ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA
Verdad (denigrada) y democracia (menguante)
por Consuelo Madrigal Martínez-Pereda,
Fiscal de Sala del Tribunal Supremo. Académica de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España. Desde enero de 2015 hasta noviembre de 2016 ejerció el cargo de fiscal general del Estado.
Expertos en diferentes aéreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este primer número nos acompañan: Eduardo Torres-Dulce Lifante. Fiscal y profesor de Derecho Penal. Fue Fiscal General del Estado. Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz. Catedrático de Derecho administrativo y Letrado de las Cortes Generales en excedencia. Consuelo Madrigal Martínez-Pereda. Fiscal. Fue Fiscal General del Estado.
Para Aristóteles la verdad es el objetivo de toda investigación teórica: un proceso en el que, progresivamente, sustituimos formas de justificación racional por otras más adecuadas para decir cómo y qué es una cosa y no solo cómo o qué parece ser desde una concreta perspectiva. Aproximarse a la verdad implica trascender los condicionantes del perspectivismo. Y trascender límites, derribar barreras, habla de libertad.
La principal tradición de pensamiento occidental ha mantenido los valores de rigor matemático enunciados por Platón para comprender cómo opera nuestra mente y el grado de correspondencia de sus operaciones con la realidad. Tanto en el terreno abstracto y desinteresado del arte o las humanidades como en el empírico de la ciencia y la tecnología, de Montaigne a Condorcet o Stuart Mill, de las clasificaciones de Linneo a la enciclopedia británica, la excelencia y el progreso humano se vincularon a la búsqueda racional de la verdad. Este postulado tuvo consecuencias políticas: fraguó la democracia liberal.
Demasiada negatividad
Pero no todo ha sido así. La historia del pensamiento y la lucha violenta por la verdad tienen demasiada negatividad. El escepticismo griego y la retórica pregunta de Pilatos siguieron presionando. Tienen desarrollos recientes en la teoría social de la Escuela de Frankfurt y la crítica a la Ilustración de Adorno y Horkheimer para quienes la objetividad, los conceptos de verdad y falsedad, no son neutrales: expresan la visión del mundo, los objetivos económicos y las estructuras de poder de las élites dominantes.
De Humboldt y Schleiermacher a Heidegger y Gadamer, el giro lingüístico de la filosofía ha seguido distintos desarrollos con Frege y su progenie analítica o con Heidegger y la hermenéutica, centrados en el lenguaje como representación del mundo, hasta negar cualquier verdad absoluta y admitir solo un acontecer de la verdad que se da en la historicidad y la temporalidad, en la relación del hombre con el mundo en diversos escenarios históricos o culturales de interpretación. Aunque la postura de Wittgenstein fuera mucho más compleja al situar la verdad en un contexto de experiencia dentro de un juego de lenguaje específico, incluido en una “forma de vida”, sus primeros desarrollos animaron a relativistas de todo cuño a combatir cualquier concepción sustantiva de la verdad. Algunas corrientes posmodernas sólo ven en la verdad un constructo humano (Rorty), contingente.
Pero la especulación deconstructiva o relativista, por cualificada que sea, no aclara si la indagación sobre nuestro intelecto y sus operaciones presupone ya un-orden-de-las-cosas que es justamente el objeto de indagación. Tampoco explica nuestra “voluntad de verdad”. Parece ignorar que la mayoría de las personas no son lingüistas o filósofos ni se dedican a indagaciones complejas, pero sí buscan significado y comprensión y que sus usos lingüísticos corresponden a la convicción funcional de que la verdad reside en la realidad y ha de obtenerse de ella.
La noción común de verdad sigue el criterio de la adecuación entre nuestro pensamiento sobre las cosas y la realidad de las cosas. Y aún hay algo más que guarda relación con la fe. Aceptamos las proposiciones, juicios o informaciones que afirmamos verdaderas y rechazamos lo que afirmamos falso “confiando” en la racionalidad de nuestros juicios. Esa relación de confianza es normativa: dicta lo que “debe” ser buscado y “creído” por verdadero y lo que “no debe” ser creído por ser “falso”. Una normatividad eminentemente racional pero también ética en cuanto parte, no tanto de la bondad de la verdad, como de una adecuada comprensión de lo que está mal en la falsedad.
Por relativo que pueda considerarse, el bien de la verdad no solo guarda relación con el mal de la mentira. El poder liberador de la verdad (Jn 8, 31-32) se revela en la cualificación de las decisiones y acciones que la verdad motiva. Por contra, la falsedad tergiversa la realidad; se interpone entre el individuo que afirma y las realidades afirmadas; entorpece el juicio y disminuye la libertad y las posibilidades vitales.
Como bien absoluto, identificada con la belleza y la libertad, la verdad ha estado siempre sometida a una revisión que va más allá de la negación radical. El detective protagonista de El nombre de la Rosa, dice: “La única verdad se llama: aprender a liberarse de la morbosa pasión por la verdad”.
Poder público y verdad
La Ilustración, para mantener el conocimiento al margen de la religión, separó el discurso sobre la verdad de la acción política dirigida a establecer el bien. Según Condorcet, corresponde a los poderes públicos defender a los ciudadanos del error mediante una adecuada instrucción pública. Pero no les compete decidir dónde reside la verdad. La autonomía del discurso ilustrado sobre la verdad protege al individuo frente al poder. Pero incluso Rousseau rechazó que la acumulación de conocimiento conduzca al perfeccionamiento político y moral: “podemos ser hombres sin ser sabios”.
La diferencia entre ambas esferas sigue siendo pertinente. Como anticipara Orwell, el control sobre el relato de la historia y el discurso de la verdad, la “abrogación de la propia idea de verdad”, incluso en el terreno científico, que caracteriza los regímenes totalitarios, amenaza hoy nuestra democracia menguante.
Las teorías liberales sobre la Justicia, de Kant a Rawls, pretenden borrar del discurso público toda controversia sobre la verdad. Llegan a postular una política de verdades insípidas, que no ambicione a dar sentido a la existencia, sino permitir a cada ciudadano buscar su verdad sin el pathos de una filosofía de la historia ni el fervor de una visión del mundo.
Ese principio básico de la democracia que niega el derecho del poder público a la determinación de la verdad, contribuye indirectamente a la irrelevancia de las evidencias y la notoriedad de ciertas falsedades. La verdad cede el protagonismo a la libertad y se sustituye por versiones descafeinadas: transparencia, veracidad, tolerancia, …
Hace pocos años Derrida dudaba si aún existe un estatus de la verdad. Por un lado, la rentabilidad inmediata de ciertas falsedades y mentiras nos hace cuestionarnos la utilidad y el poder liberador de la verdad. Por otro, la ciencia y la tecnología permiten vislumbrar escenarios distópicos ante los que Safranski, parafraseando a Tolstoi, se pregunta cuánta verdad necesita el hombre, y todos, resignados a lo inevitable, nos planteamos si la verdad es en todo caso un bien, si no deberían permanecer cerrados ciertos umbrales de deep learning algorítmico o de indagación biotecnológica que podrían llevarnos, más allá de nuestras limitadas reservas morales, a un vacío de posibilidades humanas.
La política de “verdades insípidas”, aunque abre la puerta a la irrelevancia de la verdad, no es su única causa. Son determinantes el relativismo, la inmediatez de la comunicación y la acumulación tecnológica de información/desinformación que produce un doble efecto de banalización y oscurecimiento del magma indeterminado de lo comunicado.
Por paradójico que resulte, el estatus público de la verdad guarda relación directa con la calidad de la democracia. Se observa cuando políticos y personajes públicos mienten sin sufrir consecuencia alguna, e incluso reconocen su recurso pragmático a la mentira para justificar pactos descartados en los programas electorales previos, recomendaciones sanitarias contraproducentes o cualquier decisión controvertida.
Imponer un relato oficial
Lo vemos también en la pretensión de controlar o imponer un relato oficial, sea retirando del debate determinadas hipótesis para articular un credo de obligada asunción general, sea imponiendo leyes ideológicas o de memoria histórica y disfraz democrático, sea sancionando determinados discursos o eliminándolos bajo la coerción de una corrección política que somete los criterios de verdad a la presión de mayorías parlamentarias o sociales.
Los sistemas democráticos son vulnerables. La acción comunicativa y política de la ciudadanía depende de los medios de comunicación y puede manipularse con éxito mediante procesos de desinformación dirigidos con mecanismos de inteligencia artificial a sujetos “datificados”.
En uno u otro caso, el desprecio a la verdad degrada la democracia. Como dijo Todorov, “si tocamos el estatus de la verdad, ya no vivimos en una democracia liberal”.
No solo los políticos son responsables. La indiferencia hacia la verdad y lo que es peor, hacia las mentiras, entronca directamente con la pérdida de confianza en los medios y soportes tradicionales de la comunicación y los profundos cambios que la tecnología y la robótica han introducido en nuestras vidas. Las instituciones que posibilitan la justificación racional compartida: familia, escuela, universidades y medios de comunicación han cedido el terreno de la imaginación y la creatividad ante la disrupción tecnológica y los cambios inesperados.
Pero la realidad, las verdades y los argumentos mejores existen al margen de nosotros. Nuestras dificultades para acceder a su completa complejidad no significan que la filosofía y cada uno de nosotros debamos renunciar a la búsqueda de su conocimiento y comprensión. Al contrario, debemos renovarla con nuevos ingredientes para iluminar cómo somos y nuestra compleja relación con la realidad; para explicar los distintos usos de “verdadero” y “falso”, para aclarar nuestro interés por la verdad y nuestro rechazo de lo falso. En definitiva, asumiendo la provisionalidad de nuestras verdades, debemos persistir en la búsqueda de la verdad, preferirla a nuestras pasadas aprehensiones de la verdad, aceptarla venga de donde venga y acomodar nuestra acción al resultado de esta pesquisa. En ello radica la esperanza del progreso humano.