ALDEA GLOBAL

ENRIQUE FEÁS,
técnico comercial y economista del Estado e investigador principal del Real Instituto Elcano

"La UE debería asegurarse de que su regulación no limite su capacidad de aprovechar la tecnología y de innovar"

Los condicionantes de la cuarta revolución industrial

El crecimiento de un país viene determinado por dos factores esenciales: su población y su productividad. Esta última, a su vez, viene en gran medida explicada por la tecnología, que ha pasado a convertirse en el elemento clave de la cuarta revolución industrial. Si las dos primeras revoluciones industriales expandieron las manufacturas y la tercera –la de las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC)– impulsó los servicios y la fragmentación internacional de la industria, la cuarta revolución –la de la inteligencia artificial y la robótica (IAR)– conllevará la fragmentación internacional de los servicios. Hasta ahora, la tecnología afectaba principalmente a lo que fabricábamos; ahora afectará a todo lo que hacemos. Y, en un marco de envejecimiento generalizado de la población y baja natalidad, determinará el crecimiento, la renta y el bienestar.

Ahora bien, el desarrollo de la inteligencia artificial y la robótica y el liderazgo tecnológico van a estar condicionados a nivel mundial por tres elementos: la velocidad del cambio, la geopolítica y la regulación.

En primer lugar, la revolución de la IAR es distinta a otras revoluciones por su extremada velocidad. Los cambios estructurales tecnológicos previos han sido siempre progresivos, y han necesitado años para trasladarse al ámbito internacional –siglos en el caso de la revolución industrial, décadas en el caso de la revolución de las TIC–, dando tiempo a que los empleos que se volvían obsoletos fueran compensados por nuevas oportunidades laborales. En el caso de la revolución de la IAR, su traslado al terreno internacional está siendo inmediato, así como la obsolescencia de muchas actividades. Aunque sin duda se crearán muchos empleos nuevos, es posible que la destrucción de los antiguos sea mucho más acelerada, y eso genere un rechazo político y social superior al que ha habido en otros momentos de la Historia (generando elementos de populismo anti-tecnológico). En cualquier caso, para lo que habrá que prepararse no es tanto para competir con la IA, como con los profesionales que usan la IA (y por tanto son mucho más productivos).

El segundo condicionante es la geopolítica, que ha invadido la economía. Estados Unidos mantiene desde hace años una carrera con China por la supremacía económica, y ello le lleva a intentar maximizar su distancia tecnológica, tanto con restricciones a la exportación de bienes y servicios vinculados a esta revolución (p. ej., semiconductores de alta gama, tecnologías 5G) como subvencionando de forma masiva la innovación. El acceso a componentes tecnológicos clave estará, por tanto, condicionado a los enfrentamientos entre potencias, con la Unión Europea (UE) en medio.

El tercer condicionante es la regulación, y aquí nos encontramos con conflictos entre tradiciones regulatorias: si en Estados Unidos o en Asia la prioridad está en el resultado del proceso (ex post), en Europa se prioriza su legalidad (ex ante). Aunque la preocupación por los peligros de la IA en aspectos como la privacidad o la seguridad son compartidos por todo Occidente, la evidencia de que la frontera tecnológica vendrá determinada por la potencia de la IA está generando grandes discrepancias sobre cómo afrontar este desafío, asumiendo mayores o menores riesgos en función del avance relativo de otros adversarios geopolíticos. Hasta el momento, la supremacía tecnológica estadounidense parece fuera de toda duda: de las diez mayores empresas mundiales por capitalización bursátil, ocho son tecnológicas, y de ellas siete son estadounidenses (la otra es taiwanesa). Esta superioridad también se aplica a la tecnología que viene: aunque hay muchas startups tecnológicas por todo el mundo, más de la mitad de las que evolucionan hasta alcanzar una valoración superior a los 1.000 millones de euros (conocidas como unicornios) tienen su sede en EE.UU., a distancia de China, Reino Unido y la India (y más aún de Alemania o Francia). La UE debería asegurarse de que su regulación no limite su capacidad de aprovechar la tecnología y de innovar.

En este sentido conviene recordar que la innovación también está vinculada a la escala: las grandes empresas invierten mucho más en I+D que las pequeñas, lo que explicaría por qué en un mercado tan fragmentado como el de la UE el tamaño empresarial y la inversión privada en I+D+i sean mucho menores que en EE.UU. Potenciar un verdadero mercado único resulta pues crucial para favorecer el crecimiento empresarial europeo, mientras en paralelo se dota de recursos a la política de competencia para garantizar un terreno de juego equilibrado.

En resumen, si la UE tiene un problema de productividad e innovación no es porque tenga menos genios que Estados Unidos, o solo porque regule la privacidad de los datos, sino porque tiene muchas menos empresas grandes innovadoras y un capital humano que no aprovecha de forma eficiente la tecnología (como prueba el hecho de que las multinacionales estadounidenses instaladas en la UE también son, en general, más productivas que las europeas).

El cliché de que EE. UU. se dedica a innovar mientras que la UE se dedica a regular tiene una parte de verdad, pero es demasiado simplista: la UE es, simplemente y a demasiados efectos (política fiscal, política industrial, política exterior, mercados financieros, capital humano), un conjunto de países y no un verdadero mercado único.

Solo mediante la integración financiera y fiscal europea y la recuperación de un verdadero espíritu supranacional podremos evitar que la UE se quede atrás, dependa tecnológicamente de otros países con intereses muy distintos y pierda el tren del crecimiento.