EN EL ESCAPARATE

JACOBO BLANCO,

sociólogo

“No hay buena civilización sin buenas ciudades. Ni buenas ciudades sin pequeño comercio minorista, razón de ser, al fin y al cabo, de la ciudad"

“Civitas” y crisis del pequeño comercio

El comercio es mucho más que una actividad clave para la estructura económica y social de España. Son cerca de tres millones de empleos, casi el 15% del total. Pero durante los 15 últimos años desaparecieron casi 300.000, un 10%, por sólo el 1% en Europa. Y el censo de empresas minoristas cayó un 20% durante esos años, pasando de 526.000 empresas a 425.000. Está, por tanto, en cambio y mutación. O, lo que es lo mismo, sufre una crisis que, si en España es particularmente aguda, comparte rasgos con el resto de Occidente. Causas: una acumulación insólita de cambios socioeconómicos, impulsados, mayormente, por la espiral de innovación tecnológica.

Por un lado, aparece la descentralización comercial, siguiendo las pautas de asentamiento de la población en hábitats periféricos de baja densidad, llamada también suburbanización o sprawl, vinculada al automóvil desde la década de 1950 -algo más tarde en España- y a los grandes centros comerciales suburbanos, hábitat preferido por las grandes cadenas. Son menos comercios en ciudades mucho más grandes.

La implantación de esas grandes cadenas nacionales e internacionales impone la concentración de un sector tradicionalmente muy atomizado. Es un proceso que en España parece estar acelerándose, quizá por partir de una mayor fragmentación. Con todo, las empresas minoristas con un empleado o menos, suponen aún el 54%, aunque generando sólo el 6% de la facturación y el 13% del empleo. En el extremo opuesto, las empresas con más de 250 trabajadores suponen el 0,5% del total, pero mueven la mitad del negocio y el 37% del empleo. Son cifras que aportan indicios sobre la productividad del sector: las grandes cadenas triplican la facturación por empleado del pequeño comercio, permitiendo además ofrecer precios y salarios y llevar a cabo inversiones que los pequeños no pueden ofrecer, a menos que se especialicen.

Por último, la eclosión de las compras online, bien directas o mediante plataformas, que, en EE.UU. para algunos productos, como el textil, llega a superar el 40% del negocio. Adaptarse a estas nuevas formas de venta añade costes económicos, personales e intelectuales que muchos comerciantes no pueden o no quieren afrontar.

España sufre, además, factores propios que contribuyen a acelerar la transformación del comercio. En 2023 no se había recuperado el poder adquisitivo de 2007. Y la tendencia a largo plazo a la despoblación y envejecimiento de buena parte del territorio nacional introduce dinámicas dispares por territorios.

La atomización del sector no siempre permite asumir los costes que implica el cambio de hábitos de compra. La aplicación de normativas ambientales, preventivas, de accesibilidad, contables… supone costes adicionales que minoristas poco rentables asumen a duras penas. Además, una parte importante de nuestros comerciantes tienden a percibir el comercio electrónico como una unidad de negocio complementaria, y no como parte integral de su empresa, multiplicando la inversión y el esfuerzo y dividiendo los retornos. Una baja rentabilidad que, además, complica su continuidad mediante la herencia familiar o la venta a terceros.

Surge así el denominado “comercio zombi”: tiendas, por lo general sin empleados, que no son rentables, pero que sí permiten la cotización de su titular en los años previos a la jubilación, aún a costa de no invertir en su futuro. No son pocas: en una región declinante como Asturias se estima que suponen un 15%-25% del total. Por si fuera poco, el auge de las viviendas turísticas, que pueden establecerse en bajos antes comerciales, podría incrementar el precio de los locales.

Todo ello explicaría esa espiral de caída desde hace décadas que parece acelerarse irreversiblemente en los últimos años, inmune al ciclo económico. Y desaparecen los comercios más pequeños, aún a pesar de los programas públicos para su adaptación al nuevo entorno socioeconómico y tecnológico.

Pero los efectos de la crisis del pequeño comercio minorista rebasan lo sectorial o incluso lo estético; ese aspecto algo decadente e inhóspito que ofrecen muchas de nuestras ciudades, plagadas de locales vacíos donde antes lucían zócalos urbanos resplandecientes. El comercio, en forma de mercado, colmado o tienda, es una actividad esencial de nuestra cotidianeidad. Afecta, por ello, a nuestra socialización. A la civitas, la construcción social y cultural de la ciudad, un concepto que va más allá de la urbe, de lo construido. El mercado, la tienda, tradicional espacio de encuentro comunitario -casual, distinto al selectivo amical, profesional o familiar- de tertulia de rebotica o de redes de cotilleo, es sustituido por la anónima soledad de la compra online, por la frialdad de la gran superficie o por la socialización selectiva en bares despersonalizados, apurados. poco propicios al encuentro casual, al reposo y la conversación estimulante.

Con el pequeño comercio también se va parte de la identidad de nuestras ciudades. Una calle de Oviedo, de Murcia o de Logroño comparte los mismos comercios con las de Glasgow, Bremen o Besançon. Las ciudades tienden a asimilarse, siendo sus edificios meros envoltorios para los mismos comercios, los mismos apartamientos AirBNB o las mismas empresas. Es una de las paradojas del turismo: nunca se ha viajado tanto para ver ciudades tan parecidas, al menos en sus contenidos.

El pequeño comercio no desaparecerá. Pero el comercio vinculado al espacio público –a la plaza, a la calle- es un termómetro de nuestra salud social. La ciudad, la civitas, es sinónimo de civilización y prosperidad. Pero los indicadores comerciales y de salud social –desde el consumo de ansiolíticos a las personas que dicen estar solas- no son los mejores. No hay buena civilización sin buenas ciudades. Ni buenas ciudades sin pequeño comercio minorista, razón de ser, al fin y al cabo, de la ciudad.