EN PLENO DEBATE

SALVADOR MACIP,

médico e investigador de la UOC y la Universidad de Leicester

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Actualmente se están probando varias estrategias, desde alargar los telómeros a recuperar las células madre o reducir el daño oxidativo

Se podría decir que envejecer es una consecuencia inevitable de estar vivos. O por lo menos esto es lo que hemos pensado a lo largo de muchos siglos. A pesar de todo, nuestra imaginación siempre se ha negado a aceptar lo que parecía una realidad incontrovertible, como demuestra que, desde el principio de los tiempos, los humanos hemos inventado posibles maneras de engañar a la muerte. Las mitologías están pobladas de historias relacionadas con la búsqueda de la inmortalidad, empezando por la primera narración de la que tenemos constancia, las aventuras del héroe sumerio Gilgamesh, o la milenaria leyenda de la fuente de la eterna juventud. No es raro encontrar en la ficción personajes inmunes al paso del tiempo, desde los longevos patriarcas bíblicos a los elfos de El Señor de los Anillos.

Pero ¿es realmente una fantasía vencer al paso del tiempo? ¿O podría llegar a convertirse en realidad? La ciencia se ha hecho esta pregunta antes incluso de poseer las herramientas adecuadas para responderla. La medicina tradicional china, por ejemplo, tiene un listado de remedios que supuestamente alargan la vida. Y en Occidente, el libro The cure of old age, escrito por el franciscano inglés Roger Bacon en el siglo XIII, o Makrobiotik (1798), de Christoph Hufeland, proponen intervenciones que se supone que tienen un impacto en la longevidad. A pesar de esto, hasta hace relativamente poco, la idea de frenar el envejecimiento no era más que un sueño. Unos avances científicos recientes han cambiado radicalmente el panorama.

Efectivamente, en los últimos veinte años hemos descubierto los mecanismos moleculares que determinan el envejecimiento y, por primera vez en la historia, estemos discutiendo seriamente sobre qué podemos hacer para evitar los efectos negativos del paso del tiempo en el cuerpo humano. Como sucede siempre en medicina, no es hasta que entendemos cuáles son las causas que desencadenan un proceso que adquirimos la capacidad de hacer algo al respecto. Este ha sido también el caso del envejecimiento: hemos conseguido ver que lo que nos hace envejecer son una serie de cambios bioquímicos y celulares perfectamente definibles y cuantificables. Y, por tanto, modulables. Por lo menos en teoría.

En eso estamos ahora. Laboratorios de todo el mundo están estudiando estos factores que creemos que definen el deterioro que vemos en nuestros tejidos con el paso de los años. Y todo este esfuerzo está empezando a dar fruto. Ya hemos conseguido alargar la vida a varios animales de laboratorio, incluidos los monos, nuestros parientes más cercanos, manipulando uno o más de estos factores. La cuestión ahora es si podremos conseguir algo parecido en humanos.

Actualmente se están probando varias estrategias, desde alargar los telómeros a recuperar las células madre o reducir el daño oxidativo. Pero la que parece que tiene más posibilidades de funcionar es eliminar las llamadas células senescentes o viejas. Muchos de los procesos que llevan al envejecimiento acaban generando estas células que, poco a poco, llenan los tejidos, lo que impide que el resto hagan sus tareas habituales. Se cree que es por eso los órganos dejan de funcionar correctamente. Los primeros ensayos clínicos en humanos para “limpiar” los tejidos de las células senescentes con unos compuestos llamados senolíticos ya se están llevando a cabo, principalmente en enfermedades relacionadas con el envejecimiento, y pronto sabremos los resultados.

            Hay expertos que creen que no tardaremos mucho en ver el primer fármaco con efectos antienvejecimiento de verdad (porque, en estos momentos, nada de lo que nos venden con esta etiqueta tiene un efecto real sobre la edad de nuestros tejidos). Eso no quiere decir que la inmortalidad esté a la vuelta de la esquina. El envejecimiento no deja de ser un proceso biológico terriblemente complejo, y domarlo no será sencillo. Lo más probable es que nunca lo consigamos del todo. Pero, eso sí, la posibilidad de reducir el riesgo de enfermedades como el Alzheimer, el cáncer o ciertas diabetes desconectando los mecanismos del envejecimiento, parece estar a nuestro alcance. El siguiente paso, ya a medio plazo, sería mejorar la calidad de vida en los últimos años de existencia, quizás el problema más importante que tenemos en los países desarrollados, cada vez más llenos de gente mayor con problemas crónicos. Y, finalmente, quizás algún día conseguiremos también alargar la esperanza de vida, aunque esto no sea lo más urgente. Como tampoco lo es la inmortalidad, que algunos teorizan que podría ser asequible si seguimos cosechando éxitos en estas líneas de investigación. Pero quizás estén pecando de optimistas.

Todo esto no se puede ver sólo como un avance científico: hay consecuencias socioeconómicas muy importantes que deberán considerarse antes de que los primeros fármacos antienvejecimiento se pongan a la venta. No parece que sea imposible ralentizar el envejecimiento de manera suficientemente significativa como para que, en un futuro no muy lejano, una parte de la población de este planeta pueda vivir más de cien años en buenas condiciones. Esto puede provocar una revolución social importante (¿Podríamos continuar jubilándonos antes de los 70? ¿Quién pagaría las pensiones? ¿Sería el futuro sostenible?) y empeorar aún más las diferencias entre ricos y pobres. Es cierto que el estudio del envejecimiento promete cambios radicales en la manera de tratar y prevenir enfermedades que hasta hace poco parecían ciencia-ficción, pero depende de nosotros que acaben convirtiéndose en una utopía o una distopía.