto en ropas térmicas tocando un piano agónico en una sala en decadencia y en la extraña luz nocturna del ártico acreciente esa sensación.

El tempo fijo, universal y matemático de las notas musicales contrasta con la percepción difusa y extraña de este tiempo que parece suspendido entre las paredes. Posiblemente la música sea la más sofisticada tentativa de atrapar el tiempo.

La “mentira” que captura el objetivo

Siempre había defendido que la fotografía miente porque elimina la dimensión temporal, con lo que es más apariencia que realidad. Sin embargo, empiezo a sentir exactamente lo contrario. Es posible que el tiempo no exista más allá de una programación en nuestro inconsciente. Tal vez todos seamos todo en todo momento y en todo lugar.

La fotografía, como técnica, que no como disciplina, nos dota de una serie de herramientas que van mucho más allá de cámaras, lentes, encuadres, enfoques, velocidades de obturación o diafragmas.

La fotografía elimina completamente la dimensión temporal y reduce las otras tres dimensiones perceptibles a dos. Genera con ello un objeto artístico que no refleja lo real pero lo parece y, con ello, permite al lenguaje artístico el uso de unas metáforas características:

  • En primer lugar, la metáfora de la ventana. Contemplar una fotografía sería como ver la realidad a través de una ventana.
  • En segundo, la del espejo, que es un elemento que refleja la realidad, pero desde la percepción del sujeto que se ve reflejado, con lo que contiene una autoexpresión del artista.
  • En tercero, la metáfora de la plasticidad. En sentido positivo, cuando se pretende utilizar las herramientas para crear un objeto bello. En sentido negativo, cuando el artista prescinde del atractivo plástico para poner el acento en otros elementos.
  • En cuarto, una combinación de las tres anteriores: la metáfora del registro puro.
  • Finalmente, una metáfora del propio dispositivo fotográfico que contiene una reflexión sobre la capacidad de la fotografía para transmitir al espectador a partir de una aparentemente verosímil captura de lo real. Habla así la fotografía de ella misma como lenguaje y del empleo de las herramientas semióticas propias del mismo.

En ese caso, las obras impresas en un libro o colgadas en una pared son tremendamente reales en el aquí y en el ahora, porque están exentas de la ficción temporal, porque responden a la percepción de una realidad que queda fijada por mi propia observación, porque nada existe si no es percibido . El objeto artístico compuesto por tintas, papel, aluminio, madera… lo es en sí mismo como tal y con vocación de atemporalidad.

El arte: un instante en la infinidad

Algunas fotografías de los edificios de la ciudad, rodeados de nieve, parecen una obra de Land Art. ¿Será cierto que las disciplinas artísticas como tales han muerto y no existe una división clasificatoria en el arte?

Sería bellísimo entender un universo sin tiempo. El nacimiento y la muerte tendrían únicamente sentido como meras anécdotas en una existencia infinita .
Mientras tanto, contemplemos estos espacios vacíos de vida humana que quieren transmitirnos esa angustiosamente atractiva sensación de existencia fuera del fluir temporal.

Tal vez lo que ha ocurrido mientras el fotógrafo desarrollaba ese trabajo es que, liberada intuición de la cárcel del raciocinio, de la falsa seguridad del tiempo, ha recorrido esas habitaciones, cual aventurero Príncipe de Serendip , haciendo casuales hallazgos que han hecho emerger algo del inconsciente que en alguna medida transmita cierta inquietud al espectador.

El tono del sonido generado por la peonza cambia. Su longitud de onda se modifica. Oscila sobre su eje. Ya no es perfecta. El tiempo vuelve a jugar con mi mente. Me dice que la peonza se detiene mientras a 4.000 km de aquí, 78°39′22″N 16°19′30″E, un minúsculo fragmento de papel pintado se desprende de la pared y cae eternamente .

  1. Una peonza de este tipo aparece como leitmotiv de la película «Inception«.
  2. Yuval Noah Harari defiende una interesante teoría sobre estos «mitos» que abarcan desde las sociedades mercantiles hasta la religión en su libro «Sapiens: De animales a dioses«.
  3. Es notable cómo la física cuántica demuestra cosas tan incompatibles con nuestra intuición.
  4. Todo un clásico del género. Desde el primer «Terminator» a «12 Monos«, por ejemplo.
  5. Etkhart Tolle. «Un nuevo mundo ahora«.
  6. The Leftovers es una serie creada por Damon Lidelof para HBO. La banda sonora compuesta por Max Ritcher tiene un tema central que se repite en diferentes tonalidades, instrumentaciones y tempos a lo largo de la serie.
  7. En general mi fotografía se adscribiría a la escuela del registro puro en cuanto pretendiendo una estética y una corrección formal, aparentan ser una captación desprovista de artificio o emoción. Su origen está en la Düsseldorf School of Photography cuyos primeros representantes son Bernd and Hilla Becher y la escuela americana del New Topographics.
  8. Esta frase es un lugar ya común en la ciencia contemporánea, desde la física cuántica hasta la psicología.
  9. Incluso explicaría la regresión a vidas pasadas, de la que se ocupa el Libro de Brian Weiss «Muchas Vidas, Muchos Maestros«.
  10. Del antiguo cuento persa “Los tres príncipes de Serendip” de donde viene el término serendipia muy usado en la teoría de la creatividad.
  11. «Pyramiden: Retrato de una utopía abandonada«. Kjartan Fløgstad

«Una nueva expansión del universo jurídico: las objeciones de conciencia», por Rafael Navarro-Valls

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

UNA NUEVA EXPANSIÓN DEL UNIVERSO JURÍDICO: LAS OBJECIONES DE CONCIENCIA

Rafael Navarro-Valls,

Catedrático emérito y profesor de honor de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Alfonso Batalla, Notario de Bilbao y fotógrafo profesional; Rafael Navarro-Valls, Catedrático emérito y profesor de honor de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

En el universo jurídico se descubren fenómenos muy similares al universo físico. En el primero hay también extensos parajes equivalentes a las galaxias, fenómenos que apuntan a instituciones jurídicas con vocación de permanencia (propiedad, posesión, sistemas legales, organismos encargados de cumplir las leyes, etc.) A veces aparecen nuevos eventos pasajeros, unos estables y otros simplemente transeúntes. Entre los primeros se encuentran las objeciones de conciencia, principios cruciales en el derecho contemporáneo que aparecen súbitamente, pero con vocación de permanencia, y que permiten a los individuos, y a veces a las propias instituciones jurídicas, rechazar ciertas obligaciones legales o contractuales que contradicen sus convicciones morales, éticas o religiosas más profundas. Este concepto protege la autonomía personal y la libertad de conciencia, valores consagrados en numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos.

De este modo, uno de los fenómenos más llamativos que conoce el derecho moderno es el de la objeción de conciencia. Hace sólo unas décadas era minoritario y reconducible a pocos supuestos. Hoy está cada vez más extendido en sus presupuestos y en sus aplicaciones. De ahí que ya no se hable de ‘objeción de conciencia’, en singular, sino de ‘objeciones de conciencia’, en plural.

El aumento de la objeción de conciencia

Varias son las causas de esta eclosión de la objeción de conciencia. De un lado, la crisis del positivismo legalista, que parte del erróneo supuesto de que las determinaciones jurídicas contenidas en las leyes prácticamente agotan el contenido ideal de la justicia. De otro, el valor de las motivaciones que subyacen en los comportamientos de objeción a la ley, diversas de las que conducen a la simple y pura transgresión de la norma legal fundada en el propio egoísmo. En fin, la progresiva metamorfosis del propio instituto que, de ser originariamente un mecanismo de defensa de la conciencia religiosa frente a la intolerancia del poder, ha pasado a tutelar también contenidos éticos de conciencia, no necesariamente vinculados a creencias religiosas.

Por eso, en alguna ocasión he hablado del big bang de las objeciones de conciencia. De un núcleo pequeño (la objeción de conciencia al servicio militar) se han desgajado -como nuevas ramas en el viejo tronco- una multitud de modalidades de objeciones de conciencia, que encuentran en la democracia un suelo fértil. Es lo que se ha llamado en expresión feliz «Las nuevas caras de Antígona», o si se quiere, las «nuevas fronteras» de la objeción de conciencia.

Efectivamente, entre conciencia y ley existe una delgada frontera en la que no es raro que se produzcan «incidentes fronterizos». El problema es que, en algunas democracias (por ejemplo, la española), esos incidentes están proliferando en exceso. Ante esta multiplicación caben dos posturas. Creer que la objeción de conciencia es una herida a los principios democráticos o, al contrario, entender que la objeción es «un fruto maduro de la democracia» (Berlingó). Me alineo con esta segunda postura.

No es pues la objeción de conciencia una suerte de «delirio religioso”, que habría que relegar a las catacumbas sociales, sin derecho de ciudadanía. La objeción de conciencia no es «una ilegalidad más o menos consentida», sino manifestación de ese derecho fundamental que es la estrella polar de las democracias: la libertad de conciencia. Así como abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia -al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones- existen otras que resuelven el drama interior que implica el choque entre norma y conciencia individual apostando por esta última. Es la confirmación -como autorizadamente se ha dicho- de que «la historia se escribe no solamente con los acontecimientos que se suceden desde fuera, sino que está escrita antes que nada desde dentro; es la historia de la conciencia humana y de las victorias o de las derrotas morales».

Un diálogo sobre conciencia y ley

En esta línea, conviene reparar en un hecho notable. Hace un tiempo se reunieron en el Vaticano dos personas que representaban los dos poderes más significativos de la Tierra. El poder «espiritual», encarnado en Benedicto XVI, y el poder político «en estado puro», representado en el presidente de Estados Unidos Barack H. Obama. Unos cuarenta minutos duró la entrevista, que, entre traducciones y protocolo, quedaría reducida a no más de veinte minutos. Pues bien, uno de los temas expresamente tratados -según las notas oficiales- fue la objeción de conciencia. Sorprende que a la hora de destacar un tema que preocupe a ambos poderes sea, precisamente, el de los choques entre conciencia y ley, que pone cada vez más de manifiesto los oscuros dramas que se generan en algunas minorías por leyes de directo o indirecto perfil ético.

Algunos juristas entran en tensión ante estas afirmaciones, como si tras ellas se ocultara la amenaza de un “apocalipsis jurídico”. Una postura, en mi opinión, poco razonable y, en el fondo, sin confianza en la capacidad del Derecho para adaptarse a los desafíos jurídicos. Un sistema jurídico -como se ha afirmado de los buenos juristas- sabe tener la solidez de una roca en sus convicciones junto a la flexibilidad de un junco en sus aplicaciones. Sabe ser tan flexible que se adapta sabiamente a las necesidades jurídicas sin grandes terremotos sociales. Cuando lo ve necesario, busca fórmulas que satisfacen a las inteligencias, al tiempo que calman las pasiones.

El reto de la Judicatura española

Con motivo de los debates en España sobre nuevas formas de objeción de conciencia, algún sector político calificó las situaciones en discusión como una «banalización de la objeción de conciencia». Me permití entrar en el debate haciendo notar que la objeción de conciencia nunca puede ser considerada una cosa «banal». Al contrario, debe ser respetuosamente contemplada como una actitud «que trata de ver afirmados grandes ideales en pequeñas situaciones” (Bertolino). Me parece que estas palabras del antiguo rector de la Universidad de Turín sintetizan de modo preciso la honda temática que se esconde en esos antiguos y «nuevos» rostros de Antígona. La realidad mutable de nuevas formas de objeción que se resisten al estático análisis a través de categorías fosilizadas.

Resulta por tanto razonable adoptar un punto de vista amplio para definir un concepto general de objeción de conciencia. En este sentido se ha dicho que la objeción consiste en la negativa del individuo -y en ocasiones de las personas jurídicas-, por razones de conciencia, de sujetarse a una conducta que, en principio, sería jurídicamente exigible, tanto si la obligación proviene directamente de una norma como de un contrato.

La jurisprudencia, tanto nacional como internacional, seguirá desempeñando un papel crucial en la definición y evolución de los límites y alcances de la objeción de conciencia. A medida que la sociedad y las leyes evolucionan, es esencial que se mantenga un diálogo continuo y constructivo sobre cómo equilibrar de manera justa y equitativa estos derechos fundamentales.

Entre la tiranía de la norma y la dictadura de la conciencia

Desde luego la objeción de conciencia es algo más que un simple conflicto individual con la ley positiva; es muchas veces, una muestra de esa generalizada “ansiedad jurídica” que produce la incontinencia jurídica del poder. De ese poder que ha convertido demasiadas veces la ley en un ‘simple procedimiento de gobierno’ para transmitir consignas ideológicas con precipitación y, a veces, con vulgaridad. Ante este panorama conflictual caben dos posturas radicales: la de los que descalifican el ‘totalitarismo de la norma’ o, al contrario, los que repudian la ‘dictadura de las conciencias’. El resultado de esta disyuntiva simplista es provocar drásticas vueltas de tuerca que santifi¬quen medidas legales intemperantes de un poder excesivamente suspicaz, o bien, al contrario, que dejen galopar sin bridas el errático corcel de la conciencia.

Ante este dilema, deberíamos más bien recurrir, como siempre se ha hecho en épocas de crisis, a la prudentia iuris, tanto en el momento constitutivo de la norma como en el momento judicial. Es decir, moderando por vía legislativa al Estado, de modo que no se convierta en el depósito de todas las verdades posibles —sin excluir ninguna—, y potenciando en el momento del conflicto la figura del juez.

El problema se agudiza en España. Nuestra historia menos reciente no se caracteriza precisamente por el diseño de la figura de un juez verdaderamente creativo, que sepa filtrar la ganga presente en los cuerpos legales, que rellene las equivocidades, ambigüedades y silencios de las leyes; consciente de su poder interpretativo de la Constitución, y con un claro sentido de las libertades fundamentales. Es lógico que esa tradición todavía pese sobre la judicatura española, dificultando un correcto enfoque de los problemas derivados de las objeciones de conciencia.

«La crisis del Estado de Derecho en España», por Federico Trillo-Figueroa

ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

La crisis del Estado de Derecho en España

Por Federico Trillo-Figueroa,

Doctor en Derecho. Letrado del Consejo de Estado (Rt)

Ex Presidente del Congreso de los Diputados

Ex Ministro de Defensa

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Federico Trillo-Figueroa, doctor en Derecho; Joaquín Borrell, notario y escritor; y Pablo Fernández Carballo-Calero, catedrático de Derecho Mercantil.

“El Estado de Derecho es una cima de la civilización de la que solo se puede bajar hacia la barbarie”

Kirchenheim

Suele pensarse que el Estado de Derecho es un alto e inconcreto paradigma de las democracias, una declaración dogmática que se proclama solemnemente en el frontispicio de las constituciones –en la Constitución española, en el párrafo tercero del Preámbulo- o se afirma enfáticamente como característica del Estado -en la nuestra, junto a su caráter social y democrático, en el artículo 1.1 -, pero se contempla incluso por no pocos juristas como si no tuviera fuerza normativa ni eficacia concreta. Nada más alejado de la realidad de su auténtica fuerza operativa como principio agente, como principio de principios y conjunto de normas que tienen -o deben tener- plena eficacia en el ordenamiento estatal.

El Estado de Derecho es el crisol que aglutina el principio que Merkl llamó de juridicidad –y contemporáneamente de “sumisión al bloque de la legalidad”- en sus diversas manifestaciones, que abarca: la supremacía de la Constitución como norma jurídica (el procedimiento reforzado para su reforma y la necesaria constitucionalidad de las leyes); el principio de legalidad sensu estricto y sus técnicas: las reservas de ley (orgánica y ordinaria) y la jerarquía normativa; el sometimiento a la ley de todos los poderes públicos y al cumplimiento y respeto a las decisiones judiciales; la división de poderes y, en/el fin: el reconocimiento y garantía de los derechos y libertades fundamentales ciudadanas.

Todos esos principios y técnicas se recogen positivamente en el artículo 9 y concordantes de la Constitución española. Y todos ellos forman parte capital de los 60 parámetros de referencia para evaluar anualmente la calidad democrática de 167 países por el índice más reconocido en el mundo internacional: el Democracy Index de The Economits Intelligence Unit, y en el que la democracia española ha ido perdiendo puntos sucesivamente año tras año, de manera dramática en los últimos cinco, en forma tal que ha pasado de ocupar, en el año 2007, el número 15 entre las democracias mundiales en el ranking, al puesto 24 el año 2023; es decir, la última de las democracias plenas, la fronteriza con las democracias imperfectas o defectuosas .

¿Qué ha pasado o, mejor, qué está pasando para esta regresión? Lo que ha ocurrido, y explica la involución que estamos sufriendo, es que nuestro régimen parlamentario ha devenido -tras 5 elecciones generales desde 2015- en un parlamento fraccionado -de 7 a 10 Grupos Paralmentarios – y progresivamente polarizado -4 mociones de censura de 2017 a 2023-. Desde que en Julio de 2018 triunfó la moción de censura negativa que hizo a Pedro Sánchez Presidente del Gobierno -sin ser Diputado y con el peor resultado histórico del PSOE-, a la cabeza de una coalición de fracciones inconexas, esas mayorías asimétricas de radicales han apoyado una acción de gobierno dispuesto a quebrantar el Estado de Derecho si ello es necesario para sus fines, consolidando a Sánchez, e ignorando incluso para la formación de Gobierno tras las últimas elecciones, la convención constitucional de que el Primer Ministro que convoca una elecciones anticipadas y las pierde debe dimitir y permitir que gobiene el candidato de la lista más votada.

La elusión del principio de legalidad

Derivado políticamente de la revolución francesa y construido laboriosamente por los juristas alemanes (Laband, Stahl, Merkl), el principio de legalidad consiste fundamentalmente en el sometimiento de todos los poderes a las leyes generales, al imperio de la ley – que desde Kelsen podemos extender, también, al sometiento del legislativo ordinario al poder constituyente y la necesaria constitucionalidad de las leyes; el ejecutivo, a la reserva de ley y a la jerarquía normativa; y los Jueces y Tribunales independientes únicamente sometidos a la ley al aplicarla, garantizándose así la igualdad, libertad y seguridad ciudadanas.

Esta vinculación a la Ley conlleva el respeto no solo el a las materias reservadas sino también a los procedimientos generales establecidos comúnmente para su redacción, elaboración y aprobación. Por ello, una primera y clara evasión del principio de legalidad es el recurso continuado al Decreto Ley, cuando debiera reservarse su uso a las previsiones constitucionales de “casos de extraordinaria y urgente necesidad” (artículo 86 CE). De su creciente abuso en los últimos años dan idea las siguientes cifras: desde Julio de 2018 -primer Gobierno Sánchez por moción de censura –se aprobaron 24 Decretos Leyes en solo seis meses. De Abril de 2019 a Noviembre, en seis meses de Gobierno en funciones, 18. De Enero de 2020 a Julio de 2023, 97 .Y en ésta legislatura ya figuran otros 6. En fin, más de 140 Dectetos Ley en los años de presidencia de Sanchez, el Presidente que más ha utilizado este recurso excepcional en menos tiempo.

Hay que señalar, además, la elusión de los procedimientos parlamentarios ordinarios para la elaboración y aprobación de los proyectos de ley, transmutándolos y presentándolos en forma de Proposiciónes No de Ley, para eludir los preceptivos dictámenes previos del Consejo General del Poder Judicial y del Consejo de Estado, como ha ocurrido en el caso de la amnistía, por señalar el más reciente.

Se ignoran también las exigencias de los principios de buena regulación y de calidad de la ley, propios de los países de la UE y entre nosotros desde las Leyes 39 y 40/2015. Se echan de menos especialmente en las reformas y contrarreformas continuadas en los ámbitos Civil y Penal. En el ámbito civil se escapa de la idea racionalista de codificación -regulación general ordenada, sistemática y estable, que proporcione seguridad, transparencia y confianza- para legislar a golpe de las exigencias de los coaligados: son ya incontables las formas y nomenclaturas de matrimonio y familia así como los cambios arbitrarios en las mayorías y minorías de edad. En el Código Penal la norma es la improvisación, tan contraria a una política criminal justa, proporcionada, y disuasoria: se han introducido en estos años 20 modificaciones -¡7 de ellas en tan solo un año (2022)!-; la ley del “sí es sí”, redactada con crasa ignorancia de las escalas de las penas y de su incidencia sobre la realidad penitenciaria es una buena y trágica prueba de ello.

El desprecio a la Constitución

Pero las más graves y preocupantes quiebras de nuestro Estado de Derecho, han sido y pretenden ser las violaciones, directas e indirectas, de la Constitución española.

El Tribunal Constitucional estimó la inconstitucionalidad flagrante de los Decretos del estado de alarma, declarando primero la vulneración de la libertad de circulación, residencia y reunión (Snt 148/2021), con ignorancia del Parlamento -que estuvo sin funcionamiento durante meses- y la inconstitucionalidad de su prórroga (STC 183/2021).

Con ser grave, lo es más el intento de subversión en marcha del Estado constitucional: la Ley de amnistía, como pago del precio de la investidura. No es solo que la amnistía no haya sido contemplada por la Constitución como forma de extinción de la responsabilidad penal, y que se haya rechazado por analogía al prohibirse los indultos generales. La propuesta actual exhibe en su redacción la voluntad pasada y futura de considerar sin responsabilidad a quienes subvirtieron el orden constitucional y anuncian que seguirán intentándolo por procedimientos ilegítimos. Es reveladora su Exposición de Motivos: “devolver al debate parlamentario las divisiones que siguen tensando las costuras se la sociedad, mediante una una renuncia el ejercicio del ius puniendi por razones de utilidad social”. Es decir, pretende manifestadamente que el Estado renuncie al derecho/deber irrenunciable de defender, con medidas penales, “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (artículo 2 CE), a costa de llevar al debate parlamentario ordinario lo que no tienen capacidad para hacer por la vía de la reforma constitucional, que exige unas mayorías reforzadas que saben imposible conseguir. Juridicamente es todo un fraude a la Constitución, negociando el apoyo a la investidura de Sánchez con un grupo de prófugos de la justicia fuera de España y sustrayendo al pueblo español la soberanía nacional decisoria que le corresponde (Artículo 1.2 CE).

Todo ello manifiesta una concepción de la ley como un instrumento para consolidar o incrementar el poder, o como un obstáculo a saltar, y no como límite al que ajustar su acción por mandato parlamentario, trasunto de la voluntad general. Pero con ser todo ello gravísimo, Sánchez se ha mostrado, además, abierto a considerar la posibilidad de un “referéndum de autodeterminación” o “un nuevo estatus,” que reivindican actualmente los independentistas catalanes y vascos, y que produciría una mutación constitucional sin tocar su letra ni seguir los procedimientos para su reforma, subvirtiendo las reglas del juego democrático de 1978.

En fin, con la ocupación de las instituciones como la Fiscalía General del Estado o el Tribunal Constitucional -configurada ya una mayoría adicta-, y los intentos de importar el concepto de lawfare -ajeno a nuestro sistema, para estigmatizar y perseguir a los jueces que son aquí profesionales de carrera e independientes- cerrarían el círculo acabando con la independencia del poder judicial, último bastión hoy de la resistencia del Estado de Derecho en España.