“Nada menos que 41 países han aprobado algún mecanismo de control de las inversiones, de los cuales 26 son europeos”
El discreto encanto de la acción de oro
Manda la geopolítica, y es, en este contexto, en el que hay que situar un fenómeno impensable no hace demasiado tiempo. Los gobiernos, también el español, se han dotado de nuevos instrumentos jurídicos para evitar la entrada de capital extranjero en empresas consideradas estratégicas por razones de interés general.
No es, desde luego, un fenómeno nuevo. Margaret Thatcher utilizó en los años 80 un instrumento similar —en aquellos años se llamaba acción de oro— para evitar la entrada de capital foráneo en las empresas privatizadas. Otros gobiernos siguieron la estela de la premier británico, y fue entonces cuando la propia Unión Europea tuvo que poner un cierto orden para permitir los derechos de veto siempre que fueran coherentes con el interés general.
Algo, sin embargo, ha cambiado en los últimos años. En particular, desde la pandemia, que rescató viejos hábitos. La nueva tendencia se ha acelerado, hasta el punto de que nada menos que 41 países han aprobado algún mecanismo de control de las inversiones, de los cuales 26 son europeos. En 2010, apenas seis países habían aprobado alguna legislación.
Incluso Irlanda, un territorio poco hostil a la inversión extranjera, ya que ha encontrado su razón de ser en el capital foráneo y el comercio internacional, cuenta desde primeros de este año con un instrumento de control.
En el caso español, estará vigente, en principio, y tras una prórroga de dos años, hasta el 31 de diciembre de 2026. El objetivo es mantener la protección de sectores estratégicos y de interés nacional que afecten a la seguridad, la salud y el orden público.
¿Qué es lo que ha cambiado para explicar este giro de guion impensable hasta hace poco? Obviamente, las incertidumbres geopolíticas y la consolidación de un nuevo orden internacional en el que ya no prima la eficiencia, sino la seguridad. Si hasta el primer mandato de Trump seguía avanzando la globalización, hoy los Estados tienden a protegerse de la amenaza exterior, aunque sea económicamente menos eficiente. Algo que explica que las medidas de control ya no se apliquen sólo a sectores considerados estratégicos, sino que el abanico se ha ampliado a actividades como la industria farmacéutica, el automóvil, los semiconductores y en general la industria electrónica o los metales o minerales críticos.
Como no podía ser de otra manera, y ante el aumento de las incertidumbres, el resultado es que la inversión extranjera directa mundial cayó un 11% en 2024, lo que significa que es el segundo año consecutivo de descensos, algo que confirma, en palabras de la UNCTAD, la profundización de la desaceleración de los flujos de capital productivo.
Incluso la UE ha tenido que ceder. Aunque la libertad de movimientos de capitales sigue siendo un pilar básico de su funcionamiento, el Reglamento Europeo de Control de Inversiones de 2019 amparó las políticas restrictivas que los gobiernos han desplegado. Hay un problema, y no es pequeño. La UE, y sobre todo los gobiernos, saben que están obligados a garantizar un equilibrio entre el control de las inversiones y la entrada de capital de terceros países. De lo contrario, Europa corre el riesgo de perder atractivo como destino de las inversiones extranjeras. Es decir, puede provocar un frenazo en los flujos de inversión exterior. Ese es el margen estrecho en el que se mueven las legislaciones. Sí, pero no; no, pero sí.
No es poca cosa lo que se juega España, que en 2024 fue el decimotercer país en el mundo en captación de inversión extranjera. Y si se analizan los proyectos greenfield, es decir aquellos que suponen una inversión desde cero, completamente nueva, sería el quinto país del planeta.
La legislación, conscientemente, hace descansar en un organismo técnico, la Junta de Inversiones Exteriores, la concesión de las autorizaciones, y hay que decir que hasta el momento los vetos han sido mínimos. De las 136 solicitudes presentadas el año pasado, 42 fueron archivadas por no afectar a un sector crítico, mientras que el 85% de las 94 restantes (el 90%) fueron autorizadas sin condiciones al no haberse encontrado riesgo significativos. En ocho casos se concedió la autorización con la aplicación de alguna restricción y sólo en un caso se denegó la solicitud de autorización debido a la existencia de riesgos no resolubles.
¿Qué significa esto? Pues ni más ni menos que el principio de libertad de movimiento de capitales ha sido matizado, aunque todavía de forma muy modesta. O corregido, como se prefiera, por un bien que hoy, no antes, se considera superior: la seguridad. O expresado de otra manera: manda la geopolítica, que no es otra cosa que una corrección de la globalización en favor de nuevos bloques.
¿Cuál es el problema? Las incertidumbres que genera la aplicación de las distintas regulaciones que, necesariamente, incorporan un cierto subjetivismo político en su aplicación práctica. Conceptos como ‘razón de Estado’ siempre son vaporosos y en ocasiones, incluso, escapan del control jurisdiccional. Incluso la valoración sobre el impacto de la inversión extranjera en determinados sectores o empresas se mueve en el terreno del “riesgo potencial”, como proclama el real decreto aprobado en 2023.
A ello hay que añadir que la propia legislación europea da un margen —en ocasiones elevado— a los gobiernos para actuar. Es decir, tanto los requisitos como los umbrales para presentar una notificación de inversión dependen en última instancia de cada Estado. Y aquí, una vez más, hay que tener en cuenta la correlación de fuerzas entre los Estados y la propia Comisión Europea.

