El dinero que los ayuntamientos no pueden gastar
Desde los últimos coletazos de la crisis financiera y la gran recesión, los ahorros de los municipios españoles no han dejado de crecer. Al cierre de 2023 alcanzaron los 38.698 millones de euros en efectivo y depósitos, según datos del Banco de España. El montante de su deuda, sin embargo, ha seguido el camino inverso y al cierre del citado ejercicio se situaba en 23.309 millones de euros, el nivel más bajo desde 2004 y casi la mitad que sus ahorros. Estas cifras no son consecuencia de que los alcaldes de los más de 8.000 municipios que hay en España sean todos unos virtuosos de la gestión pública o unos amantes de la austeridad, sino que responden a unas estrictas reglas fiscales aprobadas en 2011 y 2012, en un intento de convencer a nuestros socios comunitarios de que estábamos dispuestos a sanear nuestras cuentas públicas y a evitar así el rescate del país.
En concreto, ese incremento de los ahorros de los municipios tiene detrás la reforma del artículo 135 de la Constitución en septiembre de 2011, con un pacto entre el entonces presidente del Gobierno socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, y el líder de la oposición, Mariano Rajoy. Detrás de esa reforma, como más tarde confesó Rodríguez Zapatero, no solo estaban las presiones de la Comisión Europea, sino muy especialmente las del entonces presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, que, en una misiva enviada al presidente del Gobierno español, reclamaba «medidas urgentes encaminadas a devolver la credibilidad» a la deuda española.
La reforma tenía como objetivo blindar por la vía constitucional el equilibrio presupuestario de las Administraciones Públicas, y dar prioridad al pago de la deuda pública sobre cualquier otra rúbrica presupuestaria. Con estas dos medidas se pretendía mejorar la confianza de los mercados en la capacidad de la economía española para hacer frente al pago de la deuda.
Este mandato constitucional se desarrolló en 2012 con la Ley de Estabilidad Presupuestaria, que fijó rígidos controles financieros para todas las administraciones. Para las corporaciones locales, esto se tradujo en la obligación de presentar presupuestos equilibrados y someterse a la regla de gasto, un mecanismo que limita su incremento. Según esta regla, el incremento de gasto está ligado al crecimiento del PIB, sin tener en cuenta si las cuentas están saneadas, si se aumentan los ingresos o si hay superávit presupuestario.
De este modo, y a diferencia de lo que ha ocurrido en las comunidades y en el Estado, que han disparado su gasto y, por tanto, su déficit y su deuda tanto para hacer frente a la pandemia como después para paliar los efectos de la crisis de inflación tras la invasión rusa de Ucrania, los ayuntamientos han seguido aumentando sus ahorros y saneando sus cuentas.
Este ahorro acumulado y este colchón financiero, que ha servido para compensar, aunque solo en parte, los abultados números rojos del resto de administraciones, genera debate tanto entre la clase política como entre los propios economistas. Si bien es cierto que estos ahorros pueden ser muy útiles en tiempos de crisis, si no pueden gastarse en lo que realmente se necesita, de poco pueden servir.
Desde 2014 se pueden emplear parte de estos ahorros en inversiones financieramente sostenibles, como infraestructuras o proyectos muy específicos. No obstante, muchos municipios, con sus cuentas saneadas y libres de deuda, no encuentran los proyectos adecuados en los que intervenir con lo que, para cumplir la ley, tienen que destinar sus superávits a amortizar deuda.
Ante esta situación son varias las alternativas que proponen los expertos para poder utilizar estos recursos. Una de ellas sería reordenar competencias, de manera que los ayuntamientos prestaran más servicios que ahora recaen en otras administraciones.
Otra propuesta sugiere invertir los ahorros en la deuda de otras administraciones, como la de las autonomías, obteniendo una rentabilidad que podría destinarse a ingresos corrientes. Esto evitaría la situación actual de mantener el dinero en depósitos, pagando incluso comisiones por ello.
Desde la Federación de Municipios y Provincias se va más allá y en varias ocasiones se ha pedido que se permita a las entidades locales reinvertir su superávit en aquello que consideren más conveniente para los ciudadanos, sin “supervisión ni autorización” por parte de otras administraciones. Se quejan los ayuntamientos de las estrictas reglas presupuestarias a las que están sometidos y que contrastan con la flexibilidad que se permite a las comunidades autónomas o a la Administración Central.
Es cierto que, a diferencia de estas administraciones, los ingresos de los ayuntamientos están mucho menos ligados al ciclo económico. El IBI, una de sus principales fuentes de financiación, es mucho menos errático que los ingresos ligados al consumo (IVA o impuestos especiales) o a las rentas (IRPF o Sociedades), con los que se financian el Estado y las autonomías. Pero también lo es que las exigencias de estabilidad son mucho mayores con los entes locales que con el resto de administraciones.
Ante esta situación el debate está abierto y lo cierto es que los grupos políticos, a pesar de la crispación, le debían dar solución. Se debería flexibilizar esta regla para los ayuntamientos, pero también aumentar las exigencias para el resto de administraciones, de manera que se eviten desequilibrios en las cuentas globales del Estado español superiores a los que ya tenemos. Al Estado y a las autonomías les vendría bien en estos momentos tener un colchón para hacer frente a la guerra arancelaria.