«La neutralidad es imposible con Putin en Moscú», por Casimiro García-Abadillo

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CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO,

director de «El Independiente»

“El Mar Báltico se convierte de facto en un espacio controlado íntegramente por países miembros de la OTAN”

La neutralidad es imposible con Putin en Moscú

Cuando se creó la OTAN (4 de marzo de 1949) apenas si habían pasado cuatro años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La URSS, liderada por Stalin con puño de hierro, había participado junto a los aliados en la derrota de Hitler, pero aquella fue una alianza coyuntural, fruto del auxilio mutuo ante el expansionismo de la Alemania nazi. Ni Roosevelt, ni Churchill (presentes en la Cumbre de Yalta) se fiaron de Stalin.

Fue el entonces primer ministro británico el que acuñó la expresión “telón de acero” para describir la frontera entre los países europeos democráticos y los que quedaron bajó influencia soviética tras la Segunda Guerra Mundial.

La OTAN nació precisamente como una organización de defensa, liderada por Estados Unidos, con la vista puesta en un enemigo común: la URSS, que había demostrado tener una enorme capacidad militar y que, además, pretendía extender el modelo comunista a escala global.

En los años 50 se instaura la llamada Guerra Fría, que ha marcado la política exterior mundial hasta la caída del comunismo.
Aunque Jrushchov hizo un amago de ingreso en la organización (1955), nadie creyó en su sinceridad. Poco después, el sucesor de Stalin creó el Pacto de Varsovia, una versión comunista de la OTAN, que actuó por primera vez para sofocar la revolución en Hungría en 1956.

También intentaron un acercamiento a la OTAN Gorvachov y Yeltsin. E incluso el propio Putin llegó a plantear la adhesión de Rusia en una conversación que mantuvo con Bill Clinton en Moscú en 2000.

A pesar del colapso del comunismo y la desintegración de la URSS, Europa Occidental y Estados Unidos siempre han mirado con recelo a Rusia, un país que cuenta con un poderoso arsenal nuclear y un gobierno con aspiraciones a restaurar el statu quo anterior a la caída del Muro de Berlín.

Al principio, Putin jugó a ser un presidente demócrata y se abrió a acuerdos de reducción de armamento con Estados Unidos. Durante algún tiempo la duda era: si Rusia ya no es el enemigo, ¿para qué necesitamos la OTAN?

La cruda realidad echó por tierra esa visión buenista sobre las intenciones de Putin. La invasión de Crimea en 2014 demostró que el neo imperialismo se había convertido en el eje fundamental para consolidar su poder en el interior.

Precisamente fue en esa fecha cuando Suecia recuperó el servicio militar obligatorio y echó marcha atrás en su idea de desmilitarizar la isla de Gotland, un enclave estratégico en el Mar Báltico situado frente a Polonia y los países bálticos y también frente a la base naval rusa de Kaliningrado.

La invasión rusa de Ucrania (febrero de 2022) ha sido un paso más, este ya definitivo, en la confirmación de que el expansionismo de Putin no es sólo un fin coyuntural, sino que forma parte de su esquema mental. Mientras Putin controle el Kremlin, el peligro de guerra global existirá.

La decisión de Finlandia y Suecia de incorporarse como socios plenos de la Alianza (hasta ahora sólo eran amigos muy cercanos) supone un cambio cualitativo en su estructura y en su capacidad. El Mar Báltico se convierte de facto en un espacio controlado íntegramente por países miembros de la OTAN.

La entrada de Suecia -que abandona casi dos siglos de neutralidad- estaba vetada hasta hace poco por Turquía, que alegaba que en ese país se daba refugio a los militantes del PKK (considerado terrorista por Ankara y por la UE). Ese escollo se salvó en la cumbre de Vilnius (Lituania) y Erdogan ha dado al ingreso sueco luz verde, que tendrá que ser ratificado por la Asamblea Nacional, probablemente a finales del mes de septiembre.

Las lecciones de este fortalecimiento de la Alianza no pueden ser más negativas para Putin. Empezó una guerra contra Ucrania que planificó casi como un paseo militar y sus tropas están empantanadas y sufriendo duros reveses. Quiso debilitar a la OTAN y lo que ha hecho ha sido fortalecerla, porque seguramente Suecia y Finlandia seguirían viviendo plácidamente en la neutralidad si no se hubiese producido la invasión de Ucrania. Y, por último, la cesión de Erdogan supone para Putin la pérdida de un importante aliado, al menos coyuntural, desde el comienzo de la guerra civil en Siria.

El presidente ruso está cada vez más aislado internacionalmente. Incluso China está marcando distancias respecto a una aventura que no puede acabar bien.

Al aislamiento exterior de Putin se suma la debilidad en el interior. El golpe del Grupo Wagner, y la posible complicidad de una parte de la cúpula militar con su caudillo Prigozhin ponen de relieve que el Kremlin ya no es una roca en torno a su jefe (posiblemente asesinado por su protector).

Ahora falta saber qué hará la OTAN sobre la petición de Zelenski de integrar como socio a Ucrania. El secretario general, Jens Stoltenberg, ha dicho que es pronto para tomar esa decisión, que Putin ha dibujado como una línea roja que abriría la perspectiva a un conflicto nuclear.

Lógicamente, si Ucrania entra ahora en la OTAN, podría apelar a su artículo 5, que establece que cualquier ataque a uno de sus socios se interpreta como un ataque al conjunto de sus miembros. Por tanto, el ingreso de Ucrania ahora supone una declaración de guerra de todos los países de la OTAN a Rusia.

Probablemente, ese paso sería imprudente. Pero la OTAN debe seguir apoyando a Zelenski con recursos e inteligencia, ya que una derrota de Ucrania sería un paso atrás de enormes consecuencias que daría a Putin un balón de oxígeno para seguir ejerciendo el papel de matón incontrolado que ahora desempeña.

El nuevo sistema fiscal internacional

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El nuevo sistema fiscal internacional

Pagar impuestos en el país donde se desarrolla la actividad empresarial parece algo obvio, aunque la realidad no siempre es así. En una economía global cada vez más digitalizada, muchas multinacionales, principalmente tecnológicas, llevan años aprovechando la ausencia de una política fiscal internacional armonizada para evitar pagar impuestos en países en los que operan y ofrecen sus servicios. En su lugar, tributan en Estados que les ofrecen pagar menos impuestos o incluso ninguno.

MARTA RUIZ-CASTILLO

@MartaRuizCas

Esta práctica se conoce como «erosión de bases imponibles y traslado de beneficios» o BEPS, por sus siglas en inglés. Ponerle fin es lo que pretende el acuerdo alcanzado por los ministros de Economía y Finanzas del G7, los siete países más industrializados del mundo (Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Canadá y Japón), reunidos en Londres el 5 de junio. «Es una satisfacción para mí anunciar que hoy hemos alcanzado un histórico acuerdo para reformar el sistema fiscal global de forma que las empresas paguen los impuestos adecuados en los lugares que les corresponden», anunció el ministro británico de Finanzas, Rishi Sunak.

Tipo impositivo. El acuerdo del G7 propone una fiscalidad global más estable y equitativa mediante la reasignación de beneficios de las multinacionales, estableciendo un tipo impositivo mínimo del 15% en el Impuesto de Sociedades para empresas que tengan un margen de beneficios superior al 10% independientemente de dónde tengan su domicilio fiscal.

Este «histórico» anuncio recibió el respaldo de los ministros de Economía y Finanzas y de los gobernadores de los Bancos Centrales del G20 (grupo formado por 19 países desarrollados y emergentes, además de la UE), en una reunión celebrada en Venecia la primera semana de julio.

Se espera que el nuevo sistema fiscal internacional, que lleva años debatiéndose, primero a través del Proyecto BEPS y después en el Marco Inclusivo sobre BEPS, promovido por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el G20, ponga fin a una «elusión fiscal» legal pero muy perjudicial para las economías de muchos países, entre ellos España, protagonizada por multinacionales que, como denuncia la OCDE, «llevan años trasladando sus beneficios de forma artificiosa a países con escasa o nula tributación, sobre todo, a partir de la digitalización de la economía».

Una práctica, añade la OCDE, que tiene efectos perjudiciales para todos: gobiernos, ciudadanos y empresas. Para los gobiernos porque «dejan de recaudar los fondos que tanto necesitan. Las estimaciones más conservadoras sitúan la pérdida recaudatoria entre el 4% y el 10% de los ingresos fiscales procedentes del Impuesto de Sociedades». Es decir, entre 100.000 y 240.000 millones de dólares al año, que podrían destinarse a gastos sociales como educación, sanidad o pensiones.

A los ciudadanos, esta situación les perjudica porque, al final, son los que asumen el coste de estas prácticas mediante el aumento de los impuestos por servicios que, en otras circunstancias, se financiarían con los ingresos procedentes del Impuesto de Sociedades.

En cuanto a las empresas nacionales, su margen de beneficios es considerablemente inferior al competir con multinacionales que pueden reducir la presión fiscal trasladando sus beneficios a países más ventajosos fiscalmente.

Apoyos y reticencias. «Se ha dado un paso audaz, uno que pocos creían posible hace tan solo unos meses», manifestó Paolo Gentiloni, comisario europeo de Economía. «Se trata de una victoria de la equidad fiscal, la justicia social y el sistema multilateral», añadió tras conocerse el acuerdo del G7 refrendado por el G20.

La cuestión es si todos los miembros de la Unión Europea llegarán a un consenso sobre este acuerdo crucial, dado que socios como Irlanda, considerado por algunos países como un «paraíso fiscal», ya han expresado sus recelos. «Estamos comprometidos a negociar para ver si podemos entrar en el acuerdo en algún momento, pero yo sigo defendiendo el 12,5% (del Impuesto de Sociedades)», declaró el ministro de Economía, Paschal Donohoe, en una comparecencia pública en julio, en la que recordó que ésta «ha sido una característica clave de nuestra política económica desde hace décadas» y, por consiguiente, «lo que está sobre la mesa en este momento es un acuerdo del que Irlanda no puede formar parte».

Para Facebook, una de las principales multinacionales afectadas cuando entre en vigor el acuerdo, éste supone «un primer paso importante hacia la certeza para las empresas y el fortalecimiento de la confianza pública en el sistema fiscal mundial», manifestó el vicepresidente de Asuntos Globales, Nick Clegg, a través de su cuenta de Twitter. «Nuestra compañía ha pedido durante mucho tiempo la reforma de las normas fiscales globales y damos la bienvenida al importante progreso logrado en el G7». «Queremos que el proceso de reforma fiscal internacional tenga éxito y reconocemos que esto podría significar que Facebook pague más impuestos y en diferentes lugares», añadió.

Sin embargo, para organizaciones como Oxfam Intermón, organización internacional que trabaja para acabar con las desigualdades sociales y económicas, “no hay que llevarse a engaño». Este acuerdo «no supondrá el final de la competencia fiscal desleal ni de los paraísos fiscales», asegura el responsable de fiscalidad, Íñigo Macías, en la web de la entidad. «El tipo mínimo del 15% es muy poco ambicioso, y puede incluso ser el punto de partida para que otros países justifiquen recortar el tipo nominal en el Impuesto de Sociedades, como ya empieza a plantearse en países como Dinamarca y Australia».

Marco Inclusivo. Lo acordado por el G7 es el resultado de los trabajos técnicos del Proyecto BEPS iniciados en 2013 que derivaron en el Marco Inclusivo sobre BEPS en 2020. Los países de la OCDE y del G20, en colaboración con otros organismos y entidades relevantes, han diseñado un plan de acción de 15 puntos que plantea distintas soluciones. En este tiempo han proseguido los trabajos en esa dirección y ha aumentado el número de países participantes. Un total de 135 países y jurisdicciones, que representan más del 90% del PIB mundial, se adhirieron el 1 de julio a la declaración que establece un nuevo marco para una reforma fiscal que permita adaptar el sistema impositivo internacional a las nuevas necesidades y retos que plantea la economía globalizada y digitalizada del siglo XXI, además de darle más estabilidad y seguridad.

“Después de años de trabajo y negociaciones intensos, este histórico paquete garantizará que las grandes multinacionales paguen el porcentaje justo de impuestos que les corresponde en todas partes”, asegura el secretario general de la OCDE, Mathias Cormann.

El trabajo técnico del enfoque del Marco Inclusivo deberá concluir en octubre, así como el plan para su puesta en marcha prevista en 2023.

Impacto económico

«Avanzamos hacia un nuevo sistema fiscal para la era digital global», se felicitó el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a través de su cuenta de Twitter tras hacerse público el acuerdo del G7. Una propuesta, añadió, que «permitirá una mayor contribución de grandes compañías mundiales. El objetivo: una mejor distribución de la riqueza para alcanzar mayores cotas de justicia social».

El Observatorio Fiscal Europeo, en su informe Recaudando el déficit fiscal de las empresas multinacionales: simulaciones para la Unión Europea, estima que la recaudación podría obtenerse por los países miembros de la UE de establecerse un impuesto mínimo sobre los beneficios de las empresas multinacionales.

En el caso concreto de España, con el 15% recuperaría 700 millones de euros en recaudación adicional, una cifra que ascendería a 5.400 millones si el tipo impositivo mínimo fuera del 21%, como propuso Biden, y a 12.400 millones si se fijara en el 25%.

135 países se adhirieron el 1 de julio a la declaración que establece un nuevo marco para una reforma fiscal

OTROS ENFOQUES

-The Conversation: Se plantea si, al final, quienes acabarán pagando el nuevo impuesto global serán los consumidores y los proveedores de bienes y servicios a las multinacionales.

-Gestión: Explica los dos pilares en los que se asienta el acuerdo sobre impuestos a las multinacionales con cifras sobre cómo repercutirá en las empresas afectadas y los beneficios que tendrá para los países, sobre todo, los emergentes.

Business Insider: aborda el caso de Amazon y plantea que podría «escaparse» del nuevo tipo mínimo de sociedades consensuado por el G7.

-BBC: Cinco claves para entender en qué consiste el impuesto mínimo global a las multinacionales y por qué es importante.

¿El fin de la competencia fiscal?

Para Oxfam Intermón, el hecho de que no se haya atendido la propuesta del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, de fijar el tipo mínimo impositivo a las multinacionales en el 21% y se haya acordado un tipo mínimo del 15%, evidencia que la Unión Europea ha optado por alinearse con «sus propios paraísos fiscales». Muchas corporaciones aprovechan los bajos tipos nominales de países como Irlanda (12,5%), Hungría (9%) o Países Bajos (5%) para establecer allí sus sedes europeas.

«La tributación mínima de las multinacionales: ¿un acuerdo histórico?», por Antonio Durán-Sindreu

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ANTONIO DURÁN-SINDREU,
profesor UPF, doctor en Derecho y asesor fiscal
 
 

La tributación mínima de las multinacionales: ¿un acuerdo histórico?

@aduransindreu

Antonio Durán-Sindreu

Justo antes del verano, el G20, previo acuerdo del G7 y de la OCDE, acordó crear un impuesto mínimo global del 15% sobre el beneficio de las multinacionales, acuerdo que se ha calificado como de histórico.

El objetivo del presente artículo no es analizar su contenido, sino hacer algunas reflexiones al respecto.

En este sentido, lo primero que hay que subrayar es que dicho acuerdo representa en cierto modo el fracaso hasta la fecha en la lucha internacional contra la deslocalización de los beneficios, cuyo precedente inmediato es el denominado Plan BEPS.

A lo anterior hay que añadir que la intención de la UE, que no la de la OCDE, nunca ha sido la de luchar realmente contra la elusión o el fraude, sino contra las ayudas de Estado; en particular, contra los acuerdos o medidas fiscales que distorsionan la competencia entre los mismos.

La diferencia es sutil pero importante.

Por otra parte, el acoso y derribo contra los paraísos fiscales tampoco tiene su origen en una iniciativa del G7, G20, OCDE, o de la UE, sino en el atentado terrorista del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas, y que puso en marcha la lucha contra la financiación del terrorismo, entre otros, contra los paraísos fiscales.

No obstante, los principales avances al respecto no se han conseguido tampoco por tal motivo, sino por iniciativas, fruto, entre otras, de denuncias y similares.

Por último, no se puede tampoco ignorar que la terrible pandemia del COVID ha azotado duramente las finanzas públicas incrementando la deuda pública de la mayoría de los países.

En este contexto, la necesidad de mayores ingresos públicos, esto es, de más impuestos, es para los Estados una imperiosa necesidad.

Incrementarlos en cuantía suficiente es posible a través del IRPF, del IVA, o de los Impuestos Especiales, impuestos, no obstante, cuya subida sacudiría, aún más, a la casi exterminada clase media.

Era pues necesario conseguir ingresos por otra vía que no fuera impopular. Y esta no es otra que creando un impuesto global mínimo de sociedades.

Las consecuencias económicas del COVID han sido pues el verdadero acicate para cerrar una larga negociación, o, si se prefiere, para conseguir un acuerdo al que, en otro contexto, dudo que se hubiera llegado.

Pero que no se me entienda mal. El nuevo impuesto no solo es necesario, sino que es un acierto. Y lo es porque las grandes empresas gozan de una tributación mundial efectiva muy baja que pone en jaque el propio principio de progresividad, o, si se prefiere, que pague más quien más tiene. Vaya, que es insostenible en términos de equidad.

En efecto, en el marco de la más estricta legalidad, las grandes empresas, aprovechándose de la globalización, de las lagunas de las diferentes legislaciones, de la baja tributación de muy diversos Estados o países, y de otras muchas circunstancias, están consiguiendo una tributación efectiva en el IS muy inferior a la pretendida en cada uno de sus países de origen y en comparación con las empresas de ámbito nacional y con los tipos efectivos del IRPF.

Era pues necesario recuperar la equidad.

El impulso para conseguirlo ha sido, insisto, y en mi opinión, la necesidad de mayores recursos públicos que permitan reducir la deuda pública de los diferentes países y financiar el mayor gasto público que se necesita para apuntalar los pilares básicos del Estado del Bienestar.

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, el acuerdo es sin duda histórico porque soluciona una de las asignaturas pendientes en cuanto a fiscalidad societaria internacional.

Dudo, sin embargo, que si el drama del COVID no nos hubiese afectado a nivel mundial, el resultado hubiera sido el mismo. Ha sido pues el COVID, y la urgente necesidad de mayores ingresos públicos, el que ha permitido en realidad alcanzar este histórico acuerdo. Sin tales antecedentes, dudo mucho que este artículo se publicara.

Dicho lo anterior, hay que subrayar que no se puede criminalizar el ahorro fiscal lícito, incluida la utilización de países de baja tributación.

El Impuesto sobre Sociedades es un coste para las empresas. Igual que lo es la nómina, la luz, el alquiler, el IBI, y un sinfín de conceptos.

Por su parte, la obligación de todo buen empresario es la de optimizar sus costes con el único límite de la legalidad y, si se nos permite, del necesario comportamiento ético.

Una de las vías de reducir los impuestos, es la de deslocalizar los beneficios hacia territorios de baja o nula tributación, siempre, insistimos, que se trate de una deslocalización que se fundamente en lo que se denominan motivos económicos válidos.

El problema, pues, no es tanto la baja tributación mundial de las grandes empresas, o la citada deslocalización, sino la competencia fiscal internacional por atraer a las diferentes compañías, competencia que, por sus características, se focaliza en las más grandes.

Sin embargo, ese legítimo comportamiento hace chirriar alguno de los principales principios constitucionales en materia tributaria si comparamos su tributación con la de aquellas personas y/o sociedades residentes en un determinado país o Estado sin posibilidad de deslocalización.

En este sentido, se produce un agravio comparativo entre la tributación efectiva de unos y otros contribuyentes.

En este contexto, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, el acuerdo del G20 es sin duda histórico porque cierra una larga negociación restableciendo la equidad fiscal interna e internacional con relación a los beneficios de determinadas empresas, y disuade, de hecho, y, en parte, su deslocalización agresiva.