ALDEA GLOBAL

 
CARLOS SÁNCHEZ,

director adjunto de «El Confidencial»

 

Pandemias: mejor prevenir que curar

@mientrastanto

Cuenta Daniel Defoe en su Diario del año de la peste que en 1665, en medio de una pandemia que asoló a media Europa y mató a más de 100.000 personas sólo en la capital británica, el Lord mayor de La City de Londres publicó varias ordenanzas en las que advertía a los funcionarios de su jurisdicción de la urgencia de “prevenir y evitar el contagio de la enfermedad si así ‘pluguiera’ [placiera] a Dios Todopoderoso”.

La ordenanza incluía a jueces de paz, alcaldes, guardias, enterradores y, en general, a todos aquellos ciudadanos a quienes el alcalde de la ciudad concedió autoridad para que en todas las parroquias pudieran obligar a aislar a toda casa contaminada”. Los inspectores tenían la obligación de cumplir su función durante dos meses, y, en caso de que rehusaran, serían enviados a prisión “hasta que se conformen con lo ordenado por la ley”.

Defoe escribió su diario en marzo de 1722, es decir, hace casi tres siglos y sorprende, al hacer una lectura atenta del texto, las enormes semejanzas que tuvo la gran plaga en el Londres de 1665 -salvando las distancias temporales- con la situación actual. También en aquella ocasión, como ahora, la pandemia llegó por el este. Y también en aquella ocasión, como ahora, el mejor remedio fue la distancia social, aunque entonces nadie conocía el término aerosoles, ya se sabe, esas gotitas que quedan flotando en el aire después de hablar y que sirven para propagar el virus.

Es verdad que hoy, gracias al genial descubrimiento de Edward Jenner a finales del siglo XVIII, hay vacunas que se han puesto en circulación en un tiempo récord, pero la manera más elemental de combatir una pandemia continúa siendo poner tierra de por medio, como obligaban las autoridades del Londres de la época. Hoy como ayer, incluso, la mascarilla es el mejor método profiláctico para proteger de enfermedades que se transmiten por vía oral.

Esto es relevante porque pone de manifiesto que pese a los extraordinarios avances tecnológicos de los dos últimos siglos, una simple tela rectangular que cubre los orificios de la cara, desde luego más perfeccionadas de las que usaban en la Europa del siglo XIV en medio de la peste bubónica con forma de pico de pájaro, ha sido el mejor ‘invento’ durante el año de la pandemia.

Solo hay una diferencia, además de la rápida irrupción de las vacunas, y no es otra que la velocidad de transmisión del virus debido a la globalización, que va mucho más allá que un simple desarme arancelario para estimular el comercio de bienes y servicios, y que hoy se alimenta del flujo de personas o de animales, de plantas o de microorganismos y, por supuesto del saber científico. Si en el pasado cualquier plaga tardaba meses o, incluso, años en alcanzar a la mayoría de la población, hoy, como se ha comprobado con el virus y sus distintas variantes, en pocas semanas todo el planeta se ha contagiado.

Esto quiere decir que lo realmente novedoso en la transmisión de patógenos es su velocidad de transmisión, lo cual obliga repensar una de las características principales de las dos primeras décadas del siglo XXI, que no ha sido otra que la existencia de enormes flujos de personas que han roto las fronteras tradicionales. Se ha estimado que, en 2019, antes de la pandemia, alrededor de 1.000 millones de personas habían realizado un viaje turístico, lo que significa uno de cada siete habitantes del planeta.

No es de extrañar, por eso, que los especialistas en epidemias -no todas acaban en pandemia- miren hacia el futuro y pongan cada vez más atención en lo vulnerables que se han vuelto los países cuando un microorganismo nace en un lugar remoto y las autoridades directamente concernidas no son suficientemente diligentes para dar la señal de alerta. Algunos estudios han estimado que la velocidad media con que se transmitió la peste negra en el siglo XIV no superó los cinco kilómetros por día, pero, por el contrario, el primer caso de SARS registrado en Canadá en 2003 sólo tardó un día en recorrer los 12.542 kilómetros que separan Hong Kong de Toronto.

Esto quiere decir, ni más ni menos, que la prioridad es alcanzar la inmunidad de grupo gracias a las vacunas, pero no solo eso. La capacidad de reacción de los gobiernos ante brotes súbitos, aunque se trate de lugares remotos, se ha convertido en algo más que una necesidad. El problema es cómo hacer compatibles los controles sanitarios con los flujos de personas que hoy pululan por el mundo, incluyendo el tráfico de productos vegetales o de animales con los que se trafica ilegalmente y que pueden a llegar a ser un peligro potencial.

En un mundo en el que hay pocas certezas, una de ellas es que el planeta se enfrenta hoy a un riesgo que no es solo económico, sino, también, de seguridad nacional, algo que explica que incluso en la Estrategia española de seguridad se haya incluido también el control de las epidemias. Es por eso por lo que también hay coincidencia en que es más rentable, aunque sea costoso, invertir en políticas preventivas que en cubrir los daños. Entre otras razones, porque una de las lecciones de la crisis es que el mundo -incluido el espacio en el que se mueven las naciones más poderosas de la tierra- es más vulnerable de lo que se creía antes de que en marzo de 2020 la OMS anunciara pandemia. Conviene recordarlo.