ALDEA GLOBAL
ANTONIO DURÁN-SINDREU,

Profesor Asociado UPF. Doctor en Derecho y Socio-director Durán-Sindreu Asesores Legales y Tributarios

“El camino es acometer una reforma integral del sistema tributario, en la que se afronte de una vez por todas la tributación de la riqueza”

Reflexiones sobre la presión fiscal en España

Parece ser que alcanzar una presión fiscal algo superior a la media europea es un éxito histórico. Pues, ¿qué quieren que les diga? Personalmente, aumentarla sin más no me dice nada. Su valoración exige compararla con otros parámetros, como la mejora en la calidad de los servicios, la eficacia de las políticas de gasto, la renta per cápita, o el nivel de endeudamiento. Prefiero, sin duda, menor presión fiscal y mayor calidad de los servicios, que mayor presión fiscal sin mejor calidad de los servicios o eficacia en la gestión de las políticas de gasto. Pero, además, la recaudación no necesariamente se aumenta con mayores impuestos, sino también con mayor riqueza. Sin esta, los impuestos carecen de sentido. En consecuencia, cuanto mayor sea la riqueza, mayor será la recaudación. Recaudar más también se consigue corrigiendo los muchos déficits de equidad de nuestro sistema tributario.

Lo cierto es que la presión fiscal ha llegado a su límite. Al menos, esta es mi opinión. Creo que se es muy consciente de que la presión fiscal de las rentas medias y bajas ha llegado a su límite. Vaya, que a los de siempre no se les puede ahogar más, al menos, de forma transparente. Sí que se les puede apretar más de forma silenciosa a través de no deflactar la tarifa del IRPF, o de no actualizar el mínimo personal del contribuyente que, recordémoslo, es el importe necesario para cubrir las necesidades más básicas y que permanece invariable desde 2015. También lo es actualizar otros límites muy sensibles para este tipo de rentas, como el importe de las reducciones para los rendimientos del trabajo de pequeña cuantía, o el importe que en concepto de otros gastos se puede deducir para calcular el rendimiento neto del trabajo en el IRPF. Pero también lo es no deflactar los tipos del IVA que, recordémoslo, es un impuesto regresivo y, por tanto, que a quien más perjudica es a quien menos renta tiene.

Sin embargo, con todo ello no es suficiente. Tampoco lo son los ingresos caídos del cielo consecuencia de la guerra de Ucrania y la consiguiente inflación, que ha incidido, e incide, en los productos y servicios más básicos.

La dosis de anestesia se incrementa pretendiendo hacernos creer que la culpa de todo la tienen los ricos. Y no es así. Es cierto que hay que plantear muy seriamente introducir progresividad en el Impuesto sobre Sociedades (en adelante, IS). Hace tiempo que lo vengo diciendo. El esfuerzo fiscal de quienes más beneficios tienen (astronómicos, diría yo), es mucho menor que el esfuerzo fiscal de cualquier autónomo. El problema se agrava si tenemos en cuenta que nuestro sistema tributario favorece el trasvase de rentas del IRPF al IS, y el remansamiento de beneficios, es decir, el no repartir dividendos; circunstancias, ambas, casi exclusivamente al alcance de las rentas más altas.

Por su parte, la internalización y globalización de la economía han aumentado el riesgo de las deslocalizaciones e incentivado la competencia fiscal internacional, que no se limita solo a los países europeos.

No niego que el cambio climático, la necesidad de mayor gasto de defensa y las diversas crisis que atravesamos, obliguen a aumentar determinados impuestos o a aprobar otros nuevos, que se les bautiza como de solidaridad. De hecho, tal vez era lo único que se podía hacer ante la asfixia fiscal de la clase media. No olvidemos que esta ha sido, y es, la más perjudicada. De hecho, muchos de los llamados impuestos caídos del cielo son consecuencia directa del empobrecimiento de la clase media. Ahí están el IVA y determinados impuestos especiales.  

No creo que este sea el camino. El camino es acometer una reforma integral del sistema tributario, en la que se afronte de una vez por todas la tributación de la riqueza y se adapte aquel al futuro no tan lejano en el que el trabajo dejará de ser el recurso más intensivo en el proceso de creación de riqueza. Habrá, pues, que empezar a tomar medidas con relación al gravamen de los recursos tecnológicos que lo suplan; promover incentivos fiscales destinados a crear riqueza vinculándola a la capitalización y a la inversión en activos productivos y en la creación de empleo; premiar a las empresas que repartan dividendos en lugar de remansarlos; fomentar el equilibrio medioambiental mediante una verdadera fiscalidad participativa que discrimen positivamente a quienes así lo hagan, y a quienes inviertan en sostenibilidad y en políticas de economía social; habrá que valorar también si los impuestos con finalidad extrafiscal han de tener mayor protagonismo. Y así, un largo etcétera. El camino no es, pues, el del parcheo. Es el de afrontar de una vez por todas y de forma conjunta y solidaria, el futuro que tenemos por delante. No hay que centrarse en el presente, sino en el futuro.

Sin embargo, y a pesar de hacerlo como decimos, hay que ser conscientes de que la presión fiscal tiene un límite, que es aquel que razonablemente la economía de cada país puede soportar. Por ello, es necesario valorar también la eficacia de todas las ayudas, prestaciones económicas, e incentivos, y evitar las duplicidades administrativas y el gasto superfluo, político, o clientelar. Hace falta que nuestros responsables políticos respondan personalmente por su inacción o falta de diligencia. En consecuencia, y en mi opinión, la mayor presión fiscal que soportamos no es la solución a nuestros problemas, ni a los del mundo en general.