ALDEA GLOBAL

INOCENCIO F. ARIAS,

diplomático

“No ha habido, desde el referéndum, vaivenes en nuestro apoyo a la OTAN. Todos los presidentes han sido fieles a la misma»

La OTAN y nosotros

El fin de la II Guerra Mundial en 1945 trajo el aislamiento político de España. No fuimos invitados a entrar en la ONU, no porque el régimen franquista no fuera democrático -entre los fundadores de la ONU había varias dictaduras- sino porque los vencedores de la contienda no perdonaban que Franco hubiese ayudado a la Alemania nazi, perdedora, a luchar contra la Unión soviética, ganadora. Este ‘pecado original’ del caudillo, unido, en 1947, a sus escasas credenciales democráticas, produjo nuestra exclusión del Plan Marshall de Estados Unidos que resultaría trascendental en la recuperación de la Europa devastada por el conflicto.

Nos quedamos después fuera de la OTAN que surgió en 1949 como consecuencia de la voracidad de los soviéticos que imponían vasallos comunistas en Polonia, Hungría, Bulgaria… El grito de alarma desencadenante resultó el bloqueo ruso durante diez meses de Berlín que subsistió gracias a un puente aéreo de Estados Unidos y Gran Bretaña que trasladaron 35.000 toneladas de alimentos, gasolina y medicinas a la ciudad. Se formó una alianza defensiva de Estados Unidos, Canadá y diez países europeos con el objetivo de frenar a Rusia desconfiando, con razón, de que la ONU pudiera hacerlo.

El meollo del Tratado de la OTAN está en su muy citado artículo 5: si uno de sus miembros es atacado, los demás se considerarán agredidos “y lo asistirán de la forma que se considere necesaria”.

España debió esperar hasta bien entrada la democracia para ingresar en la organización. Adolfo Suárez, primer presidente democrático, tuvo iniciales vacilaciones. Al poco de decidirse a solicitar el ingreso dimitió, sin tomarse cinco días de reflexión, por razones internas.

Su sucesor en la UCD, Leopoldo Calvo-Sotelo, no tuvo dudas. Él nos metió en la OTAN en 1982. Lo proclamó en su programa de gobierno y con la ayuda del también ‘otánico’ Pérez Llorca bregó en el frente interno y el externo en el que hubo que vencer reticencias diversas de Portugal y Grecia. La pugna interna resultó áspera. El partido socialista de Felipe González mostraba remilgos hacia la OTAN por considerar algunos de sus dirigentes que España sería más vulnerable dentro de ella y, de otro lado, estimando que electoralmente le podía ser rentable mostrar su rechazo: la OTAN estaba y está dominada por Estados Unidos y agitar subliminalmente el antiamericanismo, sentimiento fructífero en nuestro país, podía producir dividendos en bastantes votantes.

El carisma de González y la campaña socialista -vimos a Javier Solana que años después sería un gerifalte de la OTAN gritando en las puertas de Exteriores “OTAN, no, bases (americanas) fuera”- removió la indiferencia de la opinión pública española, que se volvió aparentemente ‘antiotánica’. La prensa se dividió, ABC, La Vanguardia y Cambio 16 a favor de la entrada, Interviú, El periódico, El Alcázar y más moderadamente El País, en contra.

Leopoldo Calvo-Sotelo no se arredró. Llevó el tema a las Cortes, donde se discutió ampliamente, se votó y ganó sin apreturas: 186 a favor y 146 en contra en el Congreso y 106-60 en el Senado. Al poco González triunfó en las elecciones. En el poder, después de un par de años de ambigüedad calculada, el sevillano asumió su responsabilidad y mostró sentido de Estado. Tuvo que rebobinar: dedujo que era escasamente presentable en el exterior porfiar por entrar en la Unión Europea y no participar en la defensa. Organizó un traumático referéndum, primero en Europa de este tipo, para que decidiéramos. La opinión se escindió. Felipe batalló, alabando ya a la OTAN, en todos los medios informativos. Con un gobierno muy nervioso el resultado sería positivo: 52,55% a favor, contra el 39,80%.

El éxito del referéndum doró la imagen de González, que fue recompensado por Washington con la organización de la I Conferencia sobre el Oriente Medio. Antes había aprobado el despliegue de misiles de Estados Unidos en territorio europeo, gesto apreciado en la capital del imperio y en muchos aliados que desconfían de Moscú.

Aznar fue un atlantista a ultranza y apoyó políticamente, no militarmente, a Washington -tuvo una estrecha relación con Bush- en el melindroso tema de la guerra de Irak con una opinión española en contra.

No ha habido desde el referéndum vaivenes en nuestro apoyo a la OTAN. Todos los presidentes han sido fieles a la misma. El desplante de Zapatero a la bandera yanqui y, más aún, la salida de nuestras tropas de Irak, cuya presencia estaba expresamente bendecida por la ONU, no entusiasmaron a la cúpula estadounidense, pero prefirió decir “pelillos a la mar”. Sánchez viene siendo razonablemente atlantista; fue anfitrión de una cumbre de la Alianza cuya organización obtuvo aplausos, aunque en temas sustanciales que preocupan a España, la cobertura de Ceuta y Melilla y la avalancha migratoria que padecemos los del sur no hubo movimiento. Eso no impidió al entusiasta ministro Albares decir que la cumbre de Madrid había sido tan importante como la de Yalta (¡Casi na!).

Este pertinaz triunfalismo sanchista (al parecer estamos liderando muchas situaciones sin que los aliados se den cuenta) se ve mermado por hechos que sí son notados: miembros del gobierno critican nuestro alineamiento contra Putin en Ucrania; nos escaqueamos en la lucha contra los piratas hutíes; somos de los más cicateros en la ayuda a Ucrania (el país 26 de 31 mientras Macron subraya que “la seguridad de Europa es que Rusia no gane la guerra”), y no cumplimos el compromiso solemne adquirido hace más de una década de subir al 2% los gastos en defensa; estamos casi en la cola, con 1,2%.

Trump, que puede ganar, ha dicho que no le importaría que Putin incordie a los aliados roñosos. En su lista de ‘gorrones’, y en la de Biden, está España.