ÁMBITO EUROPEO

CARLOS SÁNCHEZ,
director adjunto de El Confidencial“Todo va tan rápido que Bruselas rectifica normas que ni siquiera habían entrado en vigor, lo que revela cierta improvisación"
El ‘trilema’ que envenena a la Unión Europea
Si rectificar es de sabios, es probable que la Comisión Europea haya acertado. Pero, como suele decirse, en el pecado lleva la penitencia. Bruselas reconoció en febrero en su comunicación oficial que con las nuevas propuestas para simplificar las normas de la UE se pretende “aunar nuestros objetivos climáticos y de competitividad”. Es más, se busca crear las condiciones “para que las empresas de la UE prosperen, atraigan inversiones, alcancen nuestros objetivos compartidos, incluidos los objetivos del Pacto Verde Europeo, y liberen todo nuestro potencial económico”.
La pregunta es obvia: ¿por qué no se conciliaron antes esos objetivos: economía y medio ambiente? También la respuesta es obvia: porque los tiempos, como en la canción de Dylan, están cambiando y tras la pandemia y, sobre todo, la guerra en Ucrania, los gobiernos y la propia Comisión Europea observan cuestiones como el fenómeno del cambio climático de otra forma. Y ahí está el regreso del carbón en algunos países, el creciente debate sobre la prolongación de la vida útil de las centrales nucleares o la suavización de normas fitosanitarias, una demanda histórica de muchos agricultores europeos que están convencidos de no compiten en igualdad de condiciones con el resto del mundo. Lo paradójico está en que todo va tan rápido que Bruselas rectifica normas que ni siquiera habían entrado en vigor, lo que revela cierta improvisación.
El equilibrio entre economía y medio ambiente, como se sabe, es un viejo debate sin resolver. Seguramente, porque no tiene solución. Nuestro propio pensamiento cambia según las circunstancias, y hoy los gobiernos están sometidos a un trilema difícil de resolver: actuar contra el cambio climático, asegurar al mismo tiempo el crecimiento económico y, por último, aunque no menos importante, competir en mercados internacionales con países menos comprometidos con el medio ambiente. Se podría añadir otro dilema. El contexto político ha cambiado tanto que ahora, por primera vez, partidos ya asentados en el espacio político europeo, han visto en las normas medioambientales un argumento propicio para crecer electoralmente, lo que explica que Bruselas actúe mirando con el rabillo del ojo ante el creciente peso de esas formaciones.
La Comisión Europea, sin embargo, como en el viejo adagio de un político conservador español, tiene razón cuando rectifica. Exigir los mismos —o parecidos— requisitos a las empresas pequeñas que a las grandes en materia de sostenibilidad sólo conduce a un deterioro del tejido productivo más vulnerable. Entre otras razones, como reconoce Bruselas, porque son las empresas más grandes las que tienen más probabilidades de tener mayor impacto en las personas y el medio ambiente. Es de perogrullo, pero hasta ahora las normas pasaban por alto esta circunstancia en muchos aspectos.
Es verdad que han sido necesarias movilizaciones en el agro europeo para llegar a esta rectificación y que es una buena noticia. Sólo cabe que la simplificación de normas no sólo afecte al agro europeo, sino que Bruselas sea más ambicioso y lo extienda a otras actividades. Es un hecho que las cargas administrativas, en particular para las pymes, son en muchos casos excesivas. Es posible que debido al pobre funcionamiento de lo que se ha llamado principio de subsidiaridad, es decir, que la toma de decisiones (en este caso la carga burocrática) esté cerca del lugar de residencia del ciudadano o de la empresa afectada. Hoy, mucha información obra en poder de los Estados y carece de sentido una vigilancia tan estrecha por parte de Bruselas.
No hay que olvidar, en todo caso, que con la nueva propuesta de la Comisión no desaparecen los requisitos, sino que lo que ganan las pymes es tiempo para aplicar las normas. El Parlamento Europeo ya ha aprobado la directiva Stop-the-clock (parar el reloj) que demora dos años la obligación de presentar información sobre sostenibilidad para las grandes empresas y pymes cotizadas, y un año la transposición de la directiva sobre diligencia debida. Es decir, la norma que obliga a las empresas a estar vigilantes sobre las violaciones de derechos humanos o los posibles daños medioambientales que se puedan producir en toda la cadena de producción, independientemente del lugar en que se produzcan.
¿Cuál es el riesgo? Ni más ni menos que en el actual contexto geopolítico —EEUU ha vuelto a abandonar el Acuerdo de París tras la llegada de Trump— la Unión Europea olvide o, al menos, diluya los compromisos plasmados en el Pacto Verde europeo, algo más que necesario independientemente de la coyuntura de los gobiernos. Entre otras razones, porque el cambio climático no entiende de fronteras ni de política. Ni, por supuesto, de alianzas entre partidos para evitar erosiones electorales por la derecha.
Sobre el papel, por el momento, se mantienen firmes los objetivos del Pacto Verde hasta alcanzar la neutralidad en las emisiones de carbono en 2050, pero con una nueva filosofía que pone el énfasis en el célebre gato blanco o gato negro.
O expresado de otra forma, a la UE le da igual qué energía se utilice para alcanzar ese objetivo, ya que prima el principio de neutralidad tecnológica. Esto significa que Bruselas traslada a los Estados el debate sobre qué tipo de fuentes energéticas son más compatibles con el medio ambiente. La polémica no ha hecho más que comenzar. Probablemente, porque la sostenibilidad medioambiental, la competitividad de las industrias (no sólo las tradicionales) y la seguridad en el aprovisionamiento energético son hoy los vectores por los que transita el mundo. Y encontrar una solución al trilema es más necesario que nunca.