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CARMELO ENCINAS,

periodista. Asesor editorial de 20 minutos

"Desde Madrid y echándole un montón de horas se podía llegar a Santander en un día; para ir a Galicia o al sur de Andalucía había que hacerlo en dos etapas"

TURISMO VINTAGE

Aquello era emocionante. Un mes antes ya andábamos nerviosos dándole vueltas al viaje del verano, una salida en coche de no más de diez días en que recorríamos alguna zona vistosa de la geografía ibérica. Era un turismo austero, tanto que no recuerdo haber dormido nunca en un hotel con estrellas. Íbamos de pensión en pensión o buscábamos habitaciones de alquiler en domicilios privados, una fórmula muy similar a los actuales apartamentos turísticos que, a falta de internet, se publicitaban entonces por el boca a boca. Lo de los restaurantes de mantel también nos estaba vetado, nuestras posibilidades económicas eran limitadas y bastante hacían mis padres con enseñarnos España cuando la inmensa mayoría de los chavales de entonces lo más que viajaban era al pueblo de sus progenitores. Es verdad que cómodo no era; las cuatro plazas de aquel cochecillo comprado a plazos apenas daban para encajar las piernas, pero aguantábamos estoicamente con la nariz pegada a la ventanilla fascinados por el paisaje intentando superar en cada curva nuestra capacidad de asombro. Aquel vehículo no disponía de maletero alguno, viajábamos como los caracoles, despacio y con la casa encima. Una sola maleta para los cuatro que mi madre lograba que pareciera el bolso de Mary Poppins; una mesa plegable, unas sillas de aluminio y un infiernillo de camping gas para cocinar sopas de sobre o calentar alguna cosa. Desde Madrid y echándole un montón de horas se podía llegar a Santander en un día; para ir a Galicia o al sur de Andalucía había que hacerlo en dos etapas. De esa guisa recorrimos, verano tras verano, la piel de toro de forma y manera que al cumplir los quince años era, con diferencia, el chico más viajado de mi clase. En esos años fuimos viendo cómo el turismo en España iba creciendo lenta pero inexorablemente allí donde la hostelería y la infraestructura viaria empezaban a ofertar algún confort al visitante extranjero. Eso ya ocurría en regiones como Cantabria o ciudades como San Sebastián, destinos vacacionales de la aristocracia y la alta burguesía desde finales del siglo XIX. A principios del siglo XX, la irrupción del automóvil y el asfaltado de carreteras contribuyeron a hacer algo más accesibles y, por tanto, atractivos nuevos lugares potencialmente visitables. En 1928 se creó el Patronato Nacional de Turismo, con la declarada intención de abrirnos al mundo y mostrar nuestro rico patrimonio-artístico y natural, pero la Guerra Civil no ayudó mucho a esa causa, y la España pobre y hambrienta de la postguerra, así como el bloqueo internacional redujeron casi a cero el gancho de nuestro país para los foráneos. Eso empezó a cambiar en los años 60 cuando Manuel Fraga Iribarne llegó al Ministerio de Información y Turismo con la decidida intención de fomentar la actividad turística en distintas zonas de España aprovechando la pujanza de una clase media que el desarrollismo había originado. Se apostó por el turismo exterior a pesar de los temores del franquismo a que costumbres europeas tan aberrantes como el bikini, que dejaba a la vista el excitante ombligo, o el amor libre, contaminaran de amoralidad la “reserva espiritual del continente”. Acuñaron aquel slogan del “Spain is different” para vender las playas del Mediterráneo, la piel morena, el folclore y la gastronomía de un país que, en efecto, era diferente, aunque no siempre para bien. El caso es que funcionó; en un tiempo récord pasamos de agasajar al turista un millón, que casualmente siempre era una señorita físicamente agraciada, a los 20 millones de los años 70. Desde aquel entonces el crecimiento fue exponencial al punto de que, en el 2019, año previo a la pandemia, España recibió casi 83 millones de visitantes convirtiéndose en la tercera potencia turística mundial después de los Estados Unidos y a punto de alcanzar a nuestra vecina Francia. Ningún sector productivo ha ponderado tanto en la economía nacional como este de la hostelería, que aporta al PIB español tres veces más que el de la automoción y superando incluso al de la construcción. El turismo es nuestro petróleo, la mayor fuente de divisas y el que más empleo absorbe; se calcula que por cada millón de euros la actividad hostelera genera casi una veintena de puestos de trabajo. El éxito es de tal naturaleza que en lugares tan emblemáticos como Barcelona o las Islas Baleares se han planteado el imponer limitaciones para impedir que la masificación dificulte la vida de los residentes o que la congestión les haga perder atractivo. La pandemia frenó en seco esta locomotora de nuestro sistema productivo poniendo blanco sobre negro sus debilidades y dependencias. No parece muy lógico que un país que consigue atraer a semejante volumen de visitantes no disponga de una estructura propia que garantice el movimiento de viajeros. Los grandes operadores turísticos son extranjeros y otro tanto ocurre con las compañías aéreas de bajo coste que trasladan más turistas a los aeropuertos españoles. El turismo de sol y playa está sobreexplotado; en cambio en el cultural, gastronómico o de naturaleza queda mucho por hacer y, además, de ser menos estacional, atrae a un tipo de visitante de calidad y en general con mayores recursos. Lo mejor de aquel turismo vintage de mi infancia fue que me inculcó una cultura viajera que alimenté con el paso del tiempo. He recorrido medio mundo y visitado los lugares más bellos y exóticos del planeta. Esa experiencia me permite asegurar que ningún país del mundo entiende mejor la forma de vivir ni reúne tantos y tan diversos atractivos como España. Ya solo nos falta quererla y cuidarla un poco más.