Cada año, el último domingo de mayo, se celebra en el cementerio americano de Coleville-sur-Mer, en Normandía, un acto en recuerdo de los soldados estadounidenses caídos en ese desembarco tan decisivo para el final de la segunda guerra mundial. Cada año, ciudadanos franceses y veteranos de la contienda emplean arena de la playa de Omaha para dar lustre a la inscripción de cada una de las tumbas y que así resplandezca el nombre de los 4.410 muertos que allí reposan.
A poco más de 15 kilómetros se encuentra el cementerio de La Cambe, salpimentado de cruces negras, lugar en el que en los días 10 y 11 de junio de 1944 se improvisó un camposanto en el que poder enterrar a los soldados de ambos bandos. Con posterioridad, los estadounidenses fueron exhumados quedando solo los alemanes, más de 20.000, entre los que figura Adolf Diekmann, responsable de la matanza de 642 civiles (entre ellos 207 niños) en Oradour-sur-Glane en junio de 1944. En las tumbas que alojan combatientes que no pudieron llegar a ser identificados, se lee: “un soldado alemán”. Ello contrasta con lo que ocurre en los cementerios de los aliados, pues en las tumbas de los soldados de los que no consta su identidad la inscripción reza el célebre epitafio: “Aquí descansa en honrada gloria un compañero de armas por Dios conocido” (“Here Rests in Honored Glory a Comrade in Arms Known but to God”). Es obra de Rudyard Kipling cuyo hijo John desapareció en combate durante la I Guerra Mundial (sus restos fueron hallados muchas décadas después).
En la tradición filosófico-jurídica que, grosso modo, denominamos occidental, el acto inaugural de la discusión sobre la vinculación entre la ley y la justicia es el de la rebeldía de Antígona frente al Decreto del rey Creonte prohibiendo dar sepultura a Polínices. “[N]o creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que un solo hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses –afirma Antígona-: su vigencia no es de hoy, ni de ayer sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron”, escribió Sófocles. Y sin embargo, más de dos mil años después sabemos que tampoco con el cuerpo de los fallecidos es universal el tratamiento debido: lo que en algunas culturas es horrible profanación -el canibalismo o la extracción de órganos para trasplante- en otras es obligatorio, costumbre permitida o práctica digna de encomio.
Juicio y derogación de la memoria histórica
Más allá de las instancias rutinarias de las disposiciones posibles y debidas de los muertos, del alcance de sus deseos póstumos, del respeto a su memoria y los recuerdos que debiéramos fomentar, ¿qué debemos hacer hoy con los restos de quienes cometieron actos atroces, como Adolf Diekmann, pero también con otros vestigios en la forma de monumentos que evocan personajes o hechos crueles, o con el nomenclátor de las ciudades por cuyas calles en recuerdo de victimarios pasean los descendientes de las víctimas?
En un libro reciente, ¿Quién teme a Francisco Franco? (2024), Daniel Rico nos invita a matizar y afinar nuestras intuiciones y juicios, muchas veces precipitados, sobre aquellos asuntos; a no aceptar el que muchas veces es un tablero inclinado en favor de unos y en detrimento de otros; a depurar, al cabo, los principios que subyacen a las reglas incorporadas en la reciente legislación memorialista española, la Ley 20/2022 de Memoria Democrática.
Rico recuenta los orígenes jacobinos de la nueva iconoclastia, que no solo ha impregnado el modo en el que abordamos el pasado “franquista” y su patrimonio material y simbólico, sino también la historia colonial y su borrado “decolonizador” que ha venido alimentando la demolición de estatuas (Colón, Cortés, Antonio López, marqués de Comillas, entre otras muchas) y nos da buenas razones para entender que la mejor derogación es, paradójicamente, la preservación. Cuando, a diferencia de nuestra “iconofóbica” práctica reciente que condena al almacén la estatua ecuestre de Franco o al archivo el retrato del primer presidente del CSIC (Ibáñez Martín), mantenemos esos vestigios en la esfera pública, exponemos perpetuamente una culpa, tornamos al monumento en “antimonumento” por eliminación de su monumentalidad; o mediante el expediente de su resignificación o contextualización, como se ha hecho en el caso de la Casa del Fascio en Bolzano, sobreponiendo sutilmente una proclama de Hanna Arendt (“nadie tiene el derecho a obedecer”) sobre el bajorrelieve “El triunfo del fascismo”. Solo los que ven al José Antonio histórico en la inscripción de una catedral como si estuviera entre nosotros, lo hacen verdaderamente presente. Destruir o desfigurar la representación del malvado no conlleva la dignificación de la memoria de sus víctimas, sino más bien el lavado de su ignominia si es que no su celebración hodierna.
Monumentos e iconos: resignificación y preservación
Si ese tipo de “resignificación” es deseable en el monumento icónico y humillante por antonomasia como es el del Valle de Cuelgamuros, ¿cómo no será posible convertir otros tantos lugares y monumentos similares también en lugares de “memoria democrática”? se pregunta Rico con toda pertinencia. La eliminación de la placa de Pemán en Cádiz, la desaparición del nombre Obispo Manuel Irurita (asesinado por una banda de milicianos anarquistas en diciembre del 36 en Barcelona) del nomenclátor de Mislata (pueblo en el que perviven las calles “Pasionaria” o “Ché Guevara”) o que no pueda constar en muro alguno de España ni el recordatorio de que las víctimas murieron “por Dios y por España” ni los nombres mismos de esos fallecidos, todo ello, constituiría mayúsculo desatino.
Hay detrás de todo lo anterior -resignificación y preservación- una justificación de corte liberal. De nuevo Rico al que vale la pena citar literal y extensamente: “¿Dónde está escrito que la ciudad, para devenir (más) democrática, tenga que deshacerse de la ciudad histórica?… La variedad morfológica del espacio histórico, ¿acaso no ofrece al ciudadano una oportunidad preciosa de ampliar el campo de su mirada, de extender kantianamente su pensamiento más allá del estrecho horizonte de su comunidad de pertenencia al desplegar ante sus ojos una rica gama de identidades y formas de vida distintas…” (pp. 109-110, las cursivas son del autor).
Durante años aparecieron ocasionalmente flores depositadas en un monolito funerario cercano al aeródromo de Vilajuïga/Garriguela, en Gerona, erigido en recuerdo al piloto alemán Friedrich Windemuth, suboficial de la legión cóndor. Durante años se creyó que algún neonazi estaría tras ese indebido tributo. Y resultó que no, que, tal y como desveló un periodista jubilado de La Vanguardia, se trataba de Josep Falcó, el aviador republicano que abatió a Windemuth a principios del 39. En 2009 declaró que llevaba esas flores porque pudo haber sido él el abatido.
En 2022 la estela apareció vandalizada, quebrada justo a la altura del espacio que ocupaba la cruz de hierro y un lema grabado en la piedra: “cayó en la lucha por una España nacional”. Se trata, ha dicho más de un “experto memorialista”, de un elemento claramente contrario a la “memoria democrática” de acuerdo con el artículo 35.1. de la Ley de Memoria Democrática. Dicho precepto califica como tales los vestigios que supongan “…exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar y de la dictadura… de sus unidades militares de colaboración entre el régimen franquista y las potencias del eje durante la Segunda Guerra Mundial”, si bien de esa categorización de la “exaltación” se excluyen las “…menciones de estricto recuerdo privado, sin exaltación de los enfrentados…” (artículo 35.6.).
¿Qué sentido tendría, en aplicación de esas normas, dejar abandonada en mitad de un páramo gerundense una losa rota anclada en el suelo en la que tan solo se lee un nombre, una fecha de nacimiento y una ciudad alemana? ¿Y qué sentido tendría ocultar las causas que alimentaron la tragedia que supuso la guerra civil española? ¿Acaso no cabe ni siquiera “mencionarlos”? ¿Sepultamos, del todo, todo recuerdo de Windemuth, como uno de esos “soldados alemanes”, sin nombre, rostro ni circunstancia alguna, de tantos y tantos cementerios desperdigados por Europa?
Un tributo a la nobleza y esperanza humanas
La historia de esa lucha fratricida que fue la Guerra Civil española incorpora hoy también la historia y las historias de quienes no olvidaron, pero supieron reconciliarse pese a todo contribuyendo a hacer de España un país democrático. Y pocas expresiones mejores de esa actitud generosa y políticamente encomiable que el gesto del aviador Falcó en recuerdo de quien pudo haberle matado.
Hay lugares, nos dice Rico, que solo han de servir como muestra del horror, desprovistos de todo carácter “celebratorio”: son los “monumentos”, paradigmáticamente el campo de concentración de Auschwitz. No debe ser ese el caso del lugar de reposo de Windemuth, ni de tantos otros, de uno y otro bando, o de sus esquelas o estelas. A mi juicio, la necesaria recuperación, contextualización y resignificación del monolito en recuerdo del fallecimiento de Windemuth en acto de guerra debería componer algo así como un “meta-monumento”: la restauración de todos los elementos de la improvisada estela funeraria debería ir necesariamente acompañada de las flores, no ya ocasionales, sino perpetuas, en honor al aviador Falcó, fallecido en 2014, y la explicación de su gesto, de su espíritu ciertamente universalizable.
No se me ocurre mejor tributo a la nobleza y esperanza humanas que incluso en los campos de batalla se logran abrir hueco.