ALDEA GLOBAL

 
INOCENCIO F. ARIAS,

diplomático

 

El Aukus y las prioridades de Estados Unidos

Unos tantos y otros tan poco. Nuestro Sánchez tuvo que esperar diez meses para que Biden lo llamara (y lo hizo porque necesitaba nuestras bases para su precipitada salida de Afganistán) y el francés Macron se permite tardar siete días en ponerse al teléfono del americano. Además, ha accedido a verse con Biden en Roma siempre que la entrevista fuera en “territorio francés”, en la embajada de Francia en la capital italiana.

Que Macron se haga el gallito ante el hombre más poderoso del mundo obedece no a que Francia sea más importante que nosotros, que lo es -tiene el arma atómica, más peso económico, mucha mayor influencia en Europa y está en el Consejo de Seguridad- sino que Washington acaba de hacer una jugarreta pérfida a su aliado más antiguo. Le ha robado, con premeditación y alevosía, no exagero, un importante contrato para suministro a Canberra de submarinos. Los que le va a vender Estados Unidos son de propulsión nuclear, navegan más rápido y tienen mayor autonomía que los franceses movidos por diesel y electricidad. El contrato con Francia ascendía a 54.000 millones de euros, un golpe no baladí para la economía francesa y para el orgullo, un tanto chovinista, de nuestros vecinos.

“Ha sido una puñalada en la espalda” dijo el ministro francés Jean Yves Le Drian. No le falta razón. El acuerdo galo con Australia era firme. La última reunión de los ministros competentes franceses y australianos en la que se trataron los submarinos fue el 30 de agosto y estos no dijeron ni una palabra sobre que llevaban meses negociando con los yanquis. Turnbull, anterior primer ministro australiano, el que firmó en 2016 el acuerdo con Francia, se ha desmelenado manifestando que no se puede engañar a la gente y que Australia se ha metido un gol en su propia puerta; los submarinos americanos, arguye, no llegarán hasta 2040 y habrá una mayor dependencia nuclear de Estados Unidos.

Biden, después de una reunión a solas con Macron y otra de hora y media con los colaboradores de ambos, se ha visto obligado a manifestar que su gobierno había actuado “torpe y poco elegantemente con Francia”. No ha pedido, con todo, disculpas y es poco probable que no estuviera al corriente, como pretende, de la afrenta a los franceses.

El incidente diplomático muestra, en primer lugar, que Estados Unidos, en temas decisivos, defiende muy primordialmente sus intereses, con Biden, Trump, Clinton o Bush, sin importarle en exceso los de sus aliados. Pensemos en la salida de Afganistán, otra ocasión en que los americanos informaron a sus aliados, pero no les consultaron antes de tomar la decisión.

Este comportamiento, advertido en Europa, nos lleva a otra segunda enseñanza, la de la razón por la que Washington ha actuado tan groseramente. Se llama China. La fijación con el potencial desequilibrante del coloso asiático se ha extendido por Estados Unidos. No es patrimonio de los ideólogos de la derecha, del partido republicano. Un documento oficial del gobierno de Biden afirma que China es el único competidor que por su poder económico, político y diplomático puede desafiar el orden mundial actual (lo que evidentemente redundaría en socavar el poderío de Estados Unidos). Biden ha sido elocuentemente categórico: “China busca ser el país más influyente, más rico y más poderoso del mundo. Esto no ocurrirá en mi mandato porque los Estados Unidos continuarán creciendo”. Paralelamente encuestas rigurosas muestran que 73% de los estadounidenses tienen una visón negativa de China.

China continúa enviando sus estudiantes a Estados Unidos -había 400.000 en universidades yanquis antes de la pandemia- pero también allí crece un sentimiento generalizado de rechazo a la política americana. Una obsesión similar a la fijación yanqui. Los dirigentes de Pekín de todos los niveles ven la mano oculta de Estados Unidos en todos los problemas internos que les aquejan. Es una constante de los regímenes comunistas. Sus carencias, cuentan, son creadas o alimentadas desde el exterior y no producto de que su sistema sea deficiente. Lo vemos en Cuba; todo lo malo vendría del bloqueo americano, una memez porque no hay tal bloqueo; en Rusia, los países occidentales se han empeñado siempre en debilitarla, y ahora en China: los Estados Unidos, con sus asechanzas, significarían el mayor peligro para su soberanía y “estabilidad interna”.

Así políticos y medios de información chinos ven constantemente la mano de Estados Unidos en las protestas de Hong Kong; en las acusaciones sobre la epidemia; en los disturbios en Xinjiang, donde, al parecer, un millón de islamistas está en campos de concentración; en la concesión del premio Nobel al disidente Lin Xiaboo y sobre todo en Taiwan. La isla, separada de China, es reconocida como independiente por sólo un puñado de países, no por la ONU ni por Washington, pero el sentimiento de alejarse definitivamente del continente aumenta al ver sus habitantes, sobre todo las nuevas generaciones, que el regreso a la madre patria significaría la desaparición de la democracia y, temen, de su prosperidad. El ejemplo de lo ocurrido en Hong-Kong es premonitorio. Pekín ha incumplido. La evolución de la desarrollada Taiwán, espectacular fabricante de micro conductores, a la que Washington ha prometido vagamente defender, puede aumentar seriamente la fricción chino-estadounidense.

Y así se explica el acuerdo defensivo entre Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia, es decir el Aukus. Washington ávidamente busca aliados en Asia; ya existía el pacto con India, Japón y Australia, y el Aukus es un nuevo proyecto americano para reforzar su presencia en el Pacífico, zona neurálgica ahora, diciendo a sus aliados que él les ayudará a que no se dejen acogotar por China tal como viene sufriendo absurdamente Australia.