El ‘chip’ nuestro de cada día

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El 'chip' nuestro
de cada día

Sin que nos diéramos cuenta, los circuitos integrados o chips se han ido haciendo presentes en nuestra vida. Quizás algunos pensásemos que solo en ordenadores y teléfonos móviles; craso error si es así: desde una humilde cafetera o un simple neumático, hasta cualquiera de los automóviles del mercado, por no hablar de aviones, instalaciones industriales, edificios…, esa especie de puntitos de silicio nos han invadido cual plaga. O nos han ayudado a mejorar nuestras vidas, que es otra forma de verlo. Pero, de repente, y como consecuencia de la pandemia, el mercado acusa falta de chips sin que nadie hubiese imaginado que algo así podía pasar. Sin capacidad productora y sin existencias, ya hace meses que se habla de la crisis de los semiconductores.

MELCHOR DEL VALLE

@mechiva

Melchor del Valle

Pandemia, aislamiento, sector automovilístico y concentración de la producción son las cuatro «levaduras» que han hecho crecer la «masa» de la crisis. Si a esto añadimos las tensiones geopolíticas entre EE. UU. y China, básicamente, obtenemos la tormenta perfecta. Situémonos un poco: en cifras globales: el fabricante taiwanés Taiwan Semiconductor Manufacturing Company, TSMC, ocupa el primer lugar del mundo por ingresos, un 58,8 % (ranking de la consultora Gartner) y suministra el 80 % de unidades para automóviles (según un informe bain&co). Entrados en el terreno de los suministradores, Intel, Samsung y SK Hynix, los tres más activos, se apuntan el 35 % de las ventas mundiales (Gartner). Nótese que hablamos, por separado, de fabricantes y suministradores, aunque hay algunos que desarrollan ambas funciones. Es decir: un chip diseñado por AMD, marca AMD, por tanto, lo puede fabricar TSMC o la francesa United Monolithic Semiconductors, UMS (7,8 % del mercado). Cifras contundentes como «foto fija» de la concentración.

Aislamiento e imprevisión. Cuando, al poco de empezar 2020, casi todos los gobiernos del mundo, los más sensatos, al menos, aceptaron que el aislamiento era el único sistema para contener las infecciones, los fabricantes de coches entendieron que se avecinaba una caída de las ventas, como así fue, y frenaron la demanda de chips. Por otro lado, los fabricantes de equipos telemáticos –todo lo que significa teletrabajar, teleestudiar o teledivertirse durante los aislamientos– empezaron a pedir circuitos integrados como si no hubiese un mañana para atender los enormes incrementos de una demanda que, en muchos casos, se convirtió en producto de primera necesidad. Añadan, si quieren, los desarrollos de 5G y la atención que requieren los chips más avanzados y especializados.

Pero se empiezan a administrar vacunas, parece que las cosas mejoran y los fabricantes de automóviles ven que su mercado se mueve. «Bien: que manden chips ya, entonces», dijeron. Pero la respuesta fue «no»: los fabricantes están colapsados; se retrasan los suministros a los Apple, los PlayStation, los Nvidia, los HP… que tienen que aplazar o dosificar sus nuevos lanzamientos porque los circuitos no llegan. Y los fabricantes de automóviles, salvo Hyundai, que hizo un cierto acopio de circuitos, se ven en la obligación de paralizar total o parcialmente sus fábricas. Una idea de la situación la da la cifra del incremento de la demanda de chips en 2020: un 10,4 % más que en 2019 (Gartner). Hablamos de cerca de 400 mil millones de euros de facturación. Y tengamos en cuenta también que, a partir de 2014 y hasta 2019, la venta de chips para automóviles creció una media del 6,1 % anual.

Más fábricas de chips. Parece una conclusión lógica: si hay demanda de circuitos integrados, constrúyanse fábricas. Pero no es tan fácil. Los chips, que pueden ser muy sencillitos o ultra avanzados –la gama es enorme–, son en todos los casos componentes que requieren alta especialización de equipos técnicos y humanos. Y tiempo. Poner a punto una instalación supone unos tres o cuatro años de trabajo. De dinero, ni hablamos: calcúlenle a cada fábrica, y no muy grande, unos 10 mil millones de euros para «abrir la puerta»; solo una máquina de litografía (una especie de impresora de chips) significa invertir unos 85 millones de euros. Y añadan que poner un circuito en el mercado, desde que se empieza el proceso y estando la fábrica a pleno rendimiento, requiere unos tres meses.

Citábamos al principio las tensiones geopolíticas. El panorama es complejo, pero podemos dejar aquí un esbozo en forma de objetivos. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, acaba de poner sobre la mesa (julio de 2021) un plan de 52 mil millones de dólares (unos 45 mil millones de euros) para reforzar la fabricación nacional de chips. Thierry Breton, el exministro francés de economía y actual Comisionado del Mercado Interno de la UE, ha planteado la posibilidad de que la UE financie con 800 millones de euros, que provendrían de varios programas de inversión, entre ellos el fondo de recuperación Covid-19, la capacidad para producir chips de «nivel medio», como paso previo a un objetivo más ambicioso de aumentar la participación europea en el mercado global y producir circuitos más avanzados. Y China ha acelerado su plan estratégico Made in China 2025 (iniciado en 2015), poniendo su industria de semiconductores en el centro del plan, que fijó el objetivo de producir 267 mil millones de euros anuales en chips y satisfacer el 80 % de la demanda interna para 2030. Tienen algunas dificultades, porque una de las grandes apuestas estatales chinas, Tsinghua Unigroup, está abocada a ser fraccionada y vendida por problemas de liquidez (julio de 2021), pero siguen convencidos de que los progresos en la tecnología de los chips pueden «conducir a avances en otras áreas de la tecnología, entregando la ventaja a quien tenga los mejores chips».

¿Hasta cuándo? Que haya tantos sectores productivos pendientes de unos elementos casi microscópicos (su tamaño se mide en nanómetros o millonésimas de milímetro) es tremendamente desconcertante hasta para los más avezados analistas. Recuperar lo que podríamos llamar el «ritmo prepandemia» de producción, y conste que estamos hablando solo de suministro de chips, puede que se alargue hasta bien entrado 2022. Pero la siguiente cuestión es si ese «acelerón» por entregar circuitos «de los de antes» a las automovilísticas y las tecnológicas, fundamentalmente, no supondrá un parón en el avance hacia productos con mayores potencialidades, quizás incluso más baratos y ecológicos.

Porque hemos de seguir hablando de chips cerebrales y de los avances que pueden significar en medicina, a mayores de posibles extravagancias como las de Elon Musk o Mark Zuckerberg en este campo (hablan de chips implantados en el cerebro para traducir pensamientos en comandos para los ordenadores). O los chips neuromórficos, al servicio de la inteligencia artificial. Atentos a esto, porque el crecimiento de la informática neuromórfica apunta crecimientos enormes en dos o tres años. Y es probable, esta parece ser la tendencia, que el futuro esté en dejar que sea la inteligencia artificial la que cree los algoritmos necesarios para diseñar nuevos y superavanzados circuitos al servicio de la propia inteligencia artificial y, por ende, de la humanidad. Y no: no es ciencia ficción. Es algo que ya está entre nosotros y que no debería descontrolarse a causa de los intereses del consumo puro y duro.

Pero ¿qué demonios es un chip?

Solemos hablar de semiconductores, circuitos integrados, chips… Incluso de transistores. El semiconductor, normalmente silicio o germanio, es la materia prima, a la que, para empezar a hablar, se “dopa” (rebaja su pureza) en diferentes grados para poderla utilizar. Un transistor se construye a partir de una pieza monolítica de silicio dopado y actúa como un amplificador de corriente o como un interruptor de encendido / apagado, dependiendo de cómo se acciona su puerta o terminal base en el diseño. Un circuito integrado también está hecho de silicio, pero utiliza litografía para modelar un circuito completo en el chip resultante, que contiene hasta miles de millones de transistores individuales.

Es decir: chip es lo mismo que circuito integrado. Lo patentó en 1958 el ingeniero alemán Werner Jacobi para Siemens. Para darse una idea de lo que supone, el procesador Six-Core, Core i7 (Sandy Bridge-E) de Intel –lo tienen hoy muchos de nuestros mejores ordenadores, pero no es, ni de lejos, el más moderno de la industria– contiene 2.270 millones de transistores en una pieza de silicio de tamaño 434 mm². Calculen 30 millones de modernos transistores en la cabeza de un alfiler.

Para «imprimir» o «grabar» los chips se utilizan obleas de silicio de 300 mm o 12 pulgadas, con un grosor de 775 micrómetros y 99,9999999 % de pureza. En el proceso de fabricación, cada una de ellas da lugar a tres tipos de chips: los funcionales, los defectuosos y los no aprovechables. Los defectuosos (que no se imprimen exactamente como se han diseñado) son utilizables para productos menos exigentes. La rentabilidad en la fabricación estriba en la proporción entre unos y otros de los obtenidos en cada oblea.

Concentración de la producción de chips en unos pocos fabricantes, tensiones geopolíticas y pandemia: tormenta perfecta.

Por si las dudas

De la arena al silicio. “La fabricación de un chip”. Historia ilustrada. Intel Corporation (2009).

 

Nueralink (chips cerebrales)Empresa de Elon Musk.

 

 

¿Adivinarías cuánto se tarda en fabricar un chip de computadora? Revista Panorama. Santiago del Estero, Argentina (julio de 2021).

«Serrat, los chips y ‘esas pequeñas cosas…'», por Carlos Sánchez

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CARLOS SÁNCHEZ,

director adjunto de «El Confidencial»

 

Serrat, los chips y ‘esas pequeñas cosas…’

@mientrastanto

Serrat habló en una canción irrepetible de ‘aquellas pequeñas cosas…, que nos dejooó [escurriendo las vocales]…, un tiempo de rosas…”, y es probable que algo tan banal y hasta prosaico como un chip, o un circuito integrado, como se prefiera, nos haga recordar la importancia de los pequeños engranajes; de esas pequeñas cosas -como en la canción del cantautor catalán- que hacen la vida posible. O más bien, permiten cubrir nuestras necesidades en un mundo altamente tecnificado cada vez más difícil de entender. Pero de cuya complejidad depende, precisamente, no solo el buen funcionamiento de la arquitectura económica, sino hasta el orden social.

Un simple teléfono móvil esconde plástico, cuarzo, galio, calcopirita, wolframita (para evitar que el teléfono se caliente) y, por supuesto, coltán, un mineral estratégico que no es más que la integración de la columbita y la tantalita, pero que se ha convertido en esencial, y por el que compiten los fabricantes de teléfonos gracias a sus propiedades (los grandes yacimientos se encuentran en la República del Congo). También compiten los países para tener acceso a las llamadas tierras raras, que son, junto a los datos y el tratamiento de la información, la materia prima del siglo XXI. Y que son esenciales no solo para fabricar móviles, sino también ordenadores, coches híbridos, equipos médicos, en particular pruebas de radiodiagnóstico, o armamento. Un simple coche de “cero emisiones”, ahora tan de moda, requiere alrededor de un kilo de neodimio (con gran capacidad de imantación) para su motor, pero también unos diez kilogramos de otras tierras raras para sus baterías recargables. Y si no lo hubiera, la lucha contra el cambio climático sería más difícil.

Esto significa, ni más ni menos, que cualquier fallo o retraso en la cadena de suministros de un bien esencial pone en riesgo nuestra manera de vivir. Y eso es así porque el planeta se ha hecho cada vez más pequeño. Lógicamente, no es que la tierra haya reducido de tamaño, ya está bastante castigada por el cambio climático, sino porque la integración económica ha alcanzado niveles inimaginables hace apenas dos décadas, cuando China, considerada hoy la fábrica del mundo, como se ha visto durante la pandemia, ingresó en la Organización Mundial de Comercio (OMC).

A eso se le ha llamado el capitalismo del siglo XXI, que basa su progreso en la integración de las cadenas de suministro para favorecer un avance de la productividad. Un simple coche, un utilitario de menos de 15.000 euros, se ensambla con componentes de automoción fabricados en más de una docena de países, lo que refleja el elevado nivel de interdependencia económica que ha alcanzado el planeta. Unos datos lo acreditan. Según la OMC, la participación de los servicios en el comercio mundial ha pasado de apenas un 9% en 1970 a un 20%, y a ello hay que sumar el comercio de mercancías, cuyo valor es todavía mayor. En 2019, antes de la pandemia, alcanzó los 18,9 billones de dólares (alrededor de dieciséis veces el PIB de España), lo que da idea de la integración económica del planeta.

Y detrás de ella, lógicamente, se encuentran aquellos minerales que resultan imprescindibles para la fabricación de componentes electrónicos avanzados, como la citada tantalita que, aunque parezca mentira, es clave para algo tan vulgar como llamar por teléfono o encender el ordenador.

No hace falta pasar por Salamanca para llegar a una conclusión obvia. La integración de los procesos productivos -hoy el acceso a simples contenedores de buques- se ha convertido en algo estratégico y ha hecho a los países más vulnerables. La noticia buena es que gracias a esa integración, que no es lo mismo que el libre comercio, aunque ambos se necesitan, el crecimiento económico del planeta no es solo mayor, salvo episodios como la pandemia, sino que también mejora la eficiencia gracias al comercio mundial, que incentiva la especialización productiva de las naciones. Un factor que ya Adam Smith destacó como un motor de crecimiento.

La noticia mala, por el contrario, es que esa integración genera en ocasiones cuellos de botella que ponen en apuros a las economías, como está sucediendo ahora. Básicamente, por una razón coyuntural que hay que asociar necesariamente a la pandemia. Tras el desplome del PIB mundial en 2020, las economías han resurgido con fuerza, y eso ha provocado indudables desajustes entre oferta y demanda. Aunque no solo eso.

Hay razones estructurales que también lo explican. La pandemia ha resucitado de alguna forma un cierto nacionalismo, no sólo en términos políticos, sino también estrictamente económicos. Las empresas más dependientes de los suministros exteriores no se fían y han optado por acumular stocks para protegerse. Malos tiempos para el ‘just in time’, aquel modelo de producción puesto en circulación por Toyota en los años 80 y que se basaba en el fin de los costosos almacenamientos. La propia Unión Europea ha puesto en marcha un proyecto de autonomía estratégica que no sólo se ocupa de asuntos relacionados con la defensa o la ciberseguridad, sino también con el suministro y fabricación de bienes y servicios de primera necesidad o esenciales en el sistema productivo.

Y es que detrás del comercio mundial, nunca hay que olvidarlo, también existe mucha diplomacia económica. Esto es así porque el progreso tecnológico es desigual, lo que hace a los países menos avanzados muy dependientes del exterior. La fabricación de un simple chip es cada vez más compleja. La OMC ha recordado en algunos de sus estudios que a principios de los 70 un chip de Intel solo podía incorporar 2.300 transistores, que son la clave de la conmutación. Actualmente, un chip de cuatro núcleos de la misma compañía contiene aproximadamente mil millones de transistores, y los chips de gama alta pueden, incluso, duplicar esa cifra. Es evidente que no todos los países están en condiciones de fabricar esa tecnología.

No es que esté en peligro la globalización, sino que emerge una nueva política de alianzas por bloques comerciales, y eso también genera tensiones. La diferencia es que antes se dependía del petróleo (todavía hoy es la reina de las materias primas) y hoy de minúsculos circuitos integrados construidos a partir de minerales impronunciables, pero que son ‘esas pequeñas cosas’ de las que hablaba Serrat.

El olvido de los conflictos armados

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El olvido de los conflictos armados

Justo en este momento, mientras estas líneas toman cuerpo en su mente, en este nuestro mundo hay más de medio centenar de guerras y conflictos armados de diversa índole, algunos a punto de cumplir un siglo de enconamiento. Hoy, mientras nos informamos de las noticias más recientes, casi un 40 % de la población mundial malvive o se protege como puede de las agresiones bélicas en áreas geográficas olvidadas a causa de la vorágine de la actualidad.

MELCHOR DEL VALLE

@mechiva

Melchor del Valle

“Si quieres la paz —dicen que dijo Julio César—, prepárate para la guerra”. La frase, o el concepto, mejor, es la razón por la que los seres humanos nos armamos hasta los dientes.

Donde vive la guerra. Conviene aclarar, en principio, que hay quienes clasifican las situaciones bélicas en grandes o pequeñas guerras, conflictos, escaramuzas o enfrentamientos. Su objetivo es agrupar las distintas situaciones según el número de víctimas anuales, pero, aunque luego demos algunos datos al respecto, no parece que sea menos cruel el escenario donde hay un centenar de víctimas que donde se registran diez mil. Es por eso esta mirada inicial a la antigüedad de los conflictos, al margen de la violencia con que se desarrollen.

En lo que hoy es el territorio de Irán, se dan los dos conflictos bélicos en activo más antiguos de la humanidad y ambos tienen que ver con los diversos intentos de crear Estados árabes a principios del siglo XX. Por un lado, el que se mantiene en la provincia de Juzistán, el antiguo reino de Susa, desde 1922; y por otro, el más conocido de los kurdos, que data de 1946. Se puede recordar, en este punto, que los aproximadamente 40 millones de personas que componen esta etnia ocupan terrenos fronterizos de cuatro países que, habitualmente, vienen manteniendo distintos tipos de conflictos por razones territoriales: el citado Irán, Irak, Turquía y Siria. El más reciente de los conflictos activos, cuyo inicio fijará la historia en el 11 de abril de 2021, tiene lugar en Chad, donde el Frente para la Alternancia y la Concordia en Chad inició un levantamiento en el que murió el presidente del país, Idriss Déby, en el poder desde 1990 y que había reeditado su mandato en las elecciones celebradas, precisamente, el mismo día de la rebelión.

Entre el ayer y el hoy. Si recogemos información de las distintas organizaciones que se esfuerzan por denunciar o aminorar los efectos de los conflictos armados, con Naciones Unidas como mayor referente, podemos establecer hasta 56 de ellos en todo el mundo. Como los ya citados, algunos iniciados en la primera mitad del siglo pasado; otros, tan recientes que acaban de ser noticia. Los hay que provocan diez mil víctimas o más al año y los que no llegan al centenar —una sola, ya duele, pero las cifras ayudan a entender—. Si nos fijamos solo en 2020, el total de víctimas en todos esos conflictos es de casi 114.000. Si contabilizamos las de todos los conflictos a lo largo de su penosa existencia, la cantidad supera con creces los 12 millones de personas. Y recuérdese que hablamos únicamente de esos conflictos localizados y aún activos, no de los que ya han terminado, afortunadamente, o de guerras mundiales.

De entre los que generaran más de un millar de muertes anualmente, el más antiguo es el que tiene lugar en Birmania (desde 1948), con dos frentes: el de Kachin y el de los Rohinyá. El más moderno (2020) lo encontramos en Etiopía con un doble conflicto: la intervención militar en Tigray, (interno) y el enfrentamiento con Sudán en el área fronteriza de Abu Tyour. La nada honorable “medalla de oro” en la relación antigüedad-víctimas la tiene Afganistán, cuya guerra civil está vigente desde 1978, aunque en el número de muertes anuales, más de veinte mil en 2020, también “ayuda” la guerra iniciada en 2001 tras los atentados de las Torres Gemelas en Estados Unidos. La “de plata”, quizás solo porque es menos mortífera hoy, la encontramos en Corea y su conflicto por la división en dos países, vigente también desde 1978, que arrastra un saldo superior a los cinco millones de muertos, aunque en 2020 solo hay que lamentar la pérdida de dos personas.

En apenas 21 años. Para que nadie piense que, llegados al siglo XXI, la barbarie da un respiro. Podemos contabilizar hasta 31 conflictos armados cuyo comienzo se establece a partir del año 2000. Del 2002, concretamente, es la insurgencia en el Magreb surgida después de una efímera paz tras la guerra civil argelina. Aunque hay más países implicados, los más afectados por las acciones de las milicias islamistas son Argelia, Mauritania y Marruecos, y en 2020 se llevó por delante a más de siete mil personas. La más reciente es la comentada insurgencia en Chad, que ya sobrepasa las 300 víctimas. Y los más cruentos, el conflicto de Irak (2003), que supera el millón y medio de víctimas, aunque se ha aliviado bastante en 2020 (unas 2.700 muertes), y el interno en Yemen (2015), recrudecido por la intervención de Arabia Saudí, donde un tercio de sus sesenta mil víctimas se han producido en 2020.

No hay nada nuevo, en fin. Y la muestra es lo que, entre el pacifismo y el realismo más desprovisto de emociones, dejó escrito Immanuel Kant: «El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza, que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante amenaza de que se declaren» (Hacia la paz perpetua, 1795). Le da razón el hecho de que la mayoría de esos conflictos a los que nos venimos refiriendo sean internos y que tengan su origen en animadversión racial o étnica; o en fanatismos ideológicos, los religiosos incluidos.

Radiografía. Según datos de Naciones Unidas, en la “foto” de las guerras de hoy hay un cambio sustancial: mientras que, durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, solo el 5 % de las bajas fueron civiles, la cifra de víctimas no combatientes en la actualidad, -se incluyen aquí heridos con secuelas graves-, supera el 75 %. Antonio Guterres, secretario general de la ONU, dio un dato más en este sentido: detalló que el 90% de los abatidos o lesionados por armas explosivas, utilizadas en áreas pobladas en todos los conflictos del momento, eran civiles.

La frase antes citada de Kant termina con una reflexión: “El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado…”. No añadamos nada más.

Veteranos en guerra

De los 56 conflictos armados activos, la clasificación de los 15 más antiguos no deja de ser sorprendente por el tiempo que llevan provocando víctimas, aunque algunos se encuentren en un estado como de “guerra templada”, más que “fría” (las dos Coreas). El número de víctimas es aproximado, según estimaciones de Naciones Unidas. A partir de los años 70, la mayoría de los enfrentamientos tienen su origen en África y solo uno (este de Ucrania, 2014) en Europa.

Año de inicioConflicto, país / paísesVíctimas
1922Separatismo árabe en Juzestán500
1946Separatismo kurdo en Irán35.000
1947Conflicto de Cachemira45.000
1948Conflicto en Kachin y con los Rohinyá, Birmania210.000
1948Conflicto israelí-palestino50.000
1948Conflicto en Baluchistán, Pakistán20.500
1950Conflicto coreano5.000.000
1954Insurgencia en el nordeste de India25.000
1960Insurgencia del sur d Tailandia7.200
1960Conflicto armado interno en Colombia (1)220.000
1963Conflicto en Papúa, Indonesia150.000
1967Insurgencia naxalita (maoístas), India14.370
1969Insurgencia en Filipinas43.390
1969Conflicto Moro, Filipinas140.000
1970Conflicto del Sahara Occidental17.000

(1) Recrudecido con los enfrentamientos de Apure (marzo de 2021) en los que está implicada Venezuela.

Por si las dudas

Preventing war: Shaping peace. International Crisis Group (2019-2020)

Wars since 1900. The Polynational War Memorial (2018).).

Mapped – a world at war. The New Humanitarian (mapa interactivo desde 2017).

«Conflictos: lo que no se ve no existe», por Casimiro García-Abadillo

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CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO,

director de «El Independente»

 

Conflictos: lo que no se ve no existe

@garcia_abadillo

www.elindependiente.com

¿Qué ocurre en Siria? Una guerra que dura más de diez años, que ha provocado el éxodo de cinco millones de personas; que ha involucrado a países como Turquía, Irán, Estados Unidos, Rusia, o a organizaciones terroristas como el Daesh, Al Qaeda, y que ha provocado más de 100.000 muertos, ahora vive congelada en nuestra memoria.

Bachar Al Asad ganó. Pero su victoria ha fracturado el país, que está dividido en zonas de influencia, sembrado de fronteras internas que ni siquiera figuran en los mapas; con sus principales infraestructuras destrozadas, con el miedo generalizado entre sus ciudadanos, provocado por un régimen que se ha consolidado gracias al terror y a vender externamente su militancia activa contra el estado islámico.

Pero Siria, desde hace meses, ya no ocupa espacio en los informativos de televisión. Ha desaparecido de los grandes diarios. Ha pasado al olvido.

Si eso ha ocurrido con una de las guerras más cruentas del último medio siglo, ¿qué decir de otros conflictos menores en los países africanos? Sólo el contencioso palestino israelí vuelve de vez en cuando al primer plano de la actualidad. Es la excepción que confirma la regla. Y las razones de que persista como argumento informativo son fáciles de entender.

Vivimos en la sociedad de la imagen. Lo que no se ve no existe. Eso es algo que conocen bien los regímenes totalitarios y por esa razón una de las primeras medidas que adoptan es expulsar a los periodistas que, en ocasiones jugándose la vida, tratan de ser los ojos de una sociedad que se resiste a mirar cosas desagradables y que no tienen que ver directamente con su rutina diaria.

A este afán por cubrir con un tupido velo lo que ocurre en sus zonas de influencia por parte de los regímenes que mantiene conflictos duraderos con minorías étnicas o con opositores políticos, se suma la debilidad de los medios de comunicación y la banalización de la información a la que ha contribuido la popularización de las redes sociales e internet.

En otros tiempos, los grandes periódicos tenían corresponsales y enviados especiales que cubrían desde el terreno los conflictos que se situaban en los aledaños del primer mundo. Las crónicas de esos periodistas servían para llamar la atención sobre flagrantes violaciones de derechos humanos, sobre la brutalidad de algunos gobiernos y, en base a ello, aunque siempre lentos y perezosos, los países occidentales levantaban la voz y, a veces, se lograban frenar cruentos genocidios.

Pero la crisis del periodismo ha afectado sobre todo a la cobertura siempre costosa y arriesgada de esas historias que sólo interesan a públicos minoritarios. El hambre se ha juntado con las ganas de comer. Los medios recortan costes y la búsqueda de usuarios (que no lectores) condena a la cobertura de esos conflictos a una muerte lenta.

Es más fácil, más barato y, sobre todo, mucho más rentable, lanzar contenidos sobre las aventuras y desventuras de Rocío Carrasco, por ejemplo, que mandar a un periodista, que necesariamente debe ser cualificado, a una zona alejada y peligrosa para contar qué es lo que está pasando allí.

Sólo algunas organizaciones, como Amnistía Internacional o Médicos Sin Fronteras, encienden de vez en cuando las alarmas sobre lo que está ocurriendo en Somalia, Chad o la frontera de Irak con Turquía donde lucha por su supervivencia la minoría kurda.

Nadie se queja; nadie pone el grito en el cielo. La sociedad de la transparencia, de la exhibición, ha creado un mundo virtual en el que los conflictos son poco más que un entretenimiento, un videojuego. Si no hay imágenes, la noticia no se da o se arrincona. Y si no hay periodistas sobre el terreno es imposible que haya imágenes, a no ser las que los interesados directos las distribuyan a modo de propaganda política.

Así que ahora, en un mundo que se cree más democrático, más participativo gracias a las redes sociales, lo que ocurre es que los regímenes totalitarios tienen las manos mucho más libres que hace cincuenta años para hacer y deshacer a su antojo.

Alguien dirá que el “periodismo ciudadano” puede servir para cubrir el espacio que ya no ocupan los periodistas profesionales. Es un error. En primer lugar, porque el testigo presencial sólo tiene una visión parcial de los hechos. La imagen del estallido de un coche bomba o de un reguero de cadáveres al borde de una carretera nada tienen que ver con la cobertura informativa de un conflicto, para lo que es necesario el contexto y el contraste de la información que sólo puede aportar un periodista. Por otro lado, las imágenes transmitidas de forma anónima o con nombre supuesto son fácilmente manipulables. En los periódicos estamos ya habituados a recibir pequeños vídeos que forman parte de operaciones de propaganda y manipulación.

La tecnología, en lugar de hacer factible un mundo más global en el que los valores de libertad, democracia y respeto a los derechos humanos trascendieran los límites de los países desarrollados, ha facilitado la labor de los que pretenden acallar a la disidencia y ocultar sus aberrantes prácticas. Aunque parezca contradictorio, esa es la verdad.

Algunos gobiernos, algunos líderes de opinión, viven plácidamente en la autocomplacencia, y han perdido no sólo la capacidad de autocrítica, sino la perspectiva del momento histórico que estamos viviendo.

Sólo hay que echar una ojeada a nuestro alrededor y ver el creciente potencial de los países autoritarios, en los que sólo existe la opinión del gobierno, y los opositores están condenados a la cárcel o al exilio.

En lugar de agitar las conciencias y hacer que los ciudadanos aprendan a valorar la libertad y se preocupen porque ese bien preciado se respete en otros lugares, nos estamos acostumbrando a cerrar los ojos y sólo ver lo que nos resulta placentero o nos divierte.

Fortaleza colectiva

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Fortaleza colectiva

Todos hemos escuchado ya la cifra mágica del 70%: esa que, según la Organización Mundial de la Salud, definiría el número de personas inmunizadas y capaces de frenar la propagación del virus causante del COVID-19; la cifra que significaría empezar a recuperarnos de estragos sanitarios, económicos y sociales; la de volver a juntarnos con familiares y amigos, la de salir… Pero parece que no es tan fácil y, en cualquier caso, que no nos evitaría seguir tomando precauciones durante un tiempo, porque, además, en esto estamos todo el mundo en el más estricto sentido de la expresión.

MELCHOR DEL VALLE

@mechiva

Melchor del Valle

La llamada inmunidad de grupo, colectiva o ‘de rebaño’ —imagen gráfica donde las haya— responde a un concepto bioestadístico y representa el porcentaje de la población (mundial, continental, local… depende de cómo quede definido el universo estadístico) que necesariamente tiene que estar inmunizada para reducir la transmisión de una enfermedad. Primer toque de atención: reducir no es eliminar; pero si se logra que un patógeno no tenga ‘transportistas’, o que sean muy pocos, incluso las personas no inmunizadas —recién nacidos, por ejemplo— no tendrán riesgo grave de contagio porque se habrán cortado la mayoría de las vías de transmisión.

Cómo. Hay dos maneras de alcanzar la deseada inmunidad: dejando que el patógeno circule libremente entre un grupo de personas, de modo que la infección provoque una inmunidad natural, o desarrollando una vacuna que active en el individuo los anticuerpos necesarios para evitar la infección y reducir o eliminar, por tanto, su capacidad de infectar. Algunos dirigentes políticos internacionales pensaron en el primer método, al principio de la actual pandemia, convencidos de que la muerte solo le llega al que le toca y de que saldrían más fuertes los que lo superasen. Afortunadamente, un buen grupo de epidemiólogos y otros especialistas se movilizó a finales del verano de 2020 promoviendo firmas de científicos en el Memorándum de John Snow —exacto: como uno de los protagonistas de Juego de Tronos—, publicado el 14 de octubre de 2020 en la prestigiosa The Lancet. “La evidencia es muy clara: controlar la propagación comunitaria del COVID-19 es la mejor manera de proteger nuestras sociedades y economías hasta que lleguen vacunas y terapias seguras y eficaces en los próximos meses”, fue la conclusión del manifiesto.

Y la historia está ahí para demostrar que la solución para esa deseada inmunidad colectiva es la vacunación: pensemos en sarampión, paperas, poliomielitis… Hablamos de enfermedades antes muy comunes y hoy prácticamente erradicadas. Además, el ejemplo nos viene bien para entrar en otro detalle: el efecto ‘rebaño’ no es igual para todas las enfermedades. La inmunidad colectiva contra el sarampión, según las OMS, necesita que el 95 % de la población esté vacunada; si hablamos de la poliomielitis, ese porcentaje está cerca del 80 %. Estas magnitudes se basan en las tasas de infección promedio de cada patógeno y el maldito SARS-CoV-2, con los datos de finales de 2020, dio muestras de que con un 70% de la población total inmunizada, su transmisión se reduciría en gran medida. Pero, cabe insistir, la OMS se basó en datos de finales de 2020, que quizás estén ahora revisando, y hay quienes no están de acuerdo y hacen sus propios cálculos, como Ali Mokdad, profesor de Salud Global en el Institute for Health Metrics and Evaluation (IHME) de University of Washington, a quien el citado porcentaje le parece una cifra un tanto optimista.

Vacunas. Por decirlo de una forma sencilla, hasta ahora las vacunas se basaban en dosis controladas de los propios patógenos, una vez parcialmente desactivados, que enseñaban a nuestros organismos a generar anticuerpos capaces de combatir la infección, si se producía. Así siguen funcionando, por ejemplo, las vacunas de la gripe que anualmente nos ponemos. El problema de este tipo de inmunización es que obtener, por cultivo, suficientes agentes infectantes, desactivarlos y conservarlos envasados, lleva un tiempo que, en situación de pandemia, no nos podemos permitir. Afortunadamente, unos estudios de la bioquímica húngara Katalin Karikó, permitieron trabajar con el ácido ribonucleico mensajero, ARNm, que es la base de las vacunas más utilizadas desde los primeros momentos.

La idea es brillante: si un virus usa una proteína concreta para, a modo de llave, entrar en las células del ser humano, cambiemos la cerradura. La vacuna de ARNm enseña a las células a reconocer esa proteína, no el virus, de modo que cuando este intenta utilizarla se encuentra con que nuestras defensas han aprendido a no abrirle la puerta. Y, si no abre, no puede infectar. Porque, recordemos, un virus no es un ser vivo, sino una simple —pero contundente— secuencia de ADN, que utiliza a su ‘hermano pequeño’, el ARNm, para decir cómo se unirán los aminoácidos de una determinada proteína y define la síntesis de esta para que se produzcan copias idénticas.

Grupo. Volviendo a la inmunización, y aliviados porque las vacunas se están produciendo a un ritmo impensable hace unos años (precisamente porque jugamos con procesos sintéticos y no estamos sometidos a los tiempos que implica el cultivo biológico), supongamos que damos por bueno el citado 70% de la población, como límite por encima del cual podemos considerarnos todos protegidos. La siguiente pregunta es cuándo puede suceder eso. Obviamente, depende de los ritmos de vacunación que, a su vez, están condicionados por factores de producción de los laboratorios, de la llegada de nuevos sueros al mercado, de la capacidad de los Estados para vacunar a sus ciudadanos, de la economía de cada región, de la organización social y hasta de la distribución demográfica.

Se puede tildar de buena idea, aunque un poco estresante, la verdad, la iniciativa de la web https://timetoherd.com/, que va incorporando a diario los datos de vacunación por países: compara su población con la cantidad de dosis que se inyectan y da una bien visible cifra de días que le restan a ese país para lograr el 70% de habitantes inmunizados. Estas cifras varían cotidianamente, claro; pero para dar una idea de la situación internacional —datos de mediados de abril de 2021—, el país al que menos días le quedan para alcanzar la inmunidad de grupo es las Islas Caimán (43 días) y al que más, salvando los casos de Bielorrusia y Egipto, de los que no hay datos, Sri Lanka (271.550 días). El país europeo que más adelantado va es Hungría (77 días) y el que menos, Croacia (513 días). Para España, el cálculo es que nos faltarían 187 días (6,23 meses) al ritmo actual para alcanzar la inmunidad de grupo.

Precauciones. De nuevo, mirar al conjunto de la población mundial es plantearse la necesidad de seguir manteniendo el pulso con el virus. Porque en un territorio concreto, pongamos España para no ir más lejos, podremos haber conseguido la inmunidad en poco más de seis meses, pero, si nada cambia, a nuestros vecinos de Portugal les quedarán aún algo más de tres meses y medio, dos y medio a Francia y, agárrese, más de dos años a Marruecos. Esto no significa mucho, puesto que la mayor movilidad, ya sabe, se da por vía aérea; pero es una reflexión: ¿nos sirve de algo alcanzar el 70% de inmunidad si hay un 30 % de nuestros compatriotas vulnerables y a expensas de lo que nos llegue de otros países que están lejos de lograrla?

La respuesta es sí: sí sirve, dicen los epidemiólogos. Pero sin bajar la guardia, añaden; manteniendo las precauciones entre locales y con los visitantes, siendo conscientes, si salimos de nuestras fronteras, de que podemos traer con nosotros el virus y, lo que es peor, nuevas mutaciones cuya capacidad de infección puede verse amplificada, como en el caso de las detectadas en Reino Unido, Brasil o Sudáfrica. Mutaciones que, si pasa como con el virus de la gripe (responsable de 650 000 muertes al año en el mundo, según la OMS), puede que requieran una nueva vacuna que nos enseñe a defendernos, salvo que los formatos de vacunación con ARNm sean capaces, y es una posibilidad, de controlar cualquier cambio en el ADN vírico.

La conclusión es que, si hablamos de pandemia, lo que implica problema mundial, debemos pensar también en soluciones mundiales; aunque sea por propio interés. No nos queda otra.

Katalin Karikó: inteligencia, tesón y convicción

La bioquímica húngara Katalin Karikó está considerada la ‘madre’ de las vacunas contra el SARS-CoV-19. Emigró a Pensilvania, EE. UU, en los años ochenta del pasado siglo, ya con una idea en la cabeza: la terapia genética basada en el ácido ribonucleico mensajero, ARNm. A pesar de muchos contratiempos, dificultades y hasta desprestigio científico por sus teorías, sus trabajos son la base para lograr, mediante la vacunación, células inmunes. “Esto es algo increíble porque significa que todo el trabajo que estuve realizando años enteros, durante la década de los noventa, y convencer a la gente de que tal vez el ARNm sería bueno, valió la pena”, dijo Karikó. Ya hay voces que avalan su candidatura al Nobel.

La historia está ahí para demostrar que la solución para esa deseada inmunidad colectiva es la vacunación: pensemos en sarampión, paperas, poliomielitis…

Por si las dudas

Time to Herd (Tiempo para ‘manada’). @dbunks, @ChrisBit, @ciruz

Scientific consensus on the COVID-19 pandemic: we need to act nowThe Lancet (octubre de 2020).2020).

Brote de enfermedad por coronavirus (COVID-19)Organización Mundial de la Salud.

 

Cuánto protegen las vacunas

Más allá de las cifras que marcan la inmunización de grupo, están esas otras que indican la actividad de las diferentes vacunas. Además: ¿es lo mismo cuando hablan de eficacia y efectividad? Sí y no, porque ciertamente ambos aspectos miden la reducción proporcional de casos entre las personas vacunadas. Sin embargo, de eficacia hablamos cuando medimos resultados en laboratorios y de efectividad cuando lo hacemos en el mundo real. Pero vamos a los porcentajes: cuando los científicos dicen que la eficacia (todavía es muy pronto para hablar de efectividad) es, por ejemplo, del 90 %, esto significa que por cada 100 personas que se vacunen solo 10 tienen el riesgo de infectarse (y seguramente con una mayor virulencia, cabe añadir). Por tanto, una persona vacunada está protegida al 100 % o no está —del todo— protegida, si su organismo no ha reaccionado adecuadamente.

«Pandemias: mejor prevenir que curar», por Carlos Sánchez

ALDEA GLOBAL

 
CARLOS SÁNCHEZ,

director adjunto de «El Confidencial»

 

Pandemias: mejor prevenir que curar

@mientrastanto

Cuenta Daniel Defoe en su Diario del año de la peste que en 1665, en medio de una pandemia que asoló a media Europa y mató a más de 100.000 personas sólo en la capital británica, el Lord mayor de La City de Londres publicó varias ordenanzas en las que advertía a los funcionarios de su jurisdicción de la urgencia de “prevenir y evitar el contagio de la enfermedad si así ‘pluguiera’ [placiera] a Dios Todopoderoso”.

La ordenanza incluía a jueces de paz, alcaldes, guardias, enterradores y, en general, a todos aquellos ciudadanos a quienes el alcalde de la ciudad concedió autoridad para que en todas las parroquias pudieran obligar a aislar a toda casa contaminada”. Los inspectores tenían la obligación de cumplir su función durante dos meses, y, en caso de que rehusaran, serían enviados a prisión “hasta que se conformen con lo ordenado por la ley”.

Defoe escribió su diario en marzo de 1722, es decir, hace casi tres siglos y sorprende, al hacer una lectura atenta del texto, las enormes semejanzas que tuvo la gran plaga en el Londres de 1665 -salvando las distancias temporales- con la situación actual. También en aquella ocasión, como ahora, la pandemia llegó por el este. Y también en aquella ocasión, como ahora, el mejor remedio fue la distancia social, aunque entonces nadie conocía el término aerosoles, ya se sabe, esas gotitas que quedan flotando en el aire después de hablar y que sirven para propagar el virus.

Es verdad que hoy, gracias al genial descubrimiento de Edward Jenner a finales del siglo XVIII, hay vacunas que se han puesto en circulación en un tiempo récord, pero la manera más elemental de combatir una pandemia continúa siendo poner tierra de por medio, como obligaban las autoridades del Londres de la época. Hoy como ayer, incluso, la mascarilla es el mejor método profiláctico para proteger de enfermedades que se transmiten por vía oral.

Esto es relevante porque pone de manifiesto que pese a los extraordinarios avances tecnológicos de los dos últimos siglos, una simple tela rectangular que cubre los orificios de la cara, desde luego más perfeccionadas de las que usaban en la Europa del siglo XIV en medio de la peste bubónica con forma de pico de pájaro, ha sido el mejor ‘invento’ durante el año de la pandemia.

Solo hay una diferencia, además de la rápida irrupción de las vacunas, y no es otra que la velocidad de transmisión del virus debido a la globalización, que va mucho más allá que un simple desarme arancelario para estimular el comercio de bienes y servicios, y que hoy se alimenta del flujo de personas o de animales, de plantas o de microorganismos y, por supuesto del saber científico. Si en el pasado cualquier plaga tardaba meses o, incluso, años en alcanzar a la mayoría de la población, hoy, como se ha comprobado con el virus y sus distintas variantes, en pocas semanas todo el planeta se ha contagiado.

Esto quiere decir que lo realmente novedoso en la transmisión de patógenos es su velocidad de transmisión, lo cual obliga repensar una de las características principales de las dos primeras décadas del siglo XXI, que no ha sido otra que la existencia de enormes flujos de personas que han roto las fronteras tradicionales. Se ha estimado que, en 2019, antes de la pandemia, alrededor de 1.000 millones de personas habían realizado un viaje turístico, lo que significa uno de cada siete habitantes del planeta.

No es de extrañar, por eso, que los especialistas en epidemias -no todas acaban en pandemia- miren hacia el futuro y pongan cada vez más atención en lo vulnerables que se han vuelto los países cuando un microorganismo nace en un lugar remoto y las autoridades directamente concernidas no son suficientemente diligentes para dar la señal de alerta. Algunos estudios han estimado que la velocidad media con que se transmitió la peste negra en el siglo XIV no superó los cinco kilómetros por día, pero, por el contrario, el primer caso de SARS registrado en Canadá en 2003 sólo tardó un día en recorrer los 12.542 kilómetros que separan Hong Kong de Toronto.

Esto quiere decir, ni más ni menos, que la prioridad es alcanzar la inmunidad de grupo gracias a las vacunas, pero no solo eso. La capacidad de reacción de los gobiernos ante brotes súbitos, aunque se trate de lugares remotos, se ha convertido en algo más que una necesidad. El problema es cómo hacer compatibles los controles sanitarios con los flujos de personas que hoy pululan por el mundo, incluyendo el tráfico de productos vegetales o de animales con los que se trafica ilegalmente y que pueden a llegar a ser un peligro potencial.

En un mundo en el que hay pocas certezas, una de ellas es que el planeta se enfrenta hoy a un riesgo que no es solo económico, sino, también, de seguridad nacional, algo que explica que incluso en la Estrategia española de seguridad se haya incluido también el control de las epidemias. Es por eso por lo que también hay coincidencia en que es más rentable, aunque sea costoso, invertir en políticas preventivas que en cubrir los daños. Entre otras razones, porque una de las lecciones de la crisis es que el mundo -incluido el espacio en el que se mueven las naciones más poderosas de la tierra- es más vulnerable de lo que se creía antes de que en marzo de 2020 la OMS anunciara pandemia. Conviene recordarlo.

Herederos de Neptuno

ALDEA GLOBAL

Herederos de Neptuno

Es de común conocimiento que en el mar se pesca, que sobre sus aguas hay plataformas petrolíferas o eólicas, que sirve de vía de comunicación para grandes transportes y es zona de recreo para los cruceros turísticos; que es lugar en el que tender cables para comunicarnos entre continentes, buscar tesoros, explorar profundidades, sobrevolar su superficie, indagar en varias ramas de la ciencia o disfrutar de la paz de un crepúsculo en una tarde tranquila; que, en fin, es el centro sobre el que pivota toda la compleja industria turística de una zona costera. Hay quien ve en todo esto trabajo, investigación, futuro, descanso… Y hay quien ve dinero: cerca de 1,6 billones de euros anuales, para ser más concretos.

MELCHOR DEL VALLE

@mechiva

Melchor del Valle

Por poner en contexto esto de la explotación oceánica, convendría recordar que existe la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (entró en vigor en 1994), que organiza, de alguna manera, quiénes y cómo podemos explotar el mar para nuestros distintos intereses. Esta normativa, que muchos consideran de las más importantes del siglo XX (aunque países como Israel, Estados Unidos o Venezuela no la hayan firmado), define zonas donde se establecen distintos derechos de, digamos, ‘propiedad’.

Zonas marítimas. Según dicha convención se tienen en cuenta cuatro zonas: el mar territorial, constituido por las 12 millas marinas (22,2 Km) de ancho a partir de la línea costera de cualquier país o estado que esté bañado por el mar; la zona contigua, que son 25 millas (46,3 Km) más contadas desde donde finaliza el mar territorial; la zona económica exclusiva, que añade un máximo de 200 millas (370,4 Km) a la anterior, y, finalmente, alta mar. Donde no hay espacio, por proximidad territorial, para esos límites, los Estados trazan una línea media divisoria. En España tenemos un ejemplo del que se habla con frecuencia: las aguas territoriales de Gibraltar y las nuestras. Imagine el lector, a la vista de este ejemplo, la cantidad de ‘medianas’ que hay por el mundo y la cantidad de discusiones por saber a quién pertenece el mar circundante.

Porque, desde el punto de vista de eso que llamamos ‘propiedad’, el país o estado correspondiente tiene la exclusiva de los derechos de explotación del mar territorial y está sometido a sus leyes. La zona contigua también está sujeta a las leyes del país con cuyo mar territorial delimita, aunque no queden definidos per se los derechos de explotación, que son similares a los de la zona litoral. En la zona económica exclusiva, el país o Estado poseedor tiene soberanía sobre esas 200 millas y toda la capacidad de explotación, incluso puede vender esos derechos. Alta mar, que también conocemos como aguas internacionales, es de todos y todos tenemos derecho de explotación, incluyendo los países no costeros. Una última cosa, en este resumen, para intentar no dejar detalles al margen de los que también hacen caja: sobrevolar aguas que no sean internacionales no es gratis.

Economía oceánica. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha definido la economía oceánica -algunos lo llaman más poéticamente ‘economía azul’- como “la suma de las actividades económicas de las industrias oceánicas, y los activos, bienes y servicios de los ecosistemas marinos”. De aquí salen esos 1,6 billones de euros anuales que decíamos al principio. Las proyecciones económicas muestran que este sector ‘azul’ crecerá más rápido que la economía mundial hasta 2030, lo que ha alertado a quienes se preocupan por el futuro del planeta, porque “ver el océano como un motor para el crecimiento económico futuro puede entrar en conflicto con las dimensiones sociales y ambientales de los objetivos de uso sostenible de los océanos, acordados a lo largo de décadas en compromisos y tratados internacionales”. La frase es del estudio El Océano 100: Empresas transnacionales en la economía oceánica realizado por las universidades Duke (EE.UU.) y de Uppsala (Suecia) con el Centro de la Resiliencia de Estocolmo, con datos de 2018 y publicado en la revista Science Advances de enero de 2021.

El estudio es un alegato a los riesgos de sobreexplotación y contaminación marina, pero lo que más sorprende es quiénes manejan esas cifras astronómicas en torno a los océanos: las 100 principales empresas del sector generan el 60 % de los ingresos ‘azules’ totales; es decir, en torno a un billón de euros. Esas empresas se dedican a la energía petrolera y gasística (las famosas plataformas), el transporte marítimo, la construcción y reparación naval, el equipamiento marítimo y la construcción, la industria pesquera a gran escala, el turismo de cruceros, las actividades portuarias y la eólica marina, aunque esta última solo representa un ‘pico’.

Los ‘jefes’. Ya se imaginan que la industria de todas ellas con mayores ingresos es la del petróleo y gas, que se lleva casi dos terceras partes (65 %) de la ‘tarta’ de los 100 grandes. De hecho, nueve de las diez primeras son de ese segmento, con una líder indiscutible de las 49 reseñadas, que es la saudí Aramco. La no petrolera del top 10 es la danesa A.P. Møller-Mærsk, dedicada al transporte marítimo. Para encontrar una industria que no sea de los tipos anteriormente mencionados tenemos que ir hasta el puesto 19, ocupado por el operador de cruceros británico-estadounidense Carnival Corporation & plc.

A partir del puesto 22 empieza a haber mayor variedad de segmentos, de los citados líneas más arriba, aunque no aparece la industria pesquera hasta el puesto 37, con la japonesa Maruha Nichiro. La única representante de la eólica marina, a la que hacíamos referencia, está en el nada desdeñable puesto 59. Se trata de la también danesa Ørsted, en cuya se web indica que “está clasificada como la mayor empresa de energía sostenible del mundo durante tres años consecutivos”. Un punto a favor entre generar ingresos y proteger el planeta.

Toque de atención. El Océano 100: Empresas transnacionales en la economía oceánica, no solo alerta, como antes indicábamos, sobre los riesgos de crecimiento incontrolado de la economía oceánica, sino que da pistas para que entre todos presionemos a los gobiernos, poniendo sobre el tapete que las arcas públicas de los Estados donde hay actividad petrolera y gasística, por ejemplo, reciben el 41 % de los ingresos que genera esta industria. También recuerdan a los medios financieros, dado que más del 60 % de esas cien principales están en Bolsa, que vivimos tiempos en los que los inversores miran con lupa el parámetro conocido internacionalmente como responsabilidad ESG: Environmental, Social y Governance (medioambiental, social y de gobierno corporativo).

Entre tanta cifra, en fin, quizás pase inadvertida una parte del informe en la que se hace referencia a que se han basado en la lista de industrias oceánicas que establece la OCDE, pero que son conscientes de que esta no es exhaustiva “debido a las limitaciones de datos, por ejemplo, al no incluir la pesca de captura a pequeña escala, las industrias emergentes como la biotecnología marina o la minería de fondos marinos, y los servicios ecosistémicos para los que los mercados aún no existen […]. Además, la industria del turismo marítimo y costero tuvo que limitarse a la industria del turismo de cruceros, debido a la falta de datos mundiales sobre la porción de la producción de otras empresas relacionadas con el turismo vinculada al océano”.

Más allá del ‘Top 100’

La industria de la generación eólica marina, que supone unos 31.170 millones de euros, solo tiene una empresa entre las cien primeras de la economía oceánica: la empresa pública danesa Ørsted. Pero en la lista de las compañías que figuran en este grupo está la única española que se cita en el estudio El Océano 100: Iberdrola. Son en total diez empresas las referenciadas, en las que encontramos también alguna conocida en nuestro país como las alemanas E.ON y Siemens.

El estudio El Océano 100, publicado en la revista Science Advances, es un alegato a los riesgos de sobreexplotación y contaminación marina

Por si las dudas

El Océano 100: Empresas transnacionales en la economía oceánica. Virdin, T. Vegh, J.-B. Jouffray, R. Blasiak, S. Mason, H. Österblom, D. Vermeer, H. Wachtmeister y N. Werner. Duke University (Durham, NC, EE. UU.), Stockholm Resilience Centre, Stockholm University (Estocolmo, Suecia), Uppsala University (Uppsala, Suecia). Publicado por Science Advances (enero 2021).

Océanos y Derecho del mar. Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Naciones Unidas.de 2020).

The Poseidon Principles. Asociación The Poseidon Principles (2019).

Las proyecciones económicas muestran que este sector ‘azul’ crecerá más rápido que la economía mundial hasta 2030

Geografía de la economía oceánica

Según los datos del estudio El Océano 100: Empresas transnacionales en la economía oceánica, publicado en la revista Science Advances de enero de 2021, 38 países intervienen en la economía ‘azul’. Clasificados por facturación, España figura en el puesto 32. EE. UU., Arabia Saudí y China ocupan las tres primeras posiciones. La última es para Canadá.

Fuente: El Océano 100: Empresas transnacionales en la economía oceánica.
Datos en millones de euros: elaboración propia.

Profesor Don Datos

ALDEA GLOBAL

Profesor Don Datos

Supongamos, estimados lectores, que están mirando una web para interesarse por algún producto o servicio, precios, comparativas con sus similares o especificaciones técnicas para averiguar qué es lo más conveniente. De ese sitio pasan a otro en busca de información de actualidad, por ejemplo, un medio de comunicación online; y, ¡oh sorpresa!, alternativas al producto o servicio sobre el que habían hecho antes la consulta orlan la nueva página, intentando llamar la atención de mil formas. Un complejo proceso de generación de datos, análisis, aplicación de algoritmos predictivos y hasta inteligencia artificial se ha puesto en marcha. Eso, exactamente eso, es lo que ya se ha empezado a utilizar en la enseñanza de todo el mundo.

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En el ejemplo que ponemos en la entradilla, sucedió, como saben o imaginan, que su primera búsqueda generó datos (a puñados), que en cuestión de nanosegundos han sido analizados, tras lo que uno o varios algoritmos han predicho qué otras cosas, amén de las buscadas, les pueden interesar o qué puede gustarles más según la tendencia de compra definida por las fórmulas matemáticas y los esquemas de inteligencia artificial. El proceso, que ya es habitual en nuestras vidas digitales, es aplicable a muchas otras cosas, como la salud, los deportes, la política o la lucha contra el crimen. Y, desde hace más de un lustro, al aprendizaje en la escuela, el instituto y la universidad. Y no: no estamos hablando solo de enseñanza no presencial o en línea, sino también de la que, hasta ahora, venimos definiendo como “convencional”.

Según varios indicios, el pionero en esto del uso de los datos en las aulas, Max Ventilla, desarrolló su carrera técnica en Google hasta que, en 2013, decidió que quería dedicarse a la enseñanza, pero aplicando todo lo que su mente tecnológica y digital contenía. Así, fundó en San Francisco (California, EE.UU.) el grupo de escuelas AltSchool, con intención de empezar… por el principio: la enseñanza primaria. Muy sintéticamente, el formato aprovecha los datos generados por cada alumno, desde que llega al centro hasta cuando hace algunas tareas en su casa, para que, una vez recopilados en un sistema inteligente y centralizado, los profesores puedan diseñar clases efectivas y más personalizadas, y los directores de los centros puedan mantener informados e implicados a los padres y tener motivados a los miembros del claustro. La “piedra filosofal” aquí está formada por los datos masivos (big data), la llamada “minería de datos” (data mining) y las analíticas de aprendizaje (learning analytics).

Enseñanzas superiores. Como es lógico, ya hay universidades que han avanzado mucho con el sistema. En medios educativos se habla de la Universidad Estatal de Arizona (ASU), la Universidad de Nottingham Trent, en el Reino Unido, o la Universidad de Georgia (EE. UU.). Pero según un informe realizado por el Instituto KPMG, más del 40 % de las universidades ya utilizaban en el curso 2015‐2016 los datos en su actividad académica; en mayor o menor medida, por supuesto. En esa misma época, siete universidades chinas, entre las que se encuentra la Universidad Jiaotong de Pekín (una de las más reconocidas universidades en tecnologías de la información) iniciaban un programa de tratamiento de datos aplicados a la enseñanza. La conclusión es, por tanto, que hay una evidente tendencia a ir sirviéndonos de los datos en la actividad académica. Y para bien, aunque en algunos ambientes mentar el big data sea como citar al Averno en pleno.

Quienes no quieren ver la oportunidad que todo esto significa, se basan en tres temores: uno, que se pueda convertir en herramienta de discriminación. Esto sucedería, dicen, si los algoritmos predicen lo que podría pasar sin que realmente haya pasado, porque clasificar a los estudiantes así puede significar dejar de lado otros aspectos que se escapan a la compresión de las analíticas de aprendizaje. Dos, que un estudiante pueda ser valorado por su pasado, si los docentes se quedan en el simple análisis de datos, y no por lo que pueda llegar a ser. Y, tres, que se produzca una intromisión en la intimidad o invasión de la privacidad. Quizás explicando cómo se utilizan las distintas herramientas se podrá ver lo escasamente fundado de estos temores, salvo actuaciones personales ajenas a la deontología profesional, obviamente; pero como en todo.

La esencia del sistema. Una vez se da por bueno que el centro recoge datos de los estudiantes, desde aquellas cosas por las que muestra mayor interés hasta las que “se les atraviesan” en determinada materia, puede entrar en juego la predicción, que se basa en técnicas como la clasificación, la regresión o el conocimiento latente. Por poner un ejemplo, según los datos que van llegando de cada estudiante, el modelo predictivo puede indicar si va a aprobar o no la asignatura cuando aún se está a tiempo de poner remedio. En esto ayuda mucho otra de las metodologías posibles, que se define como “descubrimiento de la estructura”; permite una mayor precisión en el modelo predictivo analizando datos como, por ejemplo, el histórico de estudiantes aprobados.

La minería de datos, que podemos llamar aquí “minería de relaciones” –porque se encarga de encontrar relaciones, precisamente–, busca lo que pueda haber en común en un conjunto de datos, que aparentemente no tienen nada que ver entre sí, usando técnicas como las reglas de asociación, la correlación, los patrones secuenciales o las causalidades. Con los tres grupos de técnicas, predicción, descubrimiento de estructura y minería de relaciones, se definen los modelos que puedan servir a los objetivos de la enseñanza y convertirlos en aplicaciones al servicio de los docentes, claro, pero sobre todo de los alumnos. Porque parece que hablamos de los data, así, en abstracto, pero cada cual genera los suyos, los que se corresponden con sus intereses, deseos, intenciones, aptitudes o actitudes.

Mejora y personalización. Hay cuatro importantes aspectos, por tanto, en los que el uso de los datos masivos en la enseñanza puede ayudar: precisar qué ocurre, diagnosticar por qué sucede, prever qué puede venir después de eso y aportar información sobre cómo se puede mejorar. Porque, partiendo de la base de que cada alumno aprende de forma distinta o no tiene las mismas necesidades académicas, los profesores pueden ir creando planes individualizados, personales o grupales, para adelantarse, y son ejemplos, al posible abandono de un estudiante, para adaptar los contenidos de una materia al grado de conocimientos e implicación del grupo o para conocer el rendimiento de los alumnos según el sistema de trabajo que se ha puesto a su disposición.

Todo esto, para que conste, no significa más trabajo para el profesor, sino menos, pero hecho de una manera radicalmente distinta. Y es de gran utilidad para los centros, porque les va a permitir utilizar estrategias de enseñanza y evaluación que les harán ganar reputación. También añade valor en el plano práctico, porque podrán mejorar la comunicación entre docentes, alumnos y familias, lo que indudablemente redundará en una más adecuada gestión de sus relaciones.

Revolución. Kenneth Cukier, uno de los autores de La revolución de los datos masivos, escrita al alimón con Viktor Mayer‐Schönberger, cuenta la anécdota de un profesor de Standford que trabajaba con los llamados MOOC (Massive Online Open Courses) o cursos masivos abiertos en línea. Observó que en las lecciones siete y ocho de matemáticas, todos los estudiantes volvían a la lección tres: “esa lección era una clase de repaso y mostraba que a medida que los estudiantes avanzaban más en el curso, estaban menos seguros de sus bases en matemáticas”. Esto, añade Cukier, permitió al profesor comprobar que, sistemáticamente, el grupo se estaba quedando atrás, porque se lo estaban diciendo los datos. Así que pudo sacar dos enseñanzas: que debía preparar a sus alumnos de otra manera desde el principio y que tenía que desarrollar de forma distinta la famosa lección tres para que no se olvidasen tan fácilmente las bases.

La conclusión de este autor, que es editor de datos de la revista The Economist, además de columnista de prestigio, es que “tenemos que proponer a nuestros hijos otro sistema educativo ya que el actual fue concebido en una época diferente, en la era industrial, mecanicista, basada en una línea de montaje. Ahora la enseñanza se puede adaptar como lo hacen las recomendaciones de Amazon y Google, que se ajustan exactamente a nuestros intereses”. Pero siguiendo un proceso más humanizado, podemos añadir, que el utilizado por el comercio electrónico para hacernos llegar sus recomendaciones. Porque mientras que para estas es perfectamente operativo el mecanismo de recoger, analizar, predecir y ofrecer, en la enseñanza es inevitable la figura de un profesor –humano, por supuesto– que medie en la toma de decisiones.

Por si las dudas

Big data en Educación. El futuro digital del aprendizaje, la política y la prácticaBen Williamson. Ediciones Morata (2019).

Big Data en los procesos educativos de la Sociedad de la Información y Conocimiento. Ana Sofía Barón-Gamietea y Daniel Trejo-Medina, Universidad Nacional Autónoma de México. DSA Soluciones (México, 2016). (mayo de 2020).

Big data: la revolución de los datos masivos. Kenneth Cukier y Viktor Mayer-Schönberger. Editorial Turne Noema (2013).

El formato aprovecha los datos generados por cada alumno, desde que llega al centro hasta cuando hace algunas tareas en su casa, para que los profesores puedan diseñar clases efectivas y más personalizadas

Pioneros y «start ups»

Max Ventilla dejó Google para fundar en 2013 las escuelas AltSchool, que se considera una experiencia pionera en el uso de datos aplicados a la enseñanza, primaria en este caso. En 2019, AltSchool dejó de llevar directamente las escuelas y ahora se identifica como Altitude Learning, una compañía de software aplicado a la enseñanza con datos.

El mexicano Miguel Molina creó Analytikus, proyecto por el que ganó el Global EdTech Awards Latinoamérica: un premio que reconoce a las start ups más innovadoras en la transformación de la educación con tecnología. Su idea se ha exportado ya a distintos países y la han comprado importantes compañías del ámbito educativo universitario, como Laureate International.

Todo esto no significa más trabajo para el profesor, sino menos, pero hecho de una manera radicalmente distinta

La asignatura de la incertidumbre

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La asignatura de la incertidumbre

Señala la Unesco que más de 1 500 millones de estudiantes en todo el mundo «están o han sido afectados por el cierre de escuelas y universidades debido a la pandemia de la Covid-19». Las consecuencias de esta situación, a la que nos impulsa la necesidad de defendernos del SARS-CoV-2, a corto, medio y largo plazo, tienen unas dimensiones sobre las que alertan varios organismos internacionales. Llegado el tiempo de ir al colegio, al instituto, a la universidad… la única asignatura común es la incertidumbre. Porque mientras el ritmo vital de la humanidad no se detiene, somos incapaces de poner freno a la crisis sanitaria, y consecuentemente social, que nos rodea.

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LOS AUTÉNTICOS problemas, y de esto alertan organismos como la Unesco, están en suprimir radicalmente las clases presenciales. Ello, aunque el alumno tenga la posibilidad de conectarse a su profesor y compañeros con un buen equipo y mejor línea de datos (internet, para entendernos). “El cierre de escuelas –dice esa organización de la ONU que vela por la Educación, la Ciencia y la Cultura– conlleva altos costes sociales y económicos para las personas en todas las comunidades. Sin embargo, su impacto es particularmente severo para los niños y niñas más vulnerables y marginados y sus familias. Las perturbaciones resultantes exacerban las disparidades ya existentes dentro del sistema educativo, pero también en otros aspectos de sus vidas”.

Trece desasosiegos. Tras el párrafo que reproducimos en la página anterior y que, por su contundencia, deja un rastro de angustia difícilmente definible, la Unesco relaciona trece aspectos que consideran responsables de los apuntados altos costes sociales y económicos. Van desde lo más lógico y reconocible, como la interrupción del aprendizaje o el incremento en la deficiencia de la nutrición (por la ausencia de comedores escolares), hasta lo más espinoso de resolver, el aislamiento social, o lo más deleznable, como la mayor exposición a la violencia y la explotación: “cuando las escuelas cierran, aumentan los matrimonios precoces, se recluta a más niños en las milicias, aumenta la explotación sexual de niñas y mujeres jóvenes, los embarazos de adolescentes se vuelven más comunes y el trabajo infantil aumenta”.

El número de niños en el mundo a los que afecta el cierre escolar o las limitaciones para que puedan asistir es complejo de definir. Los diferentes organismos que lo miden cuentan con sus propias observaciones, lógicamente, pero también con los datos que les facilitan los distintos Estados. Quizás por eso, diferencias como las que podemos poner aquí de manifiesto: para una misma fecha, el 8 de noviembre de 2020, el Banco Mundial calcula que había 693,9 millones de niños cuyos países han cerrado los colegios y otros 129,7 millones que pueden asistir, pero con limitaciones. Para la Unesco, los niños afectados eran 224 millones. Tengan en cuenta que ponemos las cifras en pasado y referenciadas a una fecha concreta, porque la actualización de estos datos es constante, aunque no al mismo ritmo. Los números, en cualquier caso, son bastante mejores que solo quince días antes. Sobre la cantidad de países que cierran total o parcialmente sus centros escolares también hay discrepancias, probablemente por lo que unos y otros consideran cierre total, cierre parcial, cierre con limitaciones o apertura sin condiciones (la única condición es cumplir determinadas normas de protección sanitaria). Por dar una idea, hablamos de entre 30 y 60 países con cierres totales (de nuevo referenciado a 8 de noviembre). España, según el Banco Mundial, está en “cierre con limitaciones” o, según la Unesco, en fully open (completamente abierto): este ejemplo puede dar una idea de la diferencia de criterios sobre la realidad que el lector tiene más cerca.

Entre dos miedos. Nos referimos al temor de que los estudiantes sean vía de expansión del virus y al de que se den todos o alguno de esos trece riesgos que citábamos antes. De ahí las reacciones de los distintos países, muy influenciadas también por sus cifras respecto al número de contagios. Este aspecto, sin duda, irá determinando cambios para compatibilizar seguridad con recomendaciones de Naciones Unidas, con lo que es muy probable que algunas cosas no sean hoy, justo cuando usted se para en estas líneas, como nosotros lo describimos una o dos semanas antes. Pero intentemos un panorama internacional.

En Europa, en general, la apuesta es por la apertura total, con normas similares en los Estados en cuanto a distancia de seguridad, ventilación, higiene de manos, limpieza de pies, toma de temperatura, etcétera. Hay alguna particularidad, como Países Bajos, que no ha hecho obligatoria la distancia mínima, aunque sí la ventilación. Es más irregular lo dispuesto para el uso de mascarillas. En Francia y España, entre otros, se ha hecho obligatorio su uso: para los mayores de 11 años los galos y para los mayores de 6, nosotros. En Países Bajos y Alemania no es obligatorio el uso de mascarillas, excepción hecha de algunos landers germanos y de Berlín, que administrativamente se asimila a un lander. Hay alguna curiosidad como en Italia, donde se propusieron garantizar, al menos, un metro de distancia entre los alumnos, para lo que se apresuraron a hacer un pedido de pupitres especiales; eso sí: donde no lleguen, mascarilla permanente.

Y el mundo. Sin ánimo de ser exhaustivos, que sería imposible, por otro lado, podemos empezar por el país que fue el principio de todo: China. Su “problema” son los 200 millones de personas que se incluyen en el sistema educativo, así que, como en el resto de las actividades del país asiático para controlar la pandemia, normas estrictas en los centros: aulas desinfectadas hasta la obsesión, mascarillas, códigos sanitarios para entrar en los campus, tomas de temperatura y pruebas de ácido nucleico (las denominadas pruebas NAT, que son el método preferido de diagnóstico porque pueden brindar evidencia confirmada de infección).

Estados Unidos no tiene un criterio uniforme. En general, se recomiendan las medidas ya citadas para Europa, pero mientras que en algunos sitios combinan clases presenciales y telemáticas, en otros, como Los Ángeles o Atlanta, solo se imparten las no presenciales. Está también el caso de Nueva York, donde podrán ser presenciales los estudios en los distritos con una incidencia inferior al 3%. En Uruguay, uno de los países con menor incidencia de la pandemia, las clases empezaron en junio con bastante normalidad (recordemos que están en el hemisferio Austral), pero con un estricto protocolo nacional sobre normas de seguridad, incluyendo el uso de mascarillas (“tapabocas”) e instrucciones específicas sobre cómo actuar si hay un caso confirmado o sospechoso de infección. Si nos damos una vuelta por otras zonas continentales, en Israel, el plan de vuelta a clases tiene dos elementos base: número máximo de 18 alumnos por aula y solo dos días de clases presenciales a la semana (el resto, online). Y en Corea del Sur, hay turnos rotatorios a lo largo de la semana para que solo una tercera parte de los estudiantes de cada clase –dos tercios si son de bachiller– pueda asistir en modo presencial mientras los demás están vía online.

Datos de contagio. Otra cuestión es si con las medidas de seguridad, aunque sean mínimas, las clases presenciales suponen un mayor riesgo de contagio. Según la experiencia de países como Dinamarca y Finlandia, ese riesgo es mínimo. Con datos de la pasada primavera en Dinamarca, en plena primera oleada de la pandemia, cinco semanas después de la reanudadas las clases “no se pueden ver efectos negativos de la reapertura de las escuelas”, según explicó a la agencia Reuters Peter Andersen, doctor en epidemiología y prevención de enfermedades infecciosas del Danish Serum Institute. Las medidas danesas se basaron en los denominados “grupos burbuja”, evitar coincidencias en horas de entrada y salida y áreas diferenciadas en los patios de recreo. Finlandia reportó una situación similar en cuanto a una bajísima incidencia de contagios en las escuelas y a partir de ellas, aunque referido a un periodo de dos semanas solamente, lo que es poco tiempo, pero coincide con lo que internacionalmente se considera lapso de seguridad para controlar la transmisión del virus.

Evidentemente, muchos de los temores ponen sobre el tapete algo más que las consecuencias derivadas de que un grupo de estudiantes estén juntos en un aula durante varias horas. El transporte hacia y desde los centros de estudio, los momentos de descanso (los “recreos”) o los comedores escolares son aspectos que se miran con algo más que recelo. Y ello, aunque ya se tengan modelos informáticos de la transmisión del virus por aerosoles, según los cuales es mucho mayor riesgo de que los contagios vayan del profesor a los alumnos y no a la inversa.

Por si las dudas

What have we learnt? Hechos salientes de una encuesta a los ministerios de educación sobre las respuestas nacionales a la COVID-19.
UNESCO, UNICEF y Banco Mundial (octubre de 2020)

The impact of the Covid-19 pandemic on education financing.
Grupo Banco Mundial (mayo de 2020).

Protocolos y medidas: actuación para el desarrollo de la actividad educativa en la naturaleza ante el covid-19.
Asociación Nacional de Educación en la Naturaleza EdNa (mayo de 2020)

Marco para la reapertura de las escuelas.
UNICEF (abril 2020).

Un día a día distinto

VARIOS maestros y profesores de centros públicos y concertados de toda España nos han hecho llegar sus respuestas a una pregunta que formulamos vía online y con vocación de síntesis: “¿Puede decirnos en pocas palabras cuál es el cambio más significativo en su actividad diaria (solo uno, por favor) en el comienzo de este curso?”. Resumidas y ordenadas de mayor a menor coincidencia, he aquí los aspectos más citados:

  1. Tener que recordar permanentemente las medidas de seguridad en el aula/patio/comedor.
  2. Adquirir el hábito de dar clases online y alternarlas con la presenciales o dar clases mixtas.
  3. Adquirir/ampliar habilidades telemáticas.
  4. Inventar/crear apoyos didácticos (dos de los profesores han citado proyectos de “gamificación”) para mantener la atención de los alumnos, sobre todo en las clases mixtas (presenciales/telemáticas).
  5. Asegurarnos de que llegan bien los mensajes (tareas, instrucciones, horarios, cambios, calificaciones) por WhatsApp/Telegram/redes sociales.

Al aire libre

UNA carta publicada por Science en octubre de 2020 y firmada por Kimberly Prather, de la Universidad de California en San Diego, en nombre de un grupo de científicos, ponía de manifiesto una vez más que el contagio en lugares abiertos es mínimo. Esto ha dado alas a los que piensan que las aulas ideales en tiempos de pandemia son las que tienen por tejado el cielo y mejor si están rodeadas solo de árboles; algo que no es nuevo, porque ya en pandemias anteriores se había llevado a cabo. Y aunque la primera imagen que tenemos de aulas al aire libre es la de aldeas con pocos recursos, pero con buen clima, el frío y la lluvia, dicen, no tiene que ser obstáculo. Meses antes de la carta de Prather, se empezaron a producir movimientos en todo el mundo apostando por las aulas abiertas, que están recibiendo el aval de los epidemiólogos más reconocidos. En España contamos con la Asociacion EDNA de Educación en la Naturaleza, que ha diseñado sus Protocolos y medidas. Su idea es que los espacios existen y que solo hay que habilitarlos.

«La otra vuelta al cole», por Xavier Bertolín

ALDEA GLOBAL

La otra vuelta al cole

XAVIER BERTOLÍN,
Director Corporativo de Educación de la
Fundación “La Caixa”


@FundlaCaixa
Instagram: fundlacaixa

NUNCA antes la vuelta al cole había cobrado tanto significado. Ni había estado tan lejos de ser ese reencuentro con compañeros y amigos tras el verano. Con la llegada de la nueva normalidad, la mochila de alumnos, padres y profesores para el nuevo curso 2020-2021 ha estado cargada hasta arriba de incertidumbre.

La pandemia nos ha mostrado con toda su crudeza problemas sociales que ya conocíamos. Ha ahondado la brecha digital y nos ha vuelto a recordar que la inclusión y la conciliación familiar son fundamentales. En la escuela, además, hemos identificado problemas de infraestructuras, de capacitación docente en lo relativo al uso de herramientas digitales y de ausencia o presencia de la aplicación real de un plan digital de centro. Los esfuerzos de la comunidad educativa se han focalizado en intentar dar, a pesar de todo, la mejor respuesta posible a un reto sin precedentes: poder garantizar el derecho a una educación de calidad y en equidad a millones de escolares que estaban confinados en sus domicilios.

Hoy sabemos que la escuela no estaba preparada para la pandemia, que no estaba preparada para dar continuidad a la actividad educativa más allá de la actividad presencial. Ni, en definitiva, para verse forzada a llevar a cabo una transición tan repentina como acelerada a un modelo de aprendizaje a distancia y online. Con serias dificultades para acceder a la enseñanza en línea por parte de muchas familias, la complejidad de la inclusión y la atención a la diversidad en un contexto virtual, la escuela sólo digital no estaba al alcance de todos. Hemos puesto a prueba con mayúsculas nuestro sistema educativo. Y esa prueba está constatando que, pese a los esfuerzos de las administraciones por impulsar la digitalización de la enseñanza en los últimos años, no se estaba produciendo, realmente, una transformación digital en el sector educativo. A esto hay que añadir que estamos conociendo, de la mano de varios organismos especializados en la materia, los efectos negativos que esta crisis está teniendo en el aprendizaje de los alumnos y en el incremento de la tasa de abandono educativo. Las expectativas a corto plazo no son nada halagüeñas.

El reciente informe Efectos de la crisis del coronavirus en educación, publicado el pasado mes de marzo por la OEI, destaca que “el cierre de los centros escolares puede afectar al aprendizaje de los alumnos, especialmente de los más rezagados. Además, agravan esta situación factores como son la situación económica y laboral en los hogares, el acceso a internet o incluso el nivel de estrés de los padres, actores fundamentales en el acompañamiento de la educación en casa”. Y desde Unesco se advierte que hasta 24 millones de alumnos desde preescolar hasta ciclos superiores podrían abandonar los colegios en 2020 como consecuencia de los cierres de sus centros escolares. Una tendencia especialmente preocupante en nuestro país, si tenemos en cuenta que el que tiene mayor tasa de abandono estudiantil del continente europeo (17,3%) según la última Encuesta de Población Activa (EPA) del INE de 2019.

Ahora bien, si en algo hay consenso en la comunidad educativa es que la asistencia presencial es necesaria. Por un lado, al evidenciarse las actuales carencias del sistema educativo respecto a la enseñanza online. Y por otro, todavía más preocupante, constatar que con el cierre de las escuelas se han acentuado significativamente las diferencias sociales. De hecho, la llamada brecha digital ha afectado desproporcionadamente a los niños de bajo nivel socioeconómico, con discapacidades y de otros grupos vulnerables.

Como confirmaba la ministra de Educación, Isabel Celaá, a comienzos de agosto “si algo hemos aprendido de la pandemia es que, además de que la escuela es insustituible, los resultados de la presencialidad también lo son”.

Pero la reapertura y el retorno de esa presencialidad necesaria deben hacerse en condiciones de seguridad y de manera compatible con la mejor respuesta general ante la Covid-19. En este sentido, un equipo de expertos de la Universidad de Harvard ha publicado recientemente un informe con diferentes indicaciones para que se reduzca el riesgo de contagio. Con este documento, titulado Escuelas saludables. Estrategias de reducción de riesgos para la reapertura de las escuelas, los investigadores aseguran que existen pruebas científicas que indican que los riesgos a los que se exponen los estudiantes y empleados se pueden reducir si las escuelas implementan estrictas medidas de control y reaccionan de manera dinámica ante los brotes que pudieran aparecer.

Así y todo, busquemos una respuesta sanitaria y educativa coherente, globalmente satisfactoria. Pasemos a la siguiente fase. No nos quedemos en una vuelta al cole con una presencialidad de saldo. Apuntemos hacia otra vuelta al cole, con las mejores condiciones de aprendizaje y enseñanza para todo el alumnado.

Partimos del hecho de que los docentes poseen diferentes niveles de competencia digital o tecnológica. Y de que esta desigualdad se traslada a los conocimientos o habilidades que adquirirán sus estudiantes. Es, por tanto, una tarea ineludible favorecer procesos formativos de capacitación que busquen la mejora de la competencia digital. Y sumarle la creación de espacios virtuales de intercambio de buenas prácticas en red, una red “entre-profes” que aprenden juntos y colaboran. A lo que hay que añadir el impulso de nuevos modelos de liderazgo en los equipos directivos de las escuelas que se comprometan, apuesten e inviertan en la formación permanente de su profesorado. Prerrequisitos indispensables para el aprendizaje del alumnado en un contexto de educación a distancia y online. Demos continuidad a la senda iniciada con lo mucho que hemos aprendido sobre educación en este tiempo de pandemia, e impulsemos la transformación educativa en la era digital.