ÁGORA CULTURAL Y JURÍDICA

Billy Wilder, un romántico caché

por Eduardo Torres-Dulce,

Of counsel de Garrigues. Miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Entre 2012 y 2014 fue fiscal General del Estado. El derecho penal económico está en el centro de su labor académica y divulgativa.

Expertos en diferentes áreas del Derecho se dan cita en nuestra revista para ofrecernos su visión de lo acontecido en el mundo de la Literatura, las Artes, la Justicia y, por qué no, en la vida misma. En este número nos acompañan: Eduardo Torres-Dulce Of counsel de Garrigues. Miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Entre 2012 y 2014 fue fiscal General del Estado; y Encarna Roca i Trías, catedrática de Derecho Civil, experta en derecho de familia, académica y magistrada (Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional).

Billy Wilder soporta dos equívocos críticos a la hora de enjuiciar sus películas y los dos equívocos tienen que ver con la manera un tanto superficial con que se abordan sus películas. Los dos, por su parte, están inextricablemente unidos. El primer equívoco consiste en afirmar, probablemente partiendo de su innegable talento como guionista, su primer oficio en el cine, que se trata de un cineasta más conceptual que visual, que le preocupan más lo que quiere contar y sus personajes y no la forma de hacerlo que es más bien funcional. Ese supuesto estilo sin estilo, que en realidad oculta una sutil y compleja puesta en escena, es algo que Wilder aprendió de Howard Hawks, al que pidió permiso para asistir al rodaje de Bola de fuego, cuyo guión había coescrito con su socio Charles Brackett bajo la supervisión del cineasta. Wilder comparte y padece esa equivocada premisa crítica con Luis Buñuel, otro cineasta al que se atribuye cierta tosquedad de estilo visual. Pero, como ocurre con Hawks, tras esa aparente funcionalidad, lo que emerge es un completo dominio de la puesta en escena, sin artificios, pero con une eficiencia narrativa muy meditada y poderosa.

Una demoledora mirada al mundo

Probablemente, aunque con más matices también pueda decirse otro tanto del segundo equívoco crítico que no es otro sino considerarle un conspicuo cínico a la hora de mirar al mundo y a sus personajes. Es verdad que el maestro vienés no se hace muchas ilusiones acerca de la bondad del ser humano o de la manera en la que funcionan las cosas, películas como Perdición, Sunset Boulevard lo acreditan, pero no es menos cierto que tras ello late siempre la mirada de un romántico vienés que se hace más evidente en la segunda parte de su carrera, la más cercana a su maestro Ernst Lubitsc. Lo que se puede comprobar en películas como Sabrina, Ariane, Testigo de carga, Irma La dulce, Avanti o La vida privada de Sherlock Holmes. Ese iceberg oculto tras su demoledora mirada al mundo y sus implacables reglas antipersonas, se revela con nitidez en películas como El Apartamento, Bésame, Tonto y En Bandeja de plata, que superficialmente pueden aparecer cargadas de vitriolo moral, y desde luego lo están y son, cuando sus finales dejan ver cuán sensible se muestra Wilder con los sueños y frustraciones padecidos por unos personajes apaleados por la vida o sus convenciones, o, si lo prefieren, por los pecados capitales de los que perdieron el Paraíso y no tienen ningún deseo de recuperarlo.

Así el millonario, puro Lubitsch, Frank Flannagan (Gary Cooper), escuchando desde el estribo de un vagón de tren , las mentiras sobre su promiscua vida amorosa de una enamorada Ariane (Audrey Hepburn), mientras el tren comienza a andar, para finalmente tomarla  entre sus brazos, equivale, los dos finales se construyen sobre sendos travellings morales como le gustaba a Godard, al de El apartamento con Fran Kubelik (Shirley McLaine) abandonando a su amante durante la fiesta de Nochevieja para correr hacia los brazos de Baxter (Jack Lemmon), su silencioso, y perdidamente inamorato, capaz de comprender por un espejito roto que el mundo no está hecho de fantasías amorosas sino de gente de carne y pecados, deseos e ideales maltratados. El reencuentro entre Fran y Baxter mientras se disponen a jugar una partida de cartas en la que él le declara a ella cuán enamorado está, y ella, sonriendo, sólo le contesta, “calla y reparte”, restablece la armonía del mundo wilderiano fundiendo los restos desperdigados del Paraíso, secundum Scott Fitzgerald, sobre la cotidiana realidad.

De la filmografía a la proyección de lo humano

Aún lo es más en la secuencia final de La vida privada de Sherlock Holmes, esa obra maestra amputada por los productores Mirisch ante la incomprensible o resignada pasividad de Wilder. En ella sorprendemos a Holmes (Robert Stephens) y Watson (Colin Blakeley) desayunando en el 221B de Baker Street. Holmes abre una carta remitida por su hermano Mycroft (Christopher Lee). Nada más leerla la deja sobre la mesa y se aleja ensimismado hacia la ventana de la habitación. Watson, discretamente, la toma y la lee; en off escuchamos su texto en la voz de Mycroft. Le comunica a su hermano que la espía prusiana ha sido detenida y fusilada por las autoridades japonesas. “Quizás te interese saber que en los últimos tiempos usaba el apellido de Ashdown”. Toda la trama de la película se condensa y se revela en ello. Bajo el alias de Valladon, la espía prusiana se infiltra en la vida, en una intrincada investigación, y, sobre todo en el corazón del misántropo, quizás misógino, quizás homosexual, de Holmes, viajando ambos hasta Escocia como Mr. and Mrs. Ashdown, compartiendo confidencias en un vagón cama del expreso y luego en la habitación del Caledonian Hotel, hasta que Mycroft le revela la verdad a su hermano. La mente más brillante de Europa derrotada por una mujer que le ha enamorado por completo, una mujer que ansiaba enfrentarse a la mente más inteligente de Europa. Tras la muerte de la espía que le amó, a Holmes sólo le queda la melancolía del recuerdo y la soledad de una solución de cocaína al 7%.

A mi juicio el personaje clave de esa segunda etapa de la filmografía wilderiana es el de Sir Wilfrid Robarts (Charles Laughton), el epicúreo abogado británico cuya truculenta existencia de corte rabelesiana, se revela, poco a poco, mientras avanza el proceso contra Leonard Vole (Tyrone Power), profundamente humana, dispuesto a sacrificar su vida, está convaleciente de un infarto, por mor del derecho de defensa, creyente sin fisuras en la ley como el medio que permite redimir injusticias notorias. Que le engañe Christine Vole (una fascinante Marlene Dietrich) una mujer, una de las claves secretas de la filmografía wilderiana, como Madame Valladon a Sherlock en La vida privada de Sherlock Holmes, loca de amor por un hombre que la engaña con otra mujer, permite concluir cómo se las gasta este vienés malgré tout que es Billy Wilder. Robarts la admira, pese a la derrota, profundamente y se lamenta de que no se hubiera confiado a él para organizar la defensa de Vole, Pero, quizás, ese deseo pugne con los secretos del corazón y la mente de una mujer enamorada.