EN PLENO DEBATE
ANTONIO DURÁN-SINDREU,
profesor UPF, doctor en Derecho y asesor fiscal
La tributación mínima de las multinacionales: ¿un acuerdo histórico?
Justo antes del verano, el G20, previo acuerdo del G7 y de la OCDE, acordó crear un impuesto mínimo global del 15% sobre el beneficio de las multinacionales, acuerdo que se ha calificado como de “histórico”.
El objetivo del presente artículo no es analizar su contenido, sino hacer algunas reflexiones al respecto.
En este sentido, lo primero que hay que subrayar es que dicho acuerdo representa en cierto modo el fracaso hasta la fecha en la lucha internacional contra la deslocalización de los beneficios, cuyo precedente inmediato es el denominado Plan BEPS.
A lo anterior hay que añadir que la intención de la UE, que no la de la OCDE, nunca ha sido la de luchar realmente contra la elusión o el fraude, sino contra las ayudas de Estado; en particular, contra los acuerdos o medidas fiscales que distorsionan la competencia entre los mismos.
La diferencia es sutil pero importante.
Por otra parte, el acoso y derribo contra los paraísos fiscales tampoco tiene su origen en una iniciativa del G7, G20, OCDE, o de la UE, sino en el atentado terrorista del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas, y que puso en marcha la lucha contra la financiación del terrorismo, entre otros, contra los paraísos fiscales.
No obstante, los principales avances al respecto no se han conseguido tampoco por tal motivo, sino por iniciativas, fruto, entre otras, de denuncias y similares.
Por último, no se puede tampoco ignorar que la terrible pandemia del COVID ha azotado duramente las finanzas públicas incrementando la deuda pública de la mayoría de los países.
En este contexto, la necesidad de mayores ingresos públicos, esto es, de más impuestos, es para los Estados una imperiosa necesidad.
Incrementarlos en cuantía suficiente es posible a través del IRPF, del IVA, o de los Impuestos Especiales, impuestos, no obstante, cuya subida sacudiría, aún más, a la casi exterminada clase media.
Era pues necesario conseguir ingresos por otra vía que no fuera “impopular”. Y esta no es otra que creando un impuesto global mínimo de sociedades.
Las consecuencias económicas del COVID han sido pues el verdadero acicate para cerrar una larga negociación, o, si se prefiere, para conseguir un acuerdo al que, en otro contexto, dudo que se hubiera llegado.
Pero que no se me entienda mal. El nuevo impuesto no solo es necesario, sino que es un acierto. Y lo es porque las grandes empresas gozan de una tributación mundial efectiva muy baja que pone en jaque el propio principio de progresividad, o, si se prefiere, que pague más quien más tiene. Vaya, que es insostenible en términos de equidad.
En efecto, en el marco de la más estricta legalidad, las grandes empresas, aprovechándose de la globalización, de las lagunas de las diferentes legislaciones, de la baja tributación de muy diversos Estados o países, y de otras muchas circunstancias, están consiguiendo una tributación efectiva en el IS muy inferior a la pretendida en cada uno de sus países de origen y en comparación con las empresas de ámbito nacional y con los tipos efectivos del IRPF.
Era pues necesario recuperar la equidad.
El impulso para conseguirlo ha sido, insisto, y en mi opinión, la necesidad de mayores recursos públicos que permitan reducir la deuda pública de los diferentes países y financiar el mayor gasto público que se necesita para apuntalar los pilares básicos del Estado del Bienestar.
Aprovechando que el “Pisuerga pasa por Valladolid”, el acuerdo es sin duda histórico porque soluciona una de las asignaturas pendientes en cuanto a fiscalidad societaria internacional.
Dudo, sin embargo, que si el drama del COVID no nos hubiese afectado a nivel mundial, el resultado hubiera sido el mismo. Ha sido pues el COVID, y la urgente necesidad de mayores ingresos públicos, el que ha permitido en realidad alcanzar este histórico acuerdo. Sin tales antecedentes, dudo mucho que este artículo se publicara.
Dicho lo anterior, hay que subrayar que no se puede “criminalizar” el ahorro fiscal lícito, incluida la utilización de países de baja tributación.
El Impuesto sobre Sociedades es un coste para las empresas. Igual que lo es la nómina, la luz, el alquiler, el IBI, y un sinfín de conceptos.
Por su parte, la obligación de todo buen empresario es la de optimizar sus costes con el único límite de la legalidad y, si se nos permite, del necesario comportamiento ético.
Una de las vías de reducir los impuestos, es la de deslocalizar los beneficios hacia territorios de baja o nula tributación, siempre, insistimos, que se trate de una deslocalización que se fundamente en lo que se denominan “motivos económicos válidos”.
El problema, pues, no es tanto la baja tributación mundial de las grandes empresas, o la citada deslocalización, sino la competencia fiscal internacional por atraer a las diferentes compañías, competencia que, por sus características, se focaliza en las más grandes.
Sin embargo, ese legítimo comportamiento hace chirriar alguno de los principales principios constitucionales en materia tributaria si comparamos su tributación con la de aquellas personas y/o sociedades residentes en un determinado país o Estado sin posibilidad de deslocalización.
En este sentido, se produce un agravio comparativo entre la tributación efectiva de unos y otros contribuyentes.
En este contexto, y aprovechando que el “Pisuerga pasa por Valladolid”, el acuerdo del G20 es sin duda histórico porque cierra una larga negociación restableciendo la equidad fiscal interna e internacional con relación a los beneficios de determinadas empresas, y disuade, de hecho, y, en parte, su deslocalización “agresiva”.