ALDEA GLOBAL

CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO,

Director de «El Independiente»

 

"Los europeos estábamos mirándonos el ombligo y, de repente, ¡zas!, estalló la guerra en nuestra frontera"

Una bofetada de realidad

Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, el presidente norteamericano, Woodrow Wilson, declaró que ya no volvería a haber más guerras como esa. Confiaba en que el horror causado por los millones de muertos y el espíritu pacificador que llevó a creación de la Sociedad de Naciones, que él impulsó, harían que nunca más se repitiera tal barbarie.

Pero veinte años después, Hitler echó por tierra el vaticinio de Wilson. La Segunda Guerra Mundial sería aún peor que la Primera.

La guerra fría que se instaló en el planeta tras el final de la Segunda Guerra Mundial trasladó los conflictos entre los dos bloques al extrarradio europeo. En realidad, nunca dejó de haber guerras, pero estas no afectaban directamente a las grandes potencias. África, América Latina y, sobre todo, Asia se convirtieron en el tablero de operaciones en la disputa por el control de áreas de influencia.

Tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS algunos, como el politólogo norteamericano Francis Fukuyama, pensaron que la historia tal y como la conocíamos había acabo. Pero se equivocó. Treinta años después de la publicación de su famoso libro El fin de la historia y el último hombre, en Europa vuelven a estallar las bombas.

Los europeos hemos vivido plácidamente durante estas tres décadas. Rusia, pensábamos, había caído rendida a los encantos del capitalismo y China no se veía como una amenaza. Durante unos años, el peligro para la paz se focalizó en el terrorismo yihadista. Los atentados de las torres gemelas, de Madrid y de Londres, evidenciaron los agujeros de seguridad e inteligencia que se habían producido tras la relajación que siguió a la caída del Telón de Acero. ¡Qué tremendo error!

Occidente reaccionó con operaciones militares y de ocupación en Afganistán e Irak, que no lograron sus objetivos finales. La consolidación de Al Asad en Siria, tras diez años de cruenta guerra contra su pueblo, y, sobre todo, la retirada de Afganistán, cuyo gobierno volvió a manos de los talibanes el pasado mes de agosto, evidenciaron la debilidad de EEUU y sus aliados.

Pero a los gobernantes europeos y a la mayoría de los ciudadanos de la UE lo que más les preocupaba entonces era mantener su nivel de vida y mejorar sus sistemas de salud tras la eclosión del Covid, que ha puesto de relieve la ineficacia de sus sistemas sanitarios para hacer frente a la pandemia.

La decisión de Vladimir Putin de invadir Ucrania, sin una provocación previa, saltándose la legalidad internacional y el cumplimiento de sus propias promesas ante los líderes europeos, es un golpe de mano que obedece al intento de Rusia de volver a ser un actor protagonista de la escena internacional, que se produce en un contexto de repliegue de EEUU y de falta de liderazgo en Europa.

Los europeos estábamos mirándonos el ombligo y, de repente, ¡zas!, estalló la guerra en nuestra frontera.

Ha sido un baño de realidad que nos enfrenta a los horrores de los bombardeos de ciudades, al éxodo de millones de personas y al miedo a que un conflicto nuclear.

El mundo ya no será igual. Europa -ese es uno de los efectos positivos de lo que está pasando- ha cobrado conciencia de sí misma. La dureza de las sanciones económicas a Rusia, el envío de armas a Ucrania y la decisión de aumentar los presupuestos de defensa, sobre todo de Alemania, han animado a los países más relevantes a convertir a la UE en algo más que un club de intereses económicos.

Los parlamentarios europeos han pasado de discutir sobre el tamaño de las jaulas en las que deben transportarse las gallinas, a brindar solidaridad a un pueblo que está siendo masacrado por la superioridad militar de una Rusia que quiere recuperar su imperio. ¡Ya era hora de dejar de hablar de tonterías!

Las decisiones tienen sus consecuencias. Putin podrá ganar la guerra, pero ya para siempre será un paria con el que los países democráticos no querrán tener nada que ver. La renovada conciencia europea puede alumbrar lo que, hasta ahora, no era más que un planteamiento teórico: la necesidad de crear un ejército europeo. Europa es consciente de que tiene poder, pero que éste debe estar sustentado en Estados fuertes. Esa es una mala noticia para los movimientos secesionistas.

Mientras que Rusia corre el peligro de quedar aislada internacionalmente, China consolida su posición como gran actor a la altura de Estados Unidos. Europa tiene dos opciones: o seguir dependiendo de las prioridades que marque Washington, o bien tener su propia agenda, aunque se mantenga la alianza occidental dentro de la OTAN.

Las guerras cambian muchas cosas. Una de ellas es la economía. Europa tiene que plantearse su estrategia energética a medio y largo plazo. Es una decisión muy importante que tiene que engarzar, por un lado, la transición a las energías limpias y, por otro, la independencia energética del gas ruso y el petróleo de los países árabes.

Mientras que Estados Unidos y China se disputan la primacía económica mundial, sobre los ejes de la tecnología, la inteligencia artificial y el control de los datos, Europa todavía no tiene una agenda propia para competir en esas áreas. Es otros de los asuntos que los líderes europeos tienen que abordar en el corto plazo.

El mundo, decíamos, ya no será igual. No habrá globalización, sino áreas de influencia y alianzas. Ha llegado el momento de que el baño de realidad de la invasión de Ucrania genere un nuevo concepto más robusto, más político, y más competitivo de Europa.