ALDEA GLOBAL
CARLOS SÁNCHEZ,
director adjunto de «El Confidencial»
Serrat, los chips y ‘esas pequeñas cosas…’
Serrat habló en una canción irrepetible de ‘aquellas pequeñas cosas…, que nos dejooó [escurriendo las vocales]…, un tiempo de rosas…”, y es probable que algo tan banal y hasta prosaico como un chip, o un circuito integrado, como se prefiera, nos haga recordar la importancia de los pequeños engranajes; de esas pequeñas cosas -como en la canción del cantautor catalán- que hacen la vida posible. O más bien, permiten cubrir nuestras necesidades en un mundo altamente tecnificado cada vez más difícil de entender. Pero de cuya complejidad depende, precisamente, no solo el buen funcionamiento de la arquitectura económica, sino hasta el orden social.
Un simple teléfono móvil esconde plástico, cuarzo, galio, calcopirita, wolframita (para evitar que el teléfono se caliente) y, por supuesto, coltán, un mineral estratégico que no es más que la integración de la columbita y la tantalita, pero que se ha convertido en esencial, y por el que compiten los fabricantes de teléfonos gracias a sus propiedades (los grandes yacimientos se encuentran en la República del Congo). También compiten los países para tener acceso a las llamadas tierras raras, que son, junto a los datos y el tratamiento de la información, la materia prima del siglo XXI. Y que son esenciales no solo para fabricar móviles, sino también ordenadores, coches híbridos, equipos médicos, en particular pruebas de radiodiagnóstico, o armamento. Un simple coche de “cero emisiones”, ahora tan de moda, requiere alrededor de un kilo de neodimio (con gran capacidad de imantación) para su motor, pero también unos diez kilogramos de otras tierras raras para sus baterías recargables. Y si no lo hubiera, la lucha contra el cambio climático sería más difícil.
Esto significa, ni más ni menos, que cualquier fallo o retraso en la cadena de suministros de un bien esencial pone en riesgo nuestra manera de vivir. Y eso es así porque el planeta se ha hecho cada vez más pequeño. Lógicamente, no es que la tierra haya reducido de tamaño, ya está bastante castigada por el cambio climático, sino porque la integración económica ha alcanzado niveles inimaginables hace apenas dos décadas, cuando China, considerada hoy la fábrica del mundo, como se ha visto durante la pandemia, ingresó en la Organización Mundial de Comercio (OMC).
A eso se le ha llamado el capitalismo del siglo XXI, que basa su progreso en la integración de las cadenas de suministro para favorecer un avance de la productividad. Un simple coche, un utilitario de menos de 15.000 euros, se ensambla con componentes de automoción fabricados en más de una docena de países, lo que refleja el elevado nivel de interdependencia económica que ha alcanzado el planeta. Unos datos lo acreditan. Según la OMC, la participación de los servicios en el comercio mundial ha pasado de apenas un 9% en 1970 a un 20%, y a ello hay que sumar el comercio de mercancías, cuyo valor es todavía mayor. En 2019, antes de la pandemia, alcanzó los 18,9 billones de dólares (alrededor de dieciséis veces el PIB de España), lo que da idea de la integración económica del planeta.
Y detrás de ella, lógicamente, se encuentran aquellos minerales que resultan imprescindibles para la fabricación de componentes electrónicos avanzados, como la citada tantalita que, aunque parezca mentira, es clave para algo tan vulgar como llamar por teléfono o encender el ordenador.
No hace falta pasar por Salamanca para llegar a una conclusión obvia. La integración de los procesos productivos -hoy el acceso a simples contenedores de buques- se ha convertido en algo estratégico y ha hecho a los países más vulnerables. La noticia buena es que gracias a esa integración, que no es lo mismo que el libre comercio, aunque ambos se necesitan, el crecimiento económico del planeta no es solo mayor, salvo episodios como la pandemia, sino que también mejora la eficiencia gracias al comercio mundial, que incentiva la especialización productiva de las naciones. Un factor que ya Adam Smith destacó como un motor de crecimiento.
La noticia mala, por el contrario, es que esa integración genera en ocasiones cuellos de botella que ponen en apuros a las economías, como está sucediendo ahora. Básicamente, por una razón coyuntural que hay que asociar necesariamente a la pandemia. Tras el desplome del PIB mundial en 2020, las economías han resurgido con fuerza, y eso ha provocado indudables desajustes entre oferta y demanda. Aunque no solo eso.
Hay razones estructurales que también lo explican. La pandemia ha resucitado de alguna forma un cierto nacionalismo, no sólo en términos políticos, sino también estrictamente económicos. Las empresas más dependientes de los suministros exteriores no se fían y han optado por acumular stocks para protegerse. Malos tiempos para el ‘just in time’, aquel modelo de producción puesto en circulación por Toyota en los años 80 y que se basaba en el fin de los costosos almacenamientos. La propia Unión Europea ha puesto en marcha un proyecto de autonomía estratégica que no sólo se ocupa de asuntos relacionados con la defensa o la ciberseguridad, sino también con el suministro y fabricación de bienes y servicios de primera necesidad o esenciales en el sistema productivo.
Y es que detrás del comercio mundial, nunca hay que olvidarlo, también existe mucha diplomacia económica. Esto es así porque el progreso tecnológico es desigual, lo que hace a los países menos avanzados muy dependientes del exterior. La fabricación de un simple chip es cada vez más compleja. La OMC ha recordado en algunos de sus estudios que a principios de los 70 un chip de Intel solo podía incorporar 2.300 transistores, que son la clave de la conmutación. Actualmente, un chip de cuatro núcleos de la misma compañía contiene aproximadamente mil millones de transistores, y los chips de gama alta pueden, incluso, duplicar esa cifra. Es evidente que no todos los países están en condiciones de fabricar esa tecnología.
No es que esté en peligro la globalización, sino que emerge una nueva política de alianzas por bloques comerciales, y eso también genera tensiones. La diferencia es que antes se dependía del petróleo (todavía hoy es la reina de las materias primas) y hoy de minúsculos circuitos integrados construidos a partir de minerales impronunciables, pero que son ‘esas pequeñas cosas’ de las que hablaba Serrat.