ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA
Pasión por la literatura, por Enrique Arnaldo Alcubilla,
Magistrado del Tribunal Constitucional. Letrado de las Cortes Generales. Catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad Rey Juan Carlos
Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Enrique Arnaldo Alcubilla, Magistrado del Tribunal Constitucional. Letrado de las Cortes Generales. Catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad Rey Juan Carlos; Pablo de Lora, Catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid Escritor, ensayista y divulgador y Paz Velasco de la Fuente Jurista-criminóloga, escritora y divulgadora. Especialista en delitos violentos y personalidad psicopática. Presidenta del Comité Asesor de Expertos del Colegio Profesional de la Criminología de la Comunidad de Madrid. Profesora de Criminología en la Universidad Internacional de Valencia (VIU) y la Universidad Católica de Murcia (UCAM).
Nunca he podido dejar de mirar las listas de los libros más vendidos, por más que siempre haya rechazado la ley de los números más altos para guiar mis pasos o mis gustos, para el caso, mis lecturas. Me confieso un lector pasional y también selectivo (tenemos el tiempo que tenemos), aunque cultivo todos los géneros (dicen que en la variedad está el gusto). Teóricamente esas listas, que publican los suplementos culturales al uso, están confeccionadas a partir de los datos irrefutables que son las ventas, pero nunca he llegado a confiar en la metodología empleada para su elaboración.
Además de desconfianza, esas listas han hecho nacer en mí el efecto desaliento hacia los consagrados como veinte títulos olímpicos, al decir de los compradores físicos o internáuticos. A lo más cuatro o cinco de esas obras me suelen resultar mínimamente atractivas.
Desdeñar a priori la mayor parte de las publicaciones que son las más adquiridas, me convierte -claro está- en un lector raro, clasificable dentro del género minoritario. Quizás sea alguien que, por lo demás, menosprecia la popularidad, entendida como una subespecie del éxito que se deriva de la mayor difusión o del número de seguidores más aplastante. Desprecio la lección que el marketing de cualquier clase nos impone: nos gusta (y nos debe necesaria y obligatoriamente gustar) lo que más se consume, lo que más se vende, la canción que más se reproduce o el libro que más se divulga. Por eso triunfan las modas, que uniforman modales, aunque quizás en la sociedad contemporánea triunfa la homogeneización general y no solo del aspecto exterior. Casi todo tiende a parecerse en demasía.
Pseudoliteratura: la catequesis cultural dominante
Si para el apellido de raro ya he ganado mi sitio en el podio, estoy muy cerca de alcanzarlo con el de elitista de salón y con el de envidioso recognoscible a primera vista. En efecto, de mis palabras puede inferirse que desprecio la gama inexplicable de aquellos que triunfan con una suerte de pseudoliteratura enladrillada por la inteligencia artificial, pero que acceden triunfales al hit-parade de la literatura desechable. Y quizás no tenga más remedio que asumir la crítica negativa porque es verdad que soy incompatible -y me apropio la expresión certera de Karina Sainz Borgo- con “la catequesis cultural dominante”, equivalente quizás a “lo políticamente correcto”. Pero no puedo dejar de confesar que he de taparme los ojos al pasar por delante de las, por desgracia, no pocas estanterías repletas de centenares de libros prescindibles, olvidables, de usar y tirar, efímeros. Ahora bien, me encantan algunas obras adjetivadas de best-seller construidas gracias al arte de la imaginación y de la naturalidad, huyendo de la perversión de lo trémulo, de lo trepidante y de lo poco creíble.
Tal vez otros piensen -si es que disponemos de tiempo para pensar en la sociedad motorizada- que mis palabras (tal vez ácidas en demasía) ocultan a un escritor frustrado. Es seguro que todos llevamos en nuestro interior un árbitro de fútbol, capaz de discutir sobre cada jugada con argumentos irrebatibles. Pero probablemente también todos tengamos alma de escritor. Y si lo deducimos de la enorme cantidad de libros publicados cada semana, concluimos que, en efecto, son muchas las vocaciones incluso tardías. Reconozco que me contengo de sumarme al elenco. Llámesele prudencia o quizás pudor. Ya hace años renuncié a seguir pintando al óleo o a la acuarela. Lo dejé cuando me interesé por la historia del arte, cuando comprobé lo que otros (grandes, grandísimos) pintores habían sido capaces de pintar. Llámesela, pues, respeto.
Literatura y civilización
Escribió Mariano José de Larra que la literatura es la expresión, el termómetro verdadero, del estado de civilización de un pueblo. Casi las mismas palabras empleó León Tolstoi: un libro bien escrito es el mejor producto de la civilización. Así se explica la pasión inagotable por la literatura a la que los aficionados (pasionales decía antes) nos entregamos a través de la lectura, como la del arte a través de la contemplación, o la de la música a través de la audición. Pero de todas, sublimo la lectura. Quizás por la incapacidad para esas otras habilidades. Me quedé con los ojos y renuncié a la pluma y al pincel. Leer es vivir con pausa, sin impaciencia, como exigía Pío Baroja para ser un “lector bueno”, que es, además, aquel que dialoga con el autor; al que en ocasiones complementa y, en otras, hasta le corrige e incluso le regaña por algún desvarío.
El texto literario, como toda obra de arte, permite el encuentro entre un objeto de estructura singular y un sujeto capaz de aprovecharlo, de integrarlo, de hacerlo existir, para que tome forma corpórea y no solo espiritual. Por eso, la lectura incluye, al tiempo, una actividad de creación y de descubrimiento (Roman Ingarden). Ahora bien, no lo olvidemos, es una actividad asimismo placentera, de deleite y de distanciamiento de lo cotidiano.
El lector -que es el título de la mejor novela del alemán Bernhard Schlink adaptada extraordinariamente al cine- tiene una cita regular con la librería, aunque en la contemporánea sociedad distópica (deportiva y al tiempo sedentaria) no son pocos los que han desertado y sustituido la visita al librero por el encargo a un almacén, no precisamente de los sueños, como el descrito por Ismail Kadaré, a través de una aplicación. Más aún, son ya legión los defensores a ultranza del libro electrónico, cómodo y más económico. He de revelar mi inconfesable secreto: no ya mi torpeza sino mi impericia para adaptarme a la pantalla. Igualmente me cuesta renunciar a toquetear el libro, a leer la contraportada, a abrir sus páginas, a olerlo o descubrirlo, según prefieran, antes de decidir su adquisición. Me encanta también confrontar con el librero, confirmar mi elección, oír sus comentarios, los propios y los adquiridos de otros compradores socializadores como yo. Escribió Roberto Piglia que “no hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer”. Y ello solo es posible tras el acto previo de elegir lo que se va a leer.
La poderosa necesidad de leer
Para el verano podemos elegir una novela larga y densa, aunque como nos enseñó Francisco de Quevedo -no confundir con un cantante identificado con ese apellido que antecede al genial escritor en el tótem contemporáneo que es Google- hay libros cortos que, para entenderlos como se merecen, se necesita una vida muy larga. Pero debemos alternar la novela con un ensayo de historia o de psicología social, sin olvidar el libro de viajes o una buena biografía. Leer es vida, forma parte esencial de la vida. A veces es releer, opción preferida por los más maduros que, como Manuel Vicent, afirma: “no tengo ganas de explorar, prefiero ir a lo seguro. El clásico se adopta a tu estado de ánimo. Es como el jazz: se adapta a lo que tú en ese momento estás deseando”. El siempre despegado intelectual prefiere el regusto de la relectura desde su atalaya de la originalidad que le permite prescindir de las banalidades y bagatelas literarias del presente. Es frecuente incluso escuchar la solemne revelación de distancia con el presente de quienes hacen gala de leer exclusivamente a autores ya fallecidos que han logrado perdurar y no ser enterrados en la alcantarilla del paso del tiempo. Hay mucho postureo. No nos perdamos en fruslerías y disfrutemos de la pasión que nos aprisiona, la pasión por la literatura. Esta pasión es, también, una necesidad. Y poderosa es la necesidad, que decía Goethe.