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CONVENIO EL PRADO-FUNDACIÓN NOTARIADO
Cuando Rogier van der Weyden pintó esta Virgen con el Niño en el siglo XV, planteó con gran maestría una cuestión indisociable a toda la creación artística y que ha hecho reflexionar a innumerables autores desde entonces: el conflicto entre realidad e imagen.
La Madonna Durán
JOSÉ JUAN PÉREZ PRECIADO,
Área de Conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte
DESDE EL ESTUDIADO lugar que ocupa en las salas del Prado, en el punto en el que converge la perspectiva creada por una sucesión de puertas, la Madonna Durán atrae inevitablemente la mirada tanto de visitantes neófitos como de observadores expertos. Sin embargo, al situarnos ante ella, unos y otros dudamos sobre qué estamos contemplando exactamente.
La realidad inmediata nos muestra una tabla de madera de roble pintada en el siglo XV por Rogier van der Weyden al óleo, una técnica impactante en ese momento por su novedad. Pero lo que la tabla representa, que en principio parece evidente, no lo es tanto. Jesús sentado en el regazo de María juega de manera verosímil con un libro, como haría cualquier niño, arrugando sus páginas, inconscientemente. Mientras, su madre, con una leve inclinación de cabeza, se muestra pensativa y contemplativa, conocedora del sombrío futuro que le espera al Niño. Como se nos muestra a los ojos, la Madonna Durán es la representación de una escena humana, es la narración de un momento real.
Escena simbólica. Pero como se nos muestra al intelecto es, además, la representación de una escena simbólica de gran trascendencia religiosa. María y el Niño no están solos. Sobre ellos un ángel porta una corona que se dispone a colocar sobre la cabeza de la Virgen. Con ese gesto se pretende llamar la atención sobre su condición de Reina del Cielo, combinando en la misma obra el naturalismo y la veracidad de la relación entre madre e hijo con la supranaturalidad del dogma religioso. Ambas cuestiones plasmadas en una única imagen. Se apela con ello a las emociones y al intelecto, al pathos y al ethos, siempre desde el punto de vista de la devoción cristiana, propia de la época tardomedieval en la que fue creada la pintura.
Sin embargo, para un espectador inquisitivo que continúe mirando con más detenimiento, estas evidencias son insuficientes para desentrañar el sentido de la obra. Sigue sin estar del todo claro qué es exactamente lo que estamos contemplando. Siendo, como es, la representación de una escena viva y real, que parece que realmente está sucediendo, ¿dónde tiene lugar?, ¿cuál es el escenario en el que se desarrolla? Madre e Hijo están sentados en lo que presumimos un banco o sillar, situado en una hornacina de piedra con un saliente arquitectónico semicircular, lo que de nuevo hace dudar al espectador. No es una escena doméstica pese a la espontaneidad de los gestos; no es la escena de María y su Hijo en la cotidianeidad de su casa. Lo que pinta van der Weyden es una escultura policromada en un nicho; es la representación de una imagen sagrada, tal y como la veríamos en una iglesia. De hecho, hay sobre las figuras un arco gótico de tracería que simula de nuevo un escenario arquitectónico y que refuerza la idea de que no estamos contemplando un acontecimiento sino una imagen que en principio debería ser estática. Y sin embargo, nos enfrentamos a una nueva paradoja cuando observamos el movimiento del ángel y su situación bajo la tracería, sobrevolando la estatua para coronarla.
El juego visual planteado por Rogier van der Weyden, su dominio de los volúmenes y la perspectiva, la parado-ja entre imagen real e imagen religiosa, o entre creación pictórica y creación escultórica, hacen que esta pintura sea algo más que una típica Virgen con el Niño medieval. El pintor reflexiona en ella sobre la creación artística y su poder, tal y como harán más tarde los artistas del Renacimiento.