CONSUMO

XIOMARA CANTERA,

periodista ambiental

"El ser humano nunca se ha tenido que enfrentar a un cambio ambiental como el que está generando nuestra actividad"

No es una cuestión de ideología

Hace tiempo tuve la suerte de asistir a una charla que dio el astronauta de la Agencia Espacial Europea (ESA), Paolo Nespoli. Reflexionando sobre sus viajes al espacio, contaba emocionado lo hermosa que era La Tierra y también como “cuando uno la ve desde fuera se da cuenta de que todos vamos en el mismo barco, un barco que es como un pequeño cascarón de nuez en medio del océano”.

A lo largo de su historia de 4.000 millones de años, La Tierra ha sufrido cambios climáticos que se han prolongado durante millones de años y que han provocado fluctuaciones de temperatura de mucho más de 2ºC. Además, hasta la fecha, se han documentado cinco extinciones masivas de especies. La más devastadora y rápida se produjo hace 250 millones de años. Provocada por el impacto de un meteorito de una intensa actividad volcánica, en solo un millón de años se extinguieron el 90% de los seres vivos. Más adelante, hace unos 65 millones de años, otro meteorito hizo desaparecer al 75% de los seres vivos, entre ellos los dinosaurios. Una extinción que favoreció el desarrollo de los mamíferos. Ahora bien, es importante poner estos datos en contexto y recordar que los primeros homínidos que caminaron erguidos lo hicieron hace alrededor de 3,5 millones de años, 61,5 millones de años después de la última gran extinción documentada. Los restos más antiguos atribuidos a Homo sapiens están datados hace unos 200.000 años y la revolución industrial comenzó hace 250, es decir, el ser humano nunca se ha tenido que enfrentar a un cambio ambiental como el que está generando nuestra actividad.

Cuando hablamos de crisis global estamos hablando, entre otros factores, de cambio climático y extinción de especies. El cambio climático viene provocado por la acumulación de gases como el CO2 o el metano. El CO2 es un gas necesario para la vida, de hecho, la mayor parte del que se emite a la atmósfera (unas 800 gigatoneladas) proviene de la respiración de los seres vivos más los incendios, volcanes y otras fuentes naturales de CO2. Esa parte es fijada en los ecosistemas por los organismos que lo transforman en materia orgánica a través de la fotosíntesis. Sin embargo, la quema de combustibles fósiles produce unas 40 gigatoneladas extra de emisiones que quedan almacenadas en la atmósfera desajustando, entre otros, el sistema climático. La velocidad a la que este cambio se está produciendo no deja margen para la adaptación de las especies que, en lugar de evolucionar a nuevas formas de vida, se extinguen a un ritmo pavoroso y está provocando cambios ambientales cuyo efecto más visible son los eventos extremos: sequías, inundaciones, huracanes, descenso en la producción agrícola, picos de temperatura que ponen al límite la supervivencia…

Hay quienes asumen que desde la ciencia y la tecnología encontrarán soluciones; la misma ciencia a la que se niegan a escuchar los gobiernos y las grandes corporaciones.

Ojalá sea así, pero me temo que, aunque contáramos con una tecnología que nos permitiera reducir a niveles preindustriales las concentraciones de CO2, seguiríamos necesitando una naturaleza que funcione, que continúe proveyéndonos de servicios tan vitales como aire, agua o alimentos… La relación extractiva que tenemos con la naturaleza dificulta cada día más que los ecosistemas sigan funcionando y pone en peligro la forma de vida que nos ha permitido desarrollar las sociedades extremadamente complejas en las que vivimos.

El sentido común debería llevarnos a trabajar conjuntamente para buscar la manera de salir de este embrollo, pero en su lugar llevamos décadas en una constante huida hacia delante generando sociedades cada vez más consumistas y polarizadas en las que, además de casi despreciar el conocimiento, se simplifican los discursos hasta el absurdo y se apela continuamente a la emoción en la toma de decisiones en las que lo visceral es contraproducente. En ese proceso la preocupación por el medioambiente se ha enmarcado como una ideología de izquierdas y se tilda a quien avisa de la situación de ser alarmista, pasando por alto que la crisis ambiental está ocurriendo ahora y sus efectos no dependen de nuestro estatus social o cultural, sino que son globales.

Cuando se exponen las consecuencias catastróficas de la crisis ambiental, la gente se imagina un desastre tipo asteroide que impacta contra la tierra y después hay un fundido al negro, como si de una película se tratara. No nos damos cuenta de que las consecuencias están ocurriendo ya. Que se llegue a 49ºC en Canadá; que se calcinen miles de hectáreas en España, la Amazonía o Australia; que la temperatura en la India llegue a parámetros que provocan que las águilas se desplomen en pleno vuelo o que el número de muertes por golpes de calor se multiplique en Europa, son algunos de los efectos que tiene la explotación ilimitada de los recursos de un planeta con unos límites físicos de sobra conocidos.

Por eso, cuando nos resulte pesado escuchar a quien nos recuerda la necesidad de cambiar un modelo productivo basado en el consumo ilimitado, acordémonos de Paolo Nespoli, cuando, subido en su nave espacial, vio La Tierra en la inmensidad del universo y tuvo claro que todos, los que piensan como nosotros y los que no, vamos en el mismo barco, el único en el que sabemos que podemos vivir, el mismo que navegará por el universo muchos millones de años más. La cuestión en saber si nuestra especie seguirá a bordo.