EN PLENO DEBATE

ANTONIO MARTÍNEZ LAFUENTE,
Abogado del Estado y Doctor en Derecho

“Las posiciones doctrinales más ajustadas entienden que no existe un deber de conocer todas las disposiciones sino sólo la posibilidad de acceder a las mismas”

¿Necesitamos tantas Leyes?

La observación de la realidad nos permite constatar que estamos inmersos en una descomunal presencia de normas jurídicas provenientes de los diversos titulares del poder normativo, entendiendo esta expresión en su más amplio sentido compresiva de leyes, reglamentos y demás manifestaciones de los textos a aplicar. Dos fechas son de destacar como obligado referente de lo expuesto. En efecto, a partir del año 1978, la Constitución de dicho año alumbró como entes territoriales con importantes competencias a las comunidades autónomas, y a partir del año 1986 tenemos como obligado centro de producción normativa a la Unión Europea, antes Comunidad Económica Europea, con sus reglamentos y directivas.

Estos tres puntos de referencia podrían completarse con la Administración Local y con aquellos órganos que, si bien con competencia sectorial, producen normas de directa aplicación.

Lo expuesto recuerda que son muy numerosas las normas que cada año aparecen procedentes de la Unión Europea, del Estado y de las Comunidades Autónomas, y que integran lo que en amplia expresión se denomina Ordenamiento Jurídico de aplicación a todos los ciudadanos afectados por las mismas.

Este punto de partida sólo deriva como inicialmente se ha expuesto de la observación de la realidad, pero veamos sus consecuencias.

La primera de ellas es que hay que conocer el conjunto de disposiciones que han quedado sucintamente reseñadas. ¿Cómo ha se ser ese conocimiento? ¿Existe alguna obligación al respecto?

La respuesta nos viene dada por un conocido precepto que se plasmó en el artículo segundo del Código Civil y, desde la reforma de su Título Preliminar en el año 1974, en su artículo sexto, apartado primero, en el que se dispone que: “La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento”. Este precepto ha dado lugar a varias y enjundiosas interpretaciones sin desconocer a quienes lo consideran algo completamente prescindible.

Ante todo, digamos que en el mencionado precepto se contiene un antiguo postulado normativo que ya estaba en un nuestro Derecho Histórico, y más concretamente en Las Partidas.

Pero en dicho momento histórico: ¿cuántas disposiciones había o si se prefiere a dónde tenía que remitirse el ciudadano para acreditar su conocimiento o su no ignorancia de las leyes? El precepto, pasados los años, se mantiene en su inicial redacción pero la situación que sirve de punto de partida ha cambiado por ser muy numeroso el componente del Ordenamiento Jurídico, que algunos entienden como “inalcanzable”.

Las posiciones doctrinales más ajustadas entienden que no existe un deber de conocer todas las disposiciones sino sólo la posibilidad de acceder a las mismas o dicho, de otra forma, para el Código Civil es sólo la presunción de que el ciudadano conoce o puede efectivamente conocer toda la legislación, como en su momento expuso en un documentado estudio el profesor García Amado, quien añade que la regla de que la ignorancia no excusa el cumplimiento de las leyes se fundamenta en la garantía de validez y eficacia de las normas.

En fin, no sólo se hace preciso conocer las leyes sino también cómo se interpretan, lo que nos lleva a la conclusión, no muy correcta, de que el Ordenamiento Jurídico sólo sería aplicable a los juristas o abogados, que son los que están más próximos a la aparición de nuevas normas y a la divulgación de los criterios de los Tribunales de Justicia sobre las mismas.

El precepto tiene un alcance general y ningún ciudadano puede alegar que desconoce los textos a aplicar si bien con el criterio de presunción y demás precisiones que la doctrina ha aportado sobre el particular.

Ello además nos permite llegar a otra conclusión acuñada por la jurisprudencia, hasta ahora francesa, pero de próxima incorporación a nuestro Sistema Jurídico que es lo que se denomina el “derecho al error”, pues dada la profusión normativa y haberse desplazado al ciudadano su aplicación, es frecuente que este no esté en condiciones de acertar “a la primera” sobre el significado y alcance de la norma.

Este “derecho al error” apareció en una ley del país vecino y se refirió especialmente al ámbito tributario, pues un contribuyente que incumple por primera vez una norma tributaria que le sea aplicable o que haya cometido un error material no podrá ser objeto de una sanción pecuniaria, o consistente en la privación de una prestación debida, si ha regularizado su situación por iniciativa propia o después de haber sido admitido para hacerlo por la Administración dentro del plazo correspondiente.

Qué duda cabe que si el Ordenamiento Jurídico Tributario fuese más sencillo y estuvieran redactados con más claridad los preceptos a aplicar, la conclusión sería otra, pero ha surgido este “derecho al error”, expresión sistemática de cómo están las cosas en la realidad, cuya contrapartida es el “derecho a la buena administración”, este ya positivizado, pero que cabe aquí citar cuando quiere constatarse lo que supone la enorme cantidad de nuevas normas a aplicar.