ÁMBITO EUROPEO

JOSÉ RAMÓN PATTERSON

periodista

 

Una divisa digital al servicio de las personas

@joseramonpatter

José Ramón Patterson

Los pensionistas vascos son, probablemente, los más reivindicativos del país. Desde hace algo más de tres años han salido a la calle innumerables veces para, entre otras cosas, reclamar unas pensiones que les permitan vivir dignamente y denunciar la situación de las residencias geriátricas. A su catálogo de exigencias han añadido en las últimas semanas otra que ha pasado casi inadvertida porque apenas ha tenido eco en los medios de comunicación: que los bancos mejoren su atención, que consideran cada vez más deficiente debido al cierre de oficinas, la reducción de personal en las sucursales y la digitalización de muchos trámites y operaciones.

La pandemia ha agravado la situación y temen que las fusiones bancarias la empeoren todavía más. Nuestros hábitos han cambiado mucho estos meses (teletrabajo, comercio online) y se ha reducido el uso de efectivo, que, no obstante, sigue siendo el medio de pago minorista más habitual, según el Banco de España. Son los mayores de 64 años y los menores de 24 los que más lo emplean, esto es, los colectivos con menores ingresos y, por lo tanto, más vulnerables. En ambos casos prefieren el dinero contante y sonante porque, dicen, controlan mejor el gasto y porque las tarjetas bancarias conllevan costes añadidos que no se pueden permitir.

Y para disponer de efectivo hace falta acudir al banco, de ahí que las protestas de los pensionistas vascos tengan bastante sentido. Lo que no parece probable, sin embargo, es que su descontento logre frenar los planes para que monedas y billetes desaparezcan, aunque más tarde que pronto, en favor de tarjetas u otros medios de pago electrónicos, cuya utilización ha aumentado de forma considerable desde que comenzó la pandemia. Sus ventajas – rapidez, seguridad, facilidad de uso – son cuantiosas, pero su generalización y la consiguiente supresión del efectivo también pueden tener efectos muy negativos si no se hace de forma gradual.

Impulsado en parte por los cambios de comportamiento en la manera de comprar y pagar, pero sobre todo por la aparición de medios de pago privados y el proyectado lanzamiento de divisas digitales por China y Rusia, el Banco Central Europeo planea la introducción del “euro digital”, que para la Unión Europea sería un paso más hacia la ansiada digitalización de su economía; es decir, hacia la modernidad; además, claro, de un importante paso hacia la integración. Aparte de una mayor eficiencia, sus principales virtudes son que evitará la dependencia de otros medios de pago ajenos a la Eurozona y que, como el efectivo, también será dinero “público”, creado y custodiado por el BCE.

Ahora bien: ¿estamos preparados para asumir un cambio tan importante? La respuesta es no, al menos a corto y medio plazo. De hecho, pese a la ambición del proyecto, todo indica que no se llevará a cabo antes de cuatro o cinco años y que muy posiblemente seguirá un camino similar al que transitó el euro antes de que lo utilizasen los ciudadanos. Lo aconsejable, también en este caso, es ir despacio para avanzar de manera firme y sin dar traspiés que puedan malograr su desarrollo, lo que a su vez supondría un notable descrédito para la Unión Europea en un momento en el que lo que menos necesita son más agujeros en su línea de flotación.

Las bondades del “euro digital” son, como digo, incuestionables, pero su introducción tendrá consecuencias para el sistema financiero y la política monetaria, que por ahora son difíciles de pronosticar, e implica también riesgos nada desdeñables. Uno de ellos es la posibilidad de que los casi diez millones de pensionistas que hay en España -buena parte de ellos “analfabetos digitales”- queden al margen, aun cuando el dinero en efectivo siga circulando; otro, la exposición a ciberataques y a apagones de internet, intencionados o no, que podrían bloquear las transacciones.

Hace años, mientras estaba de vacaciones con mi familia en una pequeña isla del Mediterráneo, padecí lo que los técnicos suelen llamar “una caída del sistema”, en este caso la conexión a la red de cajeros de las cajas de ahorros. Sin efectivo en el bolsillo y con apenas un paquete de jamón de york y algo de queso en la nevera del apartamento, durante dos días no pude sacar dinero en ningún sitio. Aún recuerdo la cara de angustia de mi hija, entonces una niña, mientras recorríamos la isla en busca de restaurantes que todavía utilizasen lechugueras sin contacto a internet para cobrar con tarjeta. No encontramos ninguno, así que tuvimos que comer de fiado hasta que se arregló.

Suprimir completamente las monedas y billetes y sustituirlos por el “euro digital” no es, pues, una opción, al menos de momento. Llegará, pero tranquilos, porque el Banco Central Europeo tampoco tiene prisa. Alguien me dijo una vez que la Unión Europea es un como un paquidermo: se mueve con lentitud y aparente torpeza, pero con pasos firmes. Y en el terreno económico todavía más. Sus decisiones tienen muchas implicaciones que afectan de una manera u otra a los ciudadanos, y doy fe de que, aunque en ocasiones no lo parezca, para Bruselas y Fráncfort, donde está la sede del BCE, la prioridad es una economía que sirva para reducir la desigualdad y la pobreza; o sea, al servicio de las personas.

 

 

 

 

 

English version

A digital currency at the service of the people

The pensioners of the Basque Country are probably bigger campaigners than anywhere else in Spain. For the past three years and more they have taken to the streets repeatedly to call for decent living pensions and to protest at the condition of the care homes, among other issues. Over recent weeks they have added to their list of demands another which has gone almost unnoticed, having scarcely been reflected in the media: better service from banks, which they see as increasingly poor because of branch closures, staff cuts and the digitalisation of many procedures and transactions.

The pandemic has aggravated the situation, and they fear that bank mergers will make things worse still. Our habits have changed a great deal over the past months (homeworking, e-commerce), and there has been a drop in the use of cash, which nonetheless remains the most common form of retail payment, according to the Bank of Spain. It is those aged over 64 and under 24 who use cash the most, in other words the groups that have the lowest income, and so are the most vulnerable. In both cases they prefer hard cash as they claim they can keep better control of their expenditure and because bank cards come with added costs they cannot afford.

And to withdraw cash they need to go to the bank, which is what makes the Basque pensioners’ protests so understandable. It seems unlikely, however, that their unhappiness will serve to halt plans for coins and notes to disappear, albeit later rather than sooner, to be replaced with cards and other electronic means of payment, the use of which has increased considerably since the pandemic began. They have many advantages (speed, security, ease of use), but their universal use and the corresponding elimination of cash could have very negative impacts unless it takes place gradually.

Driven in part by behavioural changes in the way we buy and pay, but above all the emergence of private means of payment and China’s and Russia’s plans to launch digital currencies, the European Central Bank is planning to bring in a “digital euro”, which for the European Union would represent a further step towards the sought-after digital transformation of its economy. In other words towards modernity, as well, of course, as a major step towards integration. Aside from greater efficiency, the main virtues of such a system are that it would avoid dependence on other means of payment from outside the Eurozone, and that just like cash, this will also be “public” money, created and safeguarded by the ECB.

However: are we ready to address such a major change? And the answer is no, at least in the short and medium term. In fact, despite the project’s ambition, all the signs are that it will not be implemented for the next four or five years, and will very possibly follow a similar path to the euro, before being used by the general public. It would also be advisable in this case to progress slowly but steadily, avoiding any missteps that could undermine its development, and would furthermore harm the reputation of the European Union at a time when the last thing it needs is another hole along its waterline.

The benefits of the “digital euro” are, as I say, unquestionable, but its introduction will have consequences for the financial system and monetary policy which for the moment are difficult to foresee, and likewise involve far from negligible risks. One of these is the possibility that the almost ten million pensioners in Spain, many of whom are “digital illiterates” would be left by the wayside, even if cash remains in circulation. Another would be exposure to cyberattacks and Internet blackouts, whether deliberate or not, which could block transactions.

A few years ago, while on holiday with my family on a small Mediterranean island, I suffered what technicians typically refer to as a “system outage”, in this case the connection to the savings bank ATM network. With no cash in my pocket and little more than a packet of ham and some cheese in the fridge of the apartment, it was two days before I could get money out anywhere. I can still recall the worried face of my daughter, who was still just a girl, as we roamed the island in search of restaurants that still used the old manual card machines for payments. We couldn’t find any, and so had to eat on tick until the problem was resolved.

The complete elimination of coins and notes, to be replaced with a “digital euro” is not an option, then, at least for the moment. It will come, but no need to worry, as the European Central Bank is itself in no hurry. I once heard someone say that the European Union is like a pachyderm: it is slow and seemingly clumsy in its movements, but treads firmly. And in the field of the economy, even more so. Its decisions have numerous implications that affect the general public in one way or another, and I can vouch that although it might sometimes not seem to be the case, for Brussels and Frankfurt, where the ECB has its headquarters, the priority is an economy that reduces inequality and poverty, in other words, that is at the service of the people.