EN ESTE PAÍS

LUIS CAYO PÉREZ BUENO,

presidente del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi)

 

“Lo primordial es la autonomía personal, la posibilidad de ser y hacer la mayor cantidad posible de cosas por uno mismo"

El cuidado como factor de civilización

Afirma la paleontología que el inicio de la civilización humana (si es que existe tal cosa) puede datarse en aquel momento preciso en que alguien lesionado fue atendido y curado por sus más cercanos, evitando así que la naturaleza inexorable, abandonado a su propia suerte, hubiera terminado con su vida. El socorro de alguna manera mutualizado, la asunción y puesta en práctica de la responsabilidad espontánea del grupo humano respecto de uno de sus individuos amenazado, parece estar en el origen de esa aspiración siempre procrastinada del logro efectivo de una civilización humana digna de tal nombre.

Los cuidados estaban al principio y están ahora, sea cual sea la fase en que el proyecto civilizatorio se halle. Y es deseable que así sea, en una época como la nuestra en que elementos como la prolongación generalizada de la esperanza de vida o el surgimiento sobrevenido de discapacidades en número no menor afloran fragilidades extendidas, ante las que la propia persona y su núcleo más próximo no se bastan, y que precisan pues de la atención y de la respuesta organizada de la comunidad.

La provisión de apoyos y cuidados a la población más frágil deviene así una de las cuestiones palpitantes de la vida actual, sobre la que los poderes públicos, la sociedad civil, el mercado y la propia ciudadanía, todos los operadores sociales y económicos, en fin, han de tomar conciencia, pensar, discernir, comprometer y materializar. Qué hagamos (o dejemos de hacer) en lo que atañe a los cuidados, es hoy el mejor indicio del estado (decente o calamitoso) de nuestra civilización.

Sentado lo anterior, a guisa siquiera de presupuesto de partida harto provisional, ¿cómo debería ser en nuestras sociedades contemporáneas un sistema de cuidados? Desde luego no está todo dicho y menos hecho, pero se pueden esbozar algunos rasgos de lo que sería tal entramado. Así lo hemos intentado desde la discapacidad organizada que encarna el CERMI, contribuyendo con nuestras propuestas y sugerencias (de parte sí, pero en extremo interesada) al diseño de un sistema de apoyos y cuidados a la altura de la demanda ahora tan palmariamente desatendida.

En primer término, la mutualización de los cuidados que necesitamos, valga la expresión, ha de concebirse y desplegarse como responsabilidad pública. El asunto es de tal relevancia, ha adquirido tal magnitud y alcance, que solo la comunidad política estructurada (el Estado) puede promoverla y sostenerla, mediante una (casi) nueva arquitectura robusta de protección social. El carácter incuestionablemente público -en cuanto a la regulación y la garantía, al menos- del sistema no obsta, empero, a que otras instancias, privadas, cívicas y económicas, puedan y deban ser cooperadores necesarios de su buen funcionamiento y resultados.

La protección social de los apoyos y los cuidados, además, ha de configurarse como derecho sí, como derecho subjetivo de lo más perfecto; un derecho de las personas y las familias que lleva consigo indefectiblemente el deber inexcusable de los poderes públicos de proveerlo y garantizarlo, en grado suficiente y en tiempo ágil. Son inaceptables las medias tintas, que todo lo emborronan, de que los derechos sociales, como ocurre en nuestra España actual, se ofrecen siempre capitidisminuidos, precarios, limitados y discontinuos, a tal punto que queda disuelto el pretendido derecho si es que alguna vez lo hubo.

Pero incluso lo mejor y más deseable no se puede imponer. Es habitual que, respecto de lo social, en cuanto generosamente se ayuda y asiste, la opinión de la persona en situación de necesidad apenas cuente. La bondad del propósito anula la voluntad de quien recolecta sus efectos. Esto ya no es de recibo. Los deseos, las preferencias, las opiniones de la persona, su autonomía intangible, pese a precisar apoyos externos, han de prevalecer en cualquier trance. El sistema de cuidados ha de obedecer a este designio, a saber, colaborar eficazmente con la persona a realizar su querido y deliberado plan de vida.

Del mismo modo, no todo cuidado sirve. Se debe y se puede hacer acepción de los mismos. Y las personas con discapacidad queremos y exigimos un determinado tipo de apoyos, aquellos que, respetando nuestras preferencias, a la par sean inclusivos, es decir, que nos mantengan en nuestro medio de pertenencia, insertados enteramente en la vida en comunidad, en la corriente general, sin forzarnos a soportar dispositivos separados y segregados, pensados en exclusiva para quienes necesitan cuidados, que consienten y hasta justifican tratos desiguales y mucho menos exigentes.

Siendo los apoyos y los cuidados una aspiración legítima de los individuos y de las familias, y hasta un derecho que la comunidad política ha de satisfacer, lo primordial es la autonomía personal, la posibilidad de ser y hacer la mayor cantidad posible de cosas por uno mismo, proveyendo a nuestro propio cuidado y bienestar y aportando leal y cooperativamente al de los demás. Hemos de autorresponsabilizarnos de nuestro mejor decurso existencial y corresponsabilizarnos del de quienes nos rodean. El autocuidado resulta crucial, tanto como la generación previa y preventiva de entornos vitales amistosos (al tiempo accesibles e inclusivos) que permitan maximizar y prolongar las mayores cotas de autonomía personal. Aquí las tecnologías también vienen en nuestro auxilio, siempre que sean asequibles, en la medida en que potencian las habilidades y minimizan las necesidades.

Si la civilización, al decir de algunos, comenzó por los cuidados, su resultado más feliz es que nos termine deparando en una civilización de los cuidados. Hagámoslo posible.