ÁMBITO EUROPEO

CARLOS SÁNCHEZ,
director adjunto de El Confidencial

“¿Hasta dónde quiere llegar Europa en su propia defensa al margen de la OTAN?"

La incierta autonomía estratégica de Europa

No deja de sorprender que uno de los primeros proyectos de la construcción europea, incluso antes de que se firmara el Tratado de Roma, fuera la creación de lo que un día se llamó Comunidad Europea de Defensa. Corría el año 1952, y la misma Europa que dejaba atrás un continente devastado por la guerra, entendió casi desde el primer día —salvo Francia, que dos años después vetaría el acuerdo— que era necesario levantar una arquitectura propia de seguridad y de defensa, dos conceptos que necesariamente van unidos. Setenta y dos años después, la vieja Europa, ahora con 27 miembros, sigue dándole vueltas a la misma idea. No es ninguna novedad. Europa se ha acostumbrado a pasar por el diván después de cada crisis, y son legión.

Es cierto que la ampliación de la OTAN a nuevos territorios respecto de sus miembros fundacionales ha resuelto muchos de los problemas de defensa y seguridad en el flanco Este, pero hay pocas dudas de que no puede haber autonomía estratégica, el proyecto central de la Comisión Europea, sin una arquitectura propia en aras de lograr una posición común en el tablero geopolítico.

La pregunta, por lo tanto, es obvia: ¿hasta dónde quiere llegar Europa en su propia defensa al margen de la OTAN? Lo que sabemos es que los límites los marca la llamada Política Común de Seguridad y Defensa, pero no deja de ser un desiderátum en la medida que cualquier avance en esa dirección, necesariamente, genera recelos en EE. UU., cuya política exterior no siempre coincide con los intereses europeos. Sin contar con que las decisiones hay que tomarlas por unanimidad. Las sucesivas ampliaciones hacia el Este, de hecho, han metido en un problema a Europa que, quiera o no, debe intentar convivir con un vecino incómodo, como es Rusia. Otra cosa es que Moscú lo desee.

Y es por eso, precisamente, por lo que la aspiración a una cultura de seguridad y defensa propias —articulada en torno a la Política Exterior y de Seguridad Común— no deja de tener algo de voluntarista. Entre otras razones, porque ambas zonas del Atlántico comparten, en lo general, una misma visión que las dos partes quieren proteger ante el avance de las autocracias y el pensamiento iliberal. Eso sí, con un evidente desequilibrio de fuerzas. En estos momentos, Europa dispone de apenas 3.500 militares y 2.000 civiles en operaciones de paz en el mundo; no parece mucho en un contexto de fuertes tensiones en determinadas áreas geográficas. Desde luego, a años luz del imponente despliegue de EE. UU. en el conjunto del planeta.

El caso de Ucrania, donde no ha habido fisuras relevantes en el seno de la OTAN tras más de dos años de guerra, es el más evidente. Tampoco hay divergencias en el otro teatro de operaciones actual, Oriente Medio, donde Europa juega un papel irrelevante. Esto es así porque lo que se ha llamado vínculo transatlántico es, de hecho, la pieza esencial de la política de seguridad y defensa, y así lo seguirá siendo hasta donde alcanza la vista a ver, por lo que habría que hablar más de un reforzamiento de la complementariedad entre EE.UU. y Europa, que del nacimiento de una verdadera autonomía estratégica. Entre otras razones porque una cosa es predicar y otra, como dice el refrán, dar trigo, y Europa, por razones presupuestarias, ahí están sus reglas fiscales, no está en condiciones de crear una arquitectura propia. Ni siquiera ha sabido o podido articular una posición común en el frente Sur, que atañe directamente a países como España, donde el terrorismo yihadista ha expulsado a Francia como el guardián de la región.

Cabe recordar, en este sentido, que fue el Tratado de Maastricht (en 1993) el que decidió avanzar en la integración europea a través de la economía, pero dejando en un segundo plano la defensa y la seguridad. Probablemente, porque, tras la caída del Muro, se pensó que las viejas tensiones de la guerra fría se habrían de disolver para siempre. No fue así y hoy, con décadas de retraso, Europa intenta recuperar el tiempo perdido.

Es verdad que existen compromisos internacionales en el marco de la OTAN o que el Banco Europeo de Inversiones está ya en condiciones de ofrecer vías de financiación, pero en un contexto de envejecimiento hay pocas dudas de que lo prioritario para muchos gobiernos será el sostenimiento del Estado de bienestar, pese a las amenazas procedentes del frente oriental.

También es cierto que Europa, en aras de lograr una cierta autonomía industrial y tecnológica en materia de defensa, ha puesto en marcha un mecanismo que obliga a los Estados miembros a cooperar en la adquisición conjunta en la región de material de guerra (el 50% hasta 2030), pero, igualmente, los intereses de cada país con sus industrias nacionales son demasiado fuertes para pensar que esto pueda materializarse con la dimensión prevista. Y ello pese a que una colaboración más estrecha de las industrias nacionales de defensa generaría beneficios globales gracias al aprovechamiento de las economías de escala y así evitar las duplicidades en una actividad clave desde el punto de vista de la investigación tecnológica o de la ciberseguridad.

No es un asunto menor teniendo en cuenta que, según la Agencia Europea de Defensa, el gasto total de los Estados miembros superó en 2022 los 240.000 millones de euros, incluidos 58.100 millones de inversiones en defensa. Es una cifra mareante, pero probablemente reducida respecto de lo que gasta EE. UU., lo que aboca a Europa a seguir siendo subalterna de Washington. Basta recordar que la Agencia Europea de Defensa, creada hace dos décadas, cuenta con una plantilla de apenas 180 funcionarios. No parece mucho para enfrentarse a un mundo tan convulso.