El coronavirus está suponiendo un auténtico tsunami en materia sanitaria y empresarial. A sus devastadoras consecuencias en términos de decesos y afectados se empieza ahora a vislumbrar un oscuro panorama económico. Al riesgo del rebrote, se une la incertidumbre en que se ha sumido la continuidad de cientos de miles de puestos de trabajo.

Baja cilindrada, gran potencia. Como en toda crisis, los eslabones más débiles de la cadena son siempre los más propensos a romperse. En el caso del mundo corporativo, este colectivo lo encarnan las pymes, que constituyen la amplia mayoría del tejido empresarial en nuestro país, así como los 3,2 millones de autónomos. Las pymes suponen más del 99% del tejido empresarial, el 65% del producto interior bruto y nada menos que tres cuartas partes del empleo total en España. Con esas credenciales, estas empresas modestas en tamaño, pero no en empuje e innovación, constituyen un entramado de pequeños gigantes de no más de 250 empleados y 50 millones de euros de facturación, que están soportando un auténtico calvario en términos de caída de ingresos.

Minimizar el impacto en las pymes. La inseguridad con relación a la duración de la crisis, unida a la efectividad de las medidas tomadas para tratar de paliarla, está generando un mayor grado de incertidumbre que debe ser atenuado, ahora más que nunca, con la puesta en marcha de un adecuado plan de contingencia. Lo que se pretende conseguir es compensar la inevitable falta de control en una situación como la actual, minimizar el impacto en la cuenta de resultados en el medio y largo plazo y, de esta manera, mitigar los aspectos negativos que toda crisis lleva aparejada.

Plan de contingencia. La fiabilidad de un plan de contingencia se basa en la realización previa de un exhaustivo y riguroso análisis de riesgos. Para ello, indagar en una serie de cuestiones, como los objetivos a alcanzar, la afectación en el negocio, actual y futura, o en cómo está impactando esta situación a clientes y proveedores, debe constituir el punto de partida para trazar una oportuna hoja de ruta. El siguiente paso sería establecer las premisas que ayuden a amortiguar los efectos nocivos de la situación, al sincronizar la cadencia en la toma de decisiones para acompasarla con la rapidez en que toda crisis se propaga e incluso muta. Cuatro puntos se antojan básicos en este sentido: realizar una radiografía que nos aporte una imagen real de la situación de nuestra empresa, interpretar con la cabeza fría esa información de manera adecuada, establecer un plan de acción y evaluarlo de forma periódica para proceder a su adecuada actualización.

Mejor si estaba previsto. La prueba del nueve para comprobar que el plan de contingencia camina por el sendero adecuado se lleva a cabo cuando este es capaz de aportar información sobre aspectos como la rentabilidad de las líneas de negocio, la tesorería, la proyección de cierre de año, la cartera de clientes, el estudio de mercado y la asignación de objetivos y tareas por empleado. Además, debe comportarse de manera coherente bajo diferentes escenarios de estrés, de más a menos pesimista, y de simulaciones, siempre realistas, enmarcadas durante y después de la crisis. No en vano, con el plan de contingencia las pymes consiguen compensar la pérdida de control que toda crisis lleva aparejada. Para ello es fundamental mantener las emociones fuera de la ecuación de la toma de decisiones. En caso contrario, es sumamente complicado comprobar la idoneidad de estas y, sobre todo, actuar de forma rápida en las desviaciones que se produzcan.

Por consiguiente, la obtención de información veraz, su impávido análisis y el permanente reajuste para conformar una estrategia a la medida de nuestras necesidades serían la trinidad sobre la que fundamentar un efectivo plan de contingencia para aprovechar también las oportunidades que toda crisis conlleva.

Por Fernando Geijo