AL ENCUENTRO
De isla a isla
MENORCA Y LA PALMA
Como hitos del turismo sostenible
Seguro que ha escuchado o leído alguna vez la expresión “turismo sostenible”. Y, a grandes rasgos, seguro que también sabe o se imagina a qué se refiere. Para poner imágenes y sensaciones, nos acercamos a dos lugares de nuestra geografía que son, en estos tiempos de cauta desescalada pandémica, paradigma de ese tipo de turismo por sus bosques, sus playas, su cultura y su gastronomía: la mediterránea Menorca y la atlántica La Palma.
JESÚS ORTÍZ
Fotos cedidas por Fundació Foment del Turisme de Menorca y Visit La Palma
SI SE TRATA DE DEJARSE llevar por atractivos culturales y naturales en zonas donde el visitante no sienta la presión de las aglomeraciones –nada convenientes en tiempos de pandemia y por más que esta esté remitiendo– y donde, a la vez, no haya que echar de menos el rayo de sol y el chapuzón en la playa, vamos de isla a isla y, como en el Juego de la Oca, tiramos porque es sostenible. Del Mediterráneo al Atlántico, más de dos mil kilómetros en línea recta mediante, la balear Menorca y La Palma canaria.
Son Reservas de la Biosfera las dos islas y esto ya dice mucho a su favor. Menorca lo es desde 1993, «por el alto grado de compatibilidad conseguido entre el desarrollo de las actividades económicas, el consumo de recursos y la conservación de su patrimonio y de su paisaje». Para La Palma el camino fue más largo, pero no menos reconfortante. La Unesco, que es quien reconoce la condición Reserva de la Biosfera a los 701 lugares del mundo donde se encuentran estos paraísos, firmó la primera declaración para la isla canaria en 1983, pero solo para algo más de quinientas hectáreas en el entorno del Bosque de los Tilos. El 1998 se amplió el espacio a una sexta parte de la isla y en 2002, definitivamente, toda La Palma se incluyó en el programa MAB (Man and the Biosphere Programme).
En ambos casos, hay algo más que tierra firme en sus espacios reservados. Se protegen también casi dieciséis mil quinientas hectáreas del Océano Atlántico que rodea a la isla canaria y cerca de cuatrocientas cincuenta mil del Mediterráneo de la balear. Asumiendo que los números en bruto son difíciles de imaginar, pensemos en unos veintitrés mil y seiscientos veinticinco mil campos de futbol, respectivamente. Estadios, eso sí, por los que no corren deportistas sino multitud de especies marinas entre las que es habitual ver delfines, cachalotes o calderones.
La Palma es tierra de fuertes contrastes, como no podía ser menos en una isla volcánica que se encuentra en la zona subtropical del hemisferio norte. Basta subir hasta los poco más de dos mil cuatrocientos metros del Roque de los Muchachos y echar un vistazo alrededor para ser consciente de que entre la verde y un tanto salvaje espesura que se intuye en el Bosque de los Tilos y las cumbres peladas de la Caldera de Taburiente o los senderos de la Ruta de los Volcanes, apenas coloreados con algún tajinaste rosa o azul, la diferencia es notable.
Los senderos, bien definidos y señalizados, son los grandes aliados del turismo ecológico de la «Isla Bonita»; los de la Caldera de Taburiente, para comprobar que en ese gran círculo, con unos ocho kilómetros de diámetro, cada día es distinto: tanto si se accede a las cumbres, como si se deja el caminante llevar por el discurrir de los barrancos; los del Bosque de los Tilos, para hacer un viaje en el tiempo y poder palpar, ver, escuchar, oler y sentir lo mismo que, de haber existido la especie humana, habría experimentado hace más de sesenta millones de años, a principios de la Era Cenozoica; o los del Roque de los Muchachos, para dejar que los ojos se bañen de distancia de día y de estrellas de noche.
Menorca puede dar sensación, en un primer golpe de vista, de que es poco variada. Quizás sea porque la actividad agrícola de siglos ha conferido a su superficie un aspecto como de inmensa colcha de retales y abuela, que cubriese y protegiese un preciado tesoro. Pero a nada que el viajero se mueva entre la Tramuntana, la mitad norte, y el Migjorn, la sur, observará que los colores y las formas de esa colcha denotan distintas personalidades y enmarcan diferentes paisajes: tierra de colinas suaves del lado que mira a la Estrella Polar y surcada de barrancos en la zona opuesta; costas suaves donde entre calas y pequeños cabos un enamorado del mar pie a tierra podría pasarse la vida, en la Tramuntana, y acantilados impensables, al sur: rectos muchos de ellos, como si alguien los hubiera plantado ahí para respaldo de playas largas y serenas.
De entre las joyas de la isla, si de naturaleza a raudales hablamos, posiblemente la más característica es el Parque Natural de S’Albufera des Grau. La protagonista del espacio es una laguna de unas setenta hectáreas y en su entorno hay como un muestrario de todo lo que supone Menorca, como humedales, bosques, dunas o islotes, ya en la zona marítima, llenos de vida. Y si durante la visita surge la oportunidad de ver a algún águila pescadora yendo al «mercado», ya ha merecido la pena; y más al amanecer. Porque para atardecer, el de Pont d’en Gil, al otro lado de la isla y cerca de Ciudadela; esculpido, más que labrado, en un brazo de roca que se adentra en el mar. E importante para un ecoturista: a todos los lugares se puede llegar por el Camí de Cavals, un sendero que rodea la isla y que es pura historia.
La historia también forma parte del sentido sostenible que tienen estos dos destinos. Y si nos centramos en esta, imposible no mencionar ese inmenso museo al aire libre menorquín que son los restos de la cultura talayótica. Talayots, navetas, dólmenes e hipogeos, repartidos en una treintena de bien conservados yacimientos, siguen siendo motivo de estudio para datarlos correctamente y definir en qué momentos de las edades de Bronce y de Hierro se construyeron. Un detalle más: «Menorca Talayótica» es, en el momento de escribir estas líneas, candidata a Patrimonio Mundial de la Humanidad. En Mahón, el viajero puede percibir su carácter estratégico para asuntos militares e imaginarse la fundación de la ciudad por parte de un hermano de Aníbal, Magón, los saqueos de Barbarroja o los setenta años de ocupación británica. Ciudadela, más administrativa y aristocrática, como corresponde a la antigua capital isleña, merece el paseo por su casco histórico, sin perder de vista al obelisco que conmemora el asalto de la flota otomana el 9 de julio de 1558.
Los primitivos palmeros eran los benahoritas, cuyo origen pudiera estar en algún antepasado bereber que hubiese salido del continente africano en busca de mejores sitios (¡y vaya si los encontró!). Un punto para empezar a entender a estas gentes, muy belicosas en el decir de los conquistadores continentales, es visitar el Museo Arqueológico Benahoarita, en Los Llanos de Aridane, pero sin dejar de encontrarse con los parques arqueológicos de Belmaco, el Tendal y la Zarza, donde es posible darse una mejor idea de las condiciones de vida de estos pobladores. Todo un tratado de astrología, por ejemplo, los petroglifos de Zarza; y un libro gordo de historia antigua imaginar a la familia de los reyes Juguiro y Garehagua instalada en el caboco (cueva) de Belmaco, donde tampoco faltan los petroglifos. En Santa Cruz de La Palma, la capital de la isla, la brisa suena a América: su puerto era el último europeo en la escala de los primeros viajeros al continente americano y de donde salía hacia allí la caña de azúcar que se producía en la isla. Su Juzgado de Indias (1558, Felipe II), es más, fue el primero de toda España en el que debían registrarse los barcos que comerciaban con las colonias del otro lado del «charco».
Las experiencias marinas, claro, son casi obligatorias cuando el destino vacacional es una isla. Si hemos de empezar por una singularidad, los siete faros de Menorca lo son. El Camí de Cavals antes citado nos puede llevar a casi todos ellos a caballo, claro, en bicicleta o, si el viajero está más entrenado, caminando. Lo bueno que tiene es que no se pierde de vista el mar en todo el recorrido y que permite disfrutar de un crepúsculo en el faro de Cavalleria o comprobar la furia de los elementos –a poco que se dé el día, por supuesto– en el de Favarix. Y podrá comprobar, quien no lo haya experimentado, que detenerse a mirar el mar pegado a un faro es siempre el principio de una historia, porque todos tienen un «algo» que excita la imaginación.
En la isla atlántica es muy común salir a descubrir cetáceos: delfines, cachalotes, calderones, rocuales… se muestran sin demasiados temores y hasta se convierten en animados y juguetones compañeros de singladura. Es más que recomendable, para el turista garante de la sostenibilidad, que la compañía en la que contrate su excursión de avistamiento tenga la certificación «bandera azul», que concede el Gobierno de Canarias. Y eso aportará otra perspectiva cultural: el buen hacer de los pilotos acercándose a los grupos en un ángulo de treinta grados, nunca de frente, en perpendicular o por detrás, navegando a la misma velocidad que el miembro más lento del grupo y dejándoles su espacio vital, indicando a los habitantes marinos que queremos compartir, no invadir.
La gastronomía, el concepto, incluye dos aspectos que enlazan directamente con la idea de sostenibilidad ligada a los lugares que visitamos: el mercado de proximidad y el cultural desde el punto de vista de las costumbres y los hábitos antropológicos. Pero también porque se pueden descubrir sabores y texturas que, a la postre, resultan inolvidables. Podemos hablar, así, del mojo palmero, que es el mojo picón o rojo hecho con pimienta picona palmera. Imprescindible con una carne o unas simples y magníficas papas arrugás. Y, bueno: el gofio, que es el resultado de cocinar harina de distintos cereales. En La Palma hay noticia de que ya los benahoritas lo consumían, procedente de semillas de amagante, en vez de cereales, y de raíces de helechos; hoy, incluso hay un Museo del Gofio en el municipio de Garafia. Pida el viajero un queso de cabra artesanal, para saber lo que es «pelotazo» de sabor, y saboréelo en otro momento asado y con mojo verde. Para los amantes de los vinos, las catas pueden ir desde los blancos, de la singular uva malvasía, hasta los tintos, de negramol y albillo, envejecidos en teas de pino canario.
En Menorca, si de cocina marinera hablamos, imprescindible mencionar la caldereta de langosta. De este crustáceo se pueden localizar dos tipos en la isla: los de roca, de pequeño tamaño, y los de fondo, mayores, pero menos sabrosos. Su pesca está regulada y sometida a inspecciones para proteger la especie. Eso significa que no hay demasiada abundancia de langosta menorquina en los mercados y que el viajero debe recordar un principio si quiere degustar la especialidad gastronómica: si tiene un precio sospechosamente bajo (y al margen de que el guiso esté bueno o no), no será langosta local. Donde será casi imposible toparse con suplantaciones de productos alimentarios es en el terreno de los quesos de vaca, donde la denominación «de Mahón» reina indiscutiblemente. Otro tanto puede decirse de la sobreasada menorquina, más magra que la de otros lugares, y que puede ser fresca o curada, y el cuixot, con su toque anisado. Entre otras muchas posibilidades, dos cosas más: la oliaigua, una sopa muy simple que se hacían los payeses en tiempos de escasez, y el arroz de la tierra, que (debe ser para descolocar al forastero) no se hace con arroz, sino con trigo machacado en el mortero.
Y sí: playas estupendas, tanto bañadas por el Mediterráneo como por el Atlántico, para el dolce far niente, de vez en cuando, tumbados a la sombra y disfrutando de alguna bebida refrescante o para actividades organizadas, que las hay respetuosas con el entorno y la naturaleza, para el solaz de los más pequeños de la familia. Si la apuesta del viajero es por el turismo sostenible, ya sabe: de isla en isla.
INFORMACIÓN
LA PALMA
Visit La Palma
Tel.: 922 423 100
(Cabildo)
[email protected]
www.visitlapalma.es
MENORCA
Fundació Foment del Turisme de Menorca
Tel.: 971 368 678
[email protected]
www.menorca.es