LA @

ESTHER PANIAGUA,

Periodista y autora especializada en tecnología

 

"El antídoto es aprender a usar la tecnología de forma que podamos aprovechar sus ventajas sin ser sus víctimas"

El ‘detox’ digital no es una terapia, es un síntoma

DESCONECTAR PARA volver a conectar. Es el nuevo mantra, también entre los popes tecnológicos de Silicon Valley. Son el máximo exponente de una necesidad latente: la de alejarse de la tecnología que se asocia al trabajo, al estrés, al ruido. Una reacción a la saturación y el colapso que puede llegar a provocar la hiperconectividad incluso para aquellos que la alientan y que viven de ella.

Volvemos, una vez más, a caer en la piedra de la dualidad autoimpuesta del blanco o el negro, del bien o el mal, del todo o nada. O estamos conectados, o estamos desconectados. ¿No hay escapatoria? Si hablamos de la necesidad de «desintoxicación digital», ¿es que lo digital es tóxico?

No, la tecnología no es tóxica per se. Pero sí, puede ser tóxica. Puede serlo si el uso que hacemos de ella es indebido y llegamos al punto de tener que apartarla de nuestro camino. Al menos, hacerlo temporalmente. La adicción a internet se describió en los años noventa, y el móvil no ha hecho sino empeorarla. Este condensa todo lo que nos hace ser adictos a internet en un dispositivo que, frente a las limitaciones de un portátil o de un ordenador de sobremesa, es posible llevar siempre consigo. Se convierte en una extensión de nosotros mismos.

Entre las actividades más adictivas que ofrece, además de la conectividad 24×7, están la posibilidad de acceder a información en tiempo real, las redes sociales, los videojuegos y cualquier tipo de aplicaciones y plataformas; todas ellas accesibles a través del dispositivo y con algo en común: están diseñadas para captar y mantener nuestra atención. Esta es la esencia del problema. Hay toda una ciencia detrás de ello, la «captología»: el estudio de los ordenadores como máquinas de manipulación. O, lo que es lo mismo, de cómo automatizar la persuasión.

La «captología» es más conocida hoy como «diseño del comportamiento», heredera de la psicología conductual y de las ciencias del comportamiento. Usa el conocimiento de cómo tomamos decisiones las personas, y de cómo funcionamos como seres sociales que necesitan interactuar con los otros y su aprobación, para manipular y enganchar. Saben cómo actuar sobre la conducta humana y aplican dicho conocimiento al diseño tecnológico.

El ejemplo típico es el de las redes sociales: proporcionan contenido personalizado, refuerzos positivos y recompensas por su mero uso. Los botones «Me gusta», las notificaciones, la posibilidad de etiquetar a amigos, las recomendaciones de nuevas amistades, los recordatorios de cumpleaños, la creación de grupos privados segmentados por interés, el chat instantáneo, las noticias recomendadas, las listas de tendencias o los puntos suspensivos mientras alguien escribe para que sepas que está al otro lado y no desconectes… Todo está diseñado con el objetivo de mantenernos ahí la mayor cantidad de tiempo posible.

Como constatan los científicos, la adicción que generan es muy similar a la del juego. Como las tragaperras, buscan encerrar a los usuarios en un ciclo de adicción, ya que sus ingresos publicitarios dependen de la atención continua de dichas personas a lo que se les muestra en la pantalla. Te sumergen en círculos viciosos que incluyen incertidumbre, anticipación, impredecibilidad, retroalimentación rápida y recompensas aleatorias que animen a seguir enganchado. Y, si te desconectas, te perseguirán con mensajes o notificaciones para llamar tu atención y para que vuelvas a entrar. Son bucles lúdicos ante los que el cerebro reacciona liberando dopamina: una sustancia recompensa comportamientos placenteros y nos motiva a repetirlos.

Son las consecuencias de la conocida como «economía de la atención». A esta se suma la dificultad de establecer límites laborales en un entorno de conectividad permanente en el que el smartphone es también una herramienta de trabajo. Francia fue pionera, en 2017, en reconocer el derecho a desconectar como parte de su código laboral. En España es también un derecho reconocido, a través de la ley de Protección de Datos y Garantías de los Derechos Digitales y de la Ley de Trabajo a Distancia.

El problema aquí es doble. Por una parte, de las organizaciones por no establecer límites claros sobre las obligaciones de conectividad y disponibilidad online de los trabajadores. Por otra, de los trabajadores que, bien por responsabilidad, por presión o por autoexigencia, son incapaces de desconectar. Algo que, además, afecta al resto de sus compañeros y a la cultura corporativa, rompiendo la unidad y forzando al resto a estar conectados para no quedarse atrás o parecer menos implicados.

Desconectar sí, ¿pero desconectar totalmente? ¿Es una solución tan radical la mejor manera de recuperar el balance en nuestra relación con la tecnología? ¿Por qué renunciar a lo bueno que nos traen las herramientas conectadas? En realidad, lo que necesitamos es cambiar las tornas para poder disfrutar de ellas sin generar problemas de estrés y adicción: exigir y forzar el desarrollo de espacios online saludables y penalizar el diseño adictivo de las plataformas digitales. Necesitamos un entorno digital que nos pueda hacer más felices, crear conexiones significativas y promover hábitos sanos, no solo consumir más o ser más productivos.

También, como se ha repetido hasta la saciedad, es fundamental hacer un uso sensato de las herramientas y los dispositivos conectados. Cosas como marcarse unos tiempos de uso y espacios en blanco, eliminar o limitar las notificaciones, y dejar el móvil fuera de la habitación antes de dormir, o si es posible apagarlo antes, tras la cena. También sustituir actividades online con aquellas que se pueden hacer offline, como leer el periódico o una revista.

El mundo online es infinito y no invita a parar sino todo lo contrario: la actualización constante. El antídoto no es necesariamente pasar menos tiempo delante de las pantallas, sino aprender a usar la tecnología de forma que podamos aprovechar sus ventajas sin ser sus víctimas. Ser conscientes y recuperar el control.