ALDEA GLOBAL

CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO,

director de «El Independente»

 

Conflictos: lo que no se ve no existe

@garcia_abadillo

www.elindependiente.com

¿Qué ocurre en Siria? Una guerra que dura más de diez años, que ha provocado el éxodo de cinco millones de personas; que ha involucrado a países como Turquía, Irán, Estados Unidos, Rusia, o a organizaciones terroristas como el Daesh, Al Qaeda, y que ha provocado más de 100.000 muertos, ahora vive congelada en nuestra memoria.

Bachar Al Asad ganó. Pero su victoria ha fracturado el país, que está dividido en zonas de influencia, sembrado de fronteras internas que ni siquiera figuran en los mapas; con sus principales infraestructuras destrozadas, con el miedo generalizado entre sus ciudadanos, provocado por un régimen que se ha consolidado gracias al terror y a vender externamente su militancia activa contra el estado islámico.

Pero Siria, desde hace meses, ya no ocupa espacio en los informativos de televisión. Ha desaparecido de los grandes diarios. Ha pasado al olvido.

Si eso ha ocurrido con una de las guerras más cruentas del último medio siglo, ¿qué decir de otros conflictos menores en los países africanos? Sólo el contencioso palestino israelí vuelve de vez en cuando al primer plano de la actualidad. Es la excepción que confirma la regla. Y las razones de que persista como argumento informativo son fáciles de entender.

Vivimos en la sociedad de la imagen. Lo que no se ve no existe. Eso es algo que conocen bien los regímenes totalitarios y por esa razón una de las primeras medidas que adoptan es expulsar a los periodistas que, en ocasiones jugándose la vida, tratan de ser los ojos de una sociedad que se resiste a mirar cosas desagradables y que no tienen que ver directamente con su rutina diaria.

A este afán por cubrir con un tupido velo lo que ocurre en sus zonas de influencia por parte de los regímenes que mantiene conflictos duraderos con minorías étnicas o con opositores políticos, se suma la debilidad de los medios de comunicación y la banalización de la información a la que ha contribuido la popularización de las redes sociales e internet.

En otros tiempos, los grandes periódicos tenían corresponsales y enviados especiales que cubrían desde el terreno los conflictos que se situaban en los aledaños del primer mundo. Las crónicas de esos periodistas servían para llamar la atención sobre flagrantes violaciones de derechos humanos, sobre la brutalidad de algunos gobiernos y, en base a ello, aunque siempre lentos y perezosos, los países occidentales levantaban la voz y, a veces, se lograban frenar cruentos genocidios.

Pero la crisis del periodismo ha afectado sobre todo a la cobertura siempre costosa y arriesgada de esas historias que sólo interesan a públicos minoritarios. El hambre se ha juntado con las ganas de comer. Los medios recortan costes y la búsqueda de usuarios (que no lectores) condena a la cobertura de esos conflictos a una muerte lenta.

Es más fácil, más barato y, sobre todo, mucho más rentable, lanzar contenidos sobre las aventuras y desventuras de Rocío Carrasco, por ejemplo, que mandar a un periodista, que necesariamente debe ser cualificado, a una zona alejada y peligrosa para contar qué es lo que está pasando allí.

Sólo algunas organizaciones, como Amnistía Internacional o Médicos Sin Fronteras, encienden de vez en cuando las alarmas sobre lo que está ocurriendo en Somalia, Chad o la frontera de Irak con Turquía donde lucha por su supervivencia la minoría kurda.

Nadie se queja; nadie pone el grito en el cielo. La sociedad de la transparencia, de la exhibición, ha creado un mundo virtual en el que los conflictos son poco más que un entretenimiento, un videojuego. Si no hay imágenes, la noticia no se da o se arrincona. Y si no hay periodistas sobre el terreno es imposible que haya imágenes, a no ser las que los interesados directos las distribuyan a modo de propaganda política.

Así que ahora, en un mundo que se cree más democrático, más participativo gracias a las redes sociales, lo que ocurre es que los regímenes totalitarios tienen las manos mucho más libres que hace cincuenta años para hacer y deshacer a su antojo.

Alguien dirá que el “periodismo ciudadano” puede servir para cubrir el espacio que ya no ocupan los periodistas profesionales. Es un error. En primer lugar, porque el testigo presencial sólo tiene una visión parcial de los hechos. La imagen del estallido de un coche bomba o de un reguero de cadáveres al borde de una carretera nada tienen que ver con la cobertura informativa de un conflicto, para lo que es necesario el contexto y el contraste de la información que sólo puede aportar un periodista. Por otro lado, las imágenes transmitidas de forma anónima o con nombre supuesto son fácilmente manipulables. En los periódicos estamos ya habituados a recibir pequeños vídeos que forman parte de operaciones de propaganda y manipulación.

La tecnología, en lugar de hacer factible un mundo más global en el que los valores de libertad, democracia y respeto a los derechos humanos trascendieran los límites de los países desarrollados, ha facilitado la labor de los que pretenden acallar a la disidencia y ocultar sus aberrantes prácticas. Aunque parezca contradictorio, esa es la verdad.

Algunos gobiernos, algunos líderes de opinión, viven plácidamente en la autocomplacencia, y han perdido no sólo la capacidad de autocrítica, sino la perspectiva del momento histórico que estamos viviendo.

Sólo hay que echar una ojeada a nuestro alrededor y ver el creciente potencial de los países autoritarios, en los que sólo existe la opinión del gobierno, y los opositores están condenados a la cárcel o al exilio.

En lugar de agitar las conciencias y hacer que los ciudadanos aprendan a valorar la libertad y se preocupen porque ese bien preciado se respete en otros lugares, nos estamos acostumbrando a cerrar los ojos y sólo ver lo que nos resulta placentero o nos divierte.