
SALVADOR MACIP,
Médico e investigador, director de los Estudios de Ciencias de la Salud de la Universitat Oberta de Catalunya y catedrático de medicina molecular de la Universidad de Leicester
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“Si pretendemos usar la IA como un suplente del médico, vamos a dañar la calidad del sistema, exagerando aún más la dualidad público/privado”
La medicina y la IA: ¿una historia de amor o de odio?
A finales del 2022, la compañía OpenAI publicaba la primera versión de un chatbot que utilizaba lo que se ha venido a llamar inteligencia artificial generativa, y en dos meses ya tenía cien millones de usuarios. Era el nacimiento del ChatGPT y el inicio de una revolución que llevaba años gestándose. Aunque ChatGPT no era el primer chatbot de la historia (desde finales de los 60 que existen programas que pueden mantener conversaciones más o menos “inteligentes”), ni el primer ejemplo de aplicación que utiliza la inteligencia artificial para producir contenido en principio “nuevo”, sí que inició el boom de la IA accesible a todo el mundo que estamos viviendo.
Igual que pasó originalmente con internet, que antes de explotar solo estaba disponible en el entorno universitario, la Inteligencia Artificial no apareció de golpe con el chatGPT. En entornos profesionales ya se venía usando de varias formas, algunas bastante revolucionarias. Por ejemplo, hace años que existe AlphaFold, un programa que predice la forma de las proteínas. Esto, entre muchas otras cosas, es uno de los primeros pasos para diseñar fármacos, y antes del aterrizaje de AlphaFold requería experimentos largos y complejos. Podemos decir que la IA ya está acelerando el descubrimiento de nuevos tratamientos.
Con la popularización de la IA era cuestión de tiempo que se planteara implementarla también en la atención médica. Existen algoritmos que pueden diagnosticar ciertos cánceres igual o mejor que un oncólogo experto. Y no es descabellado pensar que las habilidades de la IA a la hora de reconocer patrones podrían ser útiles en prácticamente cualquier tipo de diagnóstico. ¿Quiere decir esto que los ordenadores acabaran sustituyendo a los médicos en las consultas? El planteamiento no tendría que ser este.
AlphaFold es de nuevo un buen ejemplo. La primera reacción cuando se publicaron los estudios que demostraban su gran poder fue creer que los biólogos estructurales se habían quedado sin trabajo. La IA hacía lo mismo que ellos, pero más rápido y más barato: los días de la profesión parecían contados. Pero no fue así, ni mucho menos. AphaFold no ha substituido a nadie, sino que se utiliza como lo que es: una herramienta. Se ha incorporado al arsenal de los profesionales, facilitándoles el trabajo y permitiéndoles avanzar con más eficacia.
Así tiene que ser también la incorporación de la IA en el entorno sanitario. Si pretendemos usarla como un suplente del médico, vamos a dañar la calidad del sistema, exagerando aún más la dualidad público/privado, cuando el objetivo sería precisamente el contrario: cerrar el abismo que se abre entre los dos tipos de asistencia, resultado de haber recortado y sobrecargado una seguridad social que era la envidia de muchos países. No podemos aceptar un futuro en el cual los que acudan a la sanidad pública serán atendidos principalmente por máquinas mientras que solo los que paguen un premium tendrán acceso al trato humano.
La medicina del futuro tiene que recuperar su vertiente más humanista, perdida después de años de recortes y presiones que han limitado el tiempo de contacto entre médico y paciente a mínimos insostenibles. Aunque suene paradójico, la IA puede ser la manera de conseguirlo. Un ordenador puede encargarse de la burocracia, por ejemplo, transcribiendo el diálogo con el paciente hasta convertirlo en una historia clínica más detallada y exacta que las actuales: Puede ayudar al diagnóstico, ahorrando consultas adicionales, pruebas innecesarias y búsquedas en bases de datos. Puede, también, corroborar decisiones para reducir errores. Todo esto nos ahorrará un tiempo precioso.
La IA nunca sustituirá al profesional. No puede. Le falta la intuición y la humanidad tan esenciales en la profesión, y que tienen que volver al primer plano del proceso. Los médicos tienen que poder destinar tiempo a hablar con sus pacientes. Mi padre, médico generalista de la vieja escuela, siempre decía que la mayoría de los diagnósticos, y una buena parte del tratamiento, los hacía sentado delante de los enfermos y dejando que se explicaran. Esta imagen es impensable tal como está diseñado el sistema hoy en día, pero quizás la podremos recuperar, por lo menos en parte, si dejamos entrar la IA en las consultas. Eso sí: hay que hacerlo bien para evitar que el resultado sea justo el contrario de lo que buscamos.
La generación X no somos nativos digitales, pero somos los primeros que hemos pasado la mayor parte de nuestra vida rodeados de ordenadores. Estos “inmigrantes digitales”, como se nos llama a veces, estamos acercándonos a la edad de la jubilación, y volveremos a ser, una vez, más pioneros, porque seremos la primera población de ancianos que vivirá una medicina plenamente tecnificada y asistida por la IA. Será inevitable en países como España, donde coincidimos con el baby boom. Se calcula que una cuarta parte de la población tendrá más de 65 años en el 2030. Si no cambiamos el modelo, no podremos hacer frente a las necesidades de salud de tanta gente mayor. Quizás la solución sea un uso racional de la IA en la atención médica.
Aprovechemos pues para diseñar una asistencia a la tercera edad (y, claro está, al resto de la población) más completa y personalizada con la ayuda de la IA, con el objetivo prioritario de poner otra vez en el centro al enfermo, que es la única manera de hacer una medicina de calidad. Que el miedo que le tenemos a la IA se acabe convirtiendo en una historia de amor.