EN PLENO DEBATE

Fernando Fernández Méndez de Andés,

Profesor IE University

[email protected]

 

La inflación se va a convertir pronto en el gran argumento electoral en toda Europa, sin duda en España

La inflación cambia el ciclo político

Con periodicidad y voluntarismo encomiable, muchos economistas y políticos dan por muerta la inflación. Es una muerte conveniente, porque permite imaginar un mundo feliz donde desaparece la escasez, la creación de dinero puede ser indefinida, la liquidez abundante y el crédito barato. Puede incluso la política monetaria imaginarse al servicio de la expansión fiscal y de la provisión de nuevos bienes públicos como la descarbonización, pues la financiación del déficit y el servicio de la deuda no son un problema. Un mundo feliz de dinero gratis y gasto público creciente en el que los políticos inventan nuevas necesidades sociales y derechos crecientes, formas creativas y políticamente rentables de disfrutar de esa bonanza monetaria.

Pero de repente despertamos y descubrimos que la inflación ha vuelto; que esta vez tampoco va a ser posible, que lo que parecía un fenómeno transitorio dura ya demasiado y amenaza convertirse en endémico. Y los agentes económicos, consumidores y ahorradores, trabajadores e inversores, cambian su comportamiento y demandan protección; que suban salarios y tipos de interés, que se reduzca el endeudamiento privado y el gasto público. Los políticos tardan normalmente en responder a la nueva situación, porque están cómodamente instalados en la vorágine expansiva. Pero entonces aparecen los bancos centrales y se termina la orgía de gasto. Esa es su función, y su deformación profesional. Solo hay que dejarles trabajar en libertad y garantizar su independencia. Tardarán más o menos, pero acaban arruinándonos la fiesta, afortunadamente antes de que sea demasiado tarde y haya dejado daños irreparables o muy costosos.

Ha vuelto a suceder. Abrió fuego la Reserva Federal americana y el Banco Central Europeo se acaba de apuntar al cambio de ciclo en su reunión de febrero. Tiempo habrá para discutir si demasiado tarde. Por mucha excusa que pueda encontrarse en la pandemia para justificar las interrupciones en la cadena global de suministros y en los precios de la energía, por mucha confianza que se pueda tener en los efectos deflacionistas de la globalización y la transformación digital, por mucha literatura académica sobre la nueva teoría monetaria y el estancamiento estructural, por mucha discusión estadística interesada sobre la medición del IPC, lo cierto es que la inflación está ya en máximos de 20 años, que su esperado descenso se aleja y difumina en el tiempo, que las subidas de precios ya son generalizadas y no se limitan a unos pocos sectores de actividad, y que los salarios empiezan a notar el tirón.

Como es cierto que la inflación es un impuesto silencioso e injusto. Silencioso porque no solo erosiona calladamente la capacidad adquisitiva de rentas y salarios, sino porque alimenta las arcas públicas gracias a la conocida progresividad del sistema tributario. Aumenta así imperceptiblemente la presión fiscal y se hace más difícil la supervivencia y el beneficio empresarial y con ello se pone en cuestión la creación de empleo. Injusto porque recae sobre los más desfavorecidos, aquellos que por desconocimiento o debilidad no pueden protegerse, pensionistas, trabajadores menos cualificados, nuevos entrantes en el mercado de trabajo.

Pero es un impuesto muy atractivo para políticos populistas, porque los ciudadanos tardan en notar sus efectos y los oportunistas pueden así separar en el tiempo beneficios y costes, e intentar que el ciclo político de la inflación no coincida con el económico. Es la maldición de muchos países. Argentina y Turquía son ejemplos recientes. Tengo pocas dudas que esta vez ha vuelto a suceder y de que el contagio ha llegado sutilmente a nuestros lares. Pero han fracasado en su intento. La inflación se va a convertir pronto en el gran argumento electoral en toda Europa, sin duda en España. Por encima de la pandemia y de los fondos europeos. Fíjense bien lo que les digo, tan seguro estoy de que tendremos inflación para mucho tiempo.

Una inflación del 6% es políticamente insostenible en una Europa envejecida, llena de pensionistas y con tasas de paro en mínimos históricos. Y ya está empezando a modificar el debate y la agenda política. No solo en el seno del BCE, donde los viejos halcones han visto crecer los partidarios de poner ya fin a la barra libre de liquidez y tipos cero, hasta conseguir que en su última rueda de prensa la presidenta no haya podido descartar una subida de tipos este mismo año 2022, provocando sin duda una pequeña convulsión en los mercados financieros. Cabe recordar que, en su anterior comparecencia, Lagarde se pasó gran parte de su tiempo corrigiendo la equivocada lectura que hacían los mercados de la situación de los precios y subrayando que no coincidía con la que hacía la autoridad monetaria.

También y sobre todo va a modificar, aunque con los naturales retardos e inercias políticas, el debate fiscal europeo. Con una Europa preocupada por la inflación es mucho más difícil justificar una expansión fiscal sostenida, un fondo de inversión estructural verde o digital o una regla de oro verde para facilitar la transición energética. Y se hace prácticamente imposible justificar la ineficiencia, despilfarro o uso partidista de los fondos europeos. La disciplina fiscal solo puede endurecerse. Mas en un país como España con el más elevado déficit estructural de la Unión antes de la pandemia, que apenas ha hecho esfuerzo alguno por reducir su dependencia del ahorro externo y que está gobernado por una mayoría política sustentada en la expansión fiscal. Bien harían nuestros gobernantes en despertar y percatarse de que empieza un nuevo ciclo económico antes de que sea demasiado tarde. Nuestra credibilidad económico fiscal no está en sus mejores momentos. No la estropeemos aún más con decisiones irresponsables. No sería falta de agilidad por inexperiencia o juventud, sino contumacia en el error por ceguera ideológica voluntaria.