ALDEA GLOBAL
JOSÉ RAMÓN PATTERSON
periodista
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“España, que preside este semestre el Consejo de la Unión, aspira a poner de acuerdo a los 27, pero no lo tiene fácil"
Acertar con el modelo adecuado
Cualquier organización que se precie exige a sus miembros que cumplan una serie de requisitos, más o menos severos en función de la implicación que se espera de ellos. Para ser miembro de la OTAN, por ejemplo, los países candidatos deben ser democracias con economías de mercado. A cambio, se comprometen a defender a los demás cuando son atacados. Por eso Ucrania no entrará en la Alianza hasta que acabe la guerra con Rusia, ya que pondría en un aprieto a los 31 socios actuales (32 cuando se incorpore Suecia).
Con la Unión Europea ocurre algo similar: los aspirantes deben reunir un cúmulo de condiciones y asumir obligaciones como son el contenido de los tratados, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, los acuerdos y resoluciones que se adopten, etc. Es lo que en la jerga de Bruselas se llama acervo, plasmado en miles de páginas que deben seguir al dedillo a riesgo de que un inesperado traspié acabe en un correctivo, lo cual es poco habitual porque casi siempre basta la simple amenaza.
Son muchos los requisitos políticos, económicos y administrativos que debe cumplir un país para adherirse a la UE y el proceso es largo. “Es uno de los nuestros y lo queremos dentro”, dijo la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, días después de que las tropas rusas entrasen en Ucrania. Sus palabras, nada realistas, sólo fueron un pronunciamiento retórico para mostrar el apoyo de la Unión, ya que acelerar el proceso para acogerlo degradaría los rígidos criterios de ampliación.
La Unión Europea, o, mejor dicho, los Estados que la integran, deberían aprender de la equivocación que supuso la precipitada incorporación en bloque -en 2004 y 2007- de los países de la Europa Central y Oriental. Algunos, especialmente Hungría y Polonia, han demostrado que no comparten los valores de la Unión y que son un obstáculo permanente para el desarrollo de las políticas comunitarias. El error de la UE fue tratar de aprovechar la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS para reunificar el continente por la vía rápida.
El Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), la biblia fiscal de la UE, es uno de esos compromisos que se adquieren al entrar en ella. Su objetivo es evitar que los países gasten más allá de sus posibilidades, y para ello deben contener el déficit en el 3% del Producto Interior Bruto y la deuda por debajo del 60%. Si lo incumplen durante tres años seguidos son multados con el 0,5% del PIB, algo que nunca ha sucedido porque todo el mundo entiende que es incongruente sacudirle a un indigente los bolsillos cuando están vacíos.
En realidad, el PEC fue una imposición de los opulentos del norte a los menesterosos del sur, esto es, de los llamados frugales o halcones a los más pobres, entre ellos España, a los que consideran unos derrochones. “Uno no puede gastarse todo el dinero en copas y mujeres y luego pedir ayuda”, advirtió el holandés Jeroen Dijsselbloem en 2017, meses antes de perder su trabajo como ministro de Finanzas y, de rebote, la presidencia del Eurogrupo. El caso es que tenía algo de razón, aunque la forma fuese inapropiada.
Lo que quiso decir Dijsselbloem -y expresó mal- es que los países cumplidores estaban un poco hartos de acudir al rescate de los recalcitrantes que malbarataban sus caudales y después acudían llorando a Bruselas. Grecia, sin ir más lejos. Entró en el euro en 2001 exhibiendo unas estadísticas hechas de aquella manera y después de un primer rescate tras las turbulencias de 2009 -que amenazaron con arrastrar a Irlanda, España, Italia y Portugal- seguía prejubilando a locutores de radio, peluqueros y músicos a los cincuenta y cinco años (ellas a los cincuenta) por ejercer “profesiones de riesgo”.
La principal crítica al PEC es que establece unas reglas rígidas cuya única intención es embridar a los débiles, mientras países como Francia, que ha superado el límite del déficit varias veces, se han escapado del ojo vigilante de Bruselas. “Francia es Francia”, aseguró cínicamente el entonces presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker. También hay coincidencia en que, en determinadas circunstancias, el Pacto es un corsé que no ayuda a reconducir la precaria situación económica de un país y, paradójicamente, la agrava.
La pandemia y la guerra de Ucrania han obligado a suspender temporalmente las reglas del PEC. La deuda y el déficit se han disparado y ahora toca retomar la senda del rigor. Todos están abiertos a reformularlas -ya lo estaban antes-, unos, como España y Francia, para hacerlas más flexibles; otros, los frugales virtuosos, con una posición más dura contra el despilfarro. España, que preside este semestre el Consejo de la Unión, aspira a poner de acuerdo a los 27, pero no lo tiene fácil.
La economía europea ya había perdido fuelle antes de la pandemia. Y estaba claro que las reglas no funcionaban: los recortes durante la Gran Recesión complicaron claramente la salida de la crisis. La cuestión es acertar con el punto exacto, de manera que la funesta austeridad no sea el modus operandi del nuevo régimen, pero tampoco se ponga en peligro la sostenibilidad fiscal de los Estados miembros, la Eurozona y la Unión en su conjunto. O sea, unas reglas sencillas y flexibles pero efectivas para lograr unos objetivos de déficit y deuda creíbles.