Empieza a ser habitual que antes de ciertas intervenciones quirúrgicas se pregunte al paciente si prefiere confiarla a un médico de siempre o a un robot. Dada nuestra tendencia bastante infantil a suponerlos antropomorfos, resulta inevitable que nos imaginemos a un androide de La Guerra de las Galaxias, con batín verde, guantes y mascarilla, avanzando hacia el quirófano mientras unas lucecitas giran por su cabezota metálica.
Obviamente no es así; y me gustaría saber algo de medicina y de informática para calibrar las perspectivas de que los robots -ahora que caigo, ¿en castellano no deberíamos escribir “robotes”?- acaben suplantando a los cirujanos sin necesidad de hacer el MIR. Ya puestos, y a los anestesistas y a los auxiliares de quirófano; y aquí un machista a la antigua usanza colocaría a algo así como la Afrodita de Mazinger Z, también con mascarilla, pasando las tijeras al doctor R2-D2. No cabe duda sobre las ventajas para la organización sanitaria; porque ese personal no necesitaría turnos, ni descansar tras las guardias, ni cotizar para su jubilación. Al contrario, llegada ésta se aprovecharía como hierro reciclado, contribuyendo a la sostenibilidad del planeta.
El arte dominado por la inteligencia artificial
Son elucubraciones derivadas de otra distopía en auge, prácticamente convertida en realidad: el arte dominado por la inteligencia artificial. El enunciado ya contiene una tautología, porque -cito aquí la admirable web Etimologías Chilenas, casi siempre más profunda que las nuestras- la descomposición de los componentes de artificium da: “resultado de hacer una obra que exprese creatividad”.
Casi todos habremos visto ya vídeos que exhiben los resultados de esa inteligencia en el terreno visual, producidos en unos segundos y temibles para sus competidores humanos, con el agravante de que en el mismo tiempo el programa puede haber añadido un acompañamiento musical combinando a Mozart con Paul McCartney. En territorio jurídico también hemos leído demandas escritas por una inteligencia artificial, tan bien fundamentadas que, contestadas por otra, parecen estar requiriendo que la sentencia corresponda a una tercera inteligencia artificial.
Un artefacto inteligente, literato, frente a Miguel de Cervantes
La materia da tanto de sí que vale más ceñirse a un solo campo, en este caso el literario. Dejemos aparte el ensayo, donde el peligro no puede ser más evidente: entre las instrucciones transmitidas por el programador debe de ser fácil introducir a qué conclusión ha de llegar el trabajo, de modo que el sistema seleccione los argumentos a favor y omita los contrarios. También podemos aparcar la poesía. Imagino que, a una inteligencia artificial, dotada de todo el vocabulario existente, todas las rimas posibles en consonante y asonante, las posibilidades sintácticas para encajar los acentos y la experiencia acumulada de decenas de miles de obras ajenas, quizá memorizadas en una sola noche, formar un soneto perfecto le costará lo mismo que a nosotros chascar los dedos. Pero no es probable que su evolución avance en esa dirección, porque el resultado ya no le importaría a nadie.
Vamos a quedarnos pues con la ficción en prosa; en cuyo terreno pueden incluirse los guiones de cine y televisión, igual que entraría el teatro si no le ocurriese lo mismo que a la poesía. Supongamos un ente -seguro que ya no es una suposición, sino que existe, que es justo lo que significa “ente”- que ha leído y conserva en la memoria, privada además de la capacidad de olvido, toda la obra impresa, digamos que, en castellano, sin discriminar a Cervantes de cualquier reciente premio Planeta.
Un inciso aquí: las referencias no son casuales. Lamento no poder citar al autor, porque yo sí tengo capacidad de olvido, pero cuando intentaban identificar los restos de Cervantes en la cripta de los Capuchinos me encantó la siguiente propuesta: alinear todos los huesos hallados y leer en voz alta unas páginas de cualquier premio actual bien pagado. Los que se pusieran a dar saltos serían los de don Miguel.
Memoria, aprendizaje e imitación
Volvamos al ente; el cual, ya que andamos con etimologías, también está hecho con arte, en su caso el de la informática, de modo que en adelante lo llamaremos “artefacto”. Además de retener, tiene la capacidad de entender -por eso es una inteligencia-. Implica que su aprendizaje aceleradísimo comprende captar los mecanismos que activan las tramas, amor, odio, ambición, perversidad o filantropía, y los recursos expresivos de los que han echado mano los autores para transmitirlos. También abarca un listado de escenarios posibles, reales o imaginarios, de accesorios de los personajes y del amplísimo abanico de fórmulas para transmitirlos -por usar referencias actuales, búsquese la descripción del atuendo de cualquier personaje regio por R. R. Martin en Juego de Tronos y compárese con La Catedral del Mar: algo así como “la vestimenta del rey era magnífica y las de su séquito no le iban a la zaga”. Unas meras indicaciones sobre el argumento y la extensión requerida y una novela completa aparecerá en la pantalla.
¿Generada con qué criterio? A partir de aquí entramos en el terreno de la pura suposición. Estamos hablando de un proceso caro, incluso muy caro. Al margen de la aparición de un mecenas desinteresado, puede preverse que quien invierta los fondos necesarios lo haga en busca de rentabilidad. ¿Quién vende o vendería más en nuestros días, Dostoievski o Matilde Asensi? Pues el artefacto ya sabe a quién imitar. O, si no lo sabe -supongamos que tanto material acumulado le ha deparado cierto gusto literario-, ya se encargará de ordenárselo su amo el programador.
La “intuición” predictiva del algoritmo
¿Con qué instrumento? Un ignorante en materia informática apuntaría al algoritmo. Como es mi caso, eso mismo voy a hacer yo. Con riesgo de incurrir en disparates, explicaré qué entiendo por algoritmo a estos efectos: un sistema que, dado un cierto número de posibilidades, las clasifica con arreglo a un criterio prefijado, priorizando las que mejor lo cumplan. En este caso, según parece demostrar la experiencia práctica, las que mejor se acomoden a la expectativa de un lector modelo, representante de la colectividad.
Vamos a buscar un ejemplo, sacado de los precursores del algoritmo informático que son los correctores de cualquier editorial; ésos a los que Ildefonso Falcones, en cierta entrevista, atribuía el éxito de su novela más vendida. Imaginemos que un autor decide referirse a un objeto no sólo de color blanco, sino para el que la blancura es un signo distintivo importante, sea por intensa o por inhabitual en dicho objeto. Quizá en el primer caso piense en la piel de un armiño -no es tan blanca, pero se asocia instintivamente con dicha tonalidad, aunque habría que precisar que en invierno-, o el segundo le remita a la clara de huevo. Vanos intentos, porque el corrector le rectificará: “blanco como la nieve”.
Y es que el algoritmo, en su caso intuitivo, le está diciendo que el lector espera que las cosas blancas lo sean como la nieve, las duras como la roca o las rápidas como el viento; y no, busquemos otros ejemplos arbitrarios: como un halcón peregrino o como un fotón. Supongamos ahora que se halla en escena un inquisidor y que otro personaje acaba de decir algo opuesto a sus creencias. ¿Qué respuesta pide ese algoritmo intuitivo? Algo del estilo: “¿Cómo osáis decir eso?”. Antes habrá exigido que el inquisidor en cuestión sea calvo, de facciones angulosas y que hable a gritos. En realidad, no hará falta que lo exija, porque esa misma intuición habrá obrado ya en el autor.
Un futuro probable: una IA en la sombra que escriba mal
Aunque suponga un nuevo corte, no me resisto a incluir otra anécdota, lamentando su final algo grosero. Cuentan que Mark Twain recibió varios folios de los correctores de su editorial requiriendo unos cuantos cambios. Los devolvió al editor con un texto que decía algo así: “Por favor, siga mis instrucciones al pie de la letra. Debe enrollarlos sobre un eje formando un cono. Después incremente la resistencia del vértice friccionándolo enérgicamente entre el índice y el pulgar. Cuando la haya adquirido métaselo por el … a esos tipos que quieren que cambie mi novela”. Obviamente, para tener la potestad de escribir eso se necesita ser Mark Twain.
Hablamos de elementos descriptivos y de diálogos. Otro tanto podríamos incluir sobre los argumentos; porque entre los datos suministrados al artefacto se hallarán los listados de ventas de otros productos contemporáneos. Supongamos que podría generar la siguiente respuesta: va de crímenes horribles en una ciudad pequeña, con una investigadora aquejada de graves problemas familiares, probablemente derivados de su infancia o de un exmarido, pero que cuenta con un amigo fiel, integrante de alguna minoría racial o social. U otra por el estilo.
Total, que como ya viene ocurriendo con algunos autores capaces y consagrados, la inteligencia artificial va a ser capaz de escribir muy bien; pero resulta bastante probable que se la programe para escribir mal; en particular si en vez de dar la cara, aunque no tenga, se le asigna la función de “negro literario”. Cabe sospechar que en ciertos casos ya la tiene asumida.
¿Otro inconveniente? Que el artefacto en cuestión, insensible a las críticas o a los halagos, no tiene identidad concreta y que por tanto nunca tendrá cabida, para bien ni para mal, en el museo interno del lector. Lo cual suscita otras dos preguntas. ¿La tienen, con cierto carácter de permanencia, la mayoría de los autores más vendidos actuales, o más bien resultan fungibles, reemplazables por el siguiente sin dejar poso? La segunda, desde el punto de vista de las editoriales, ¿se trata de un inconveniente o de una ventaja? Al fin y al cabo, un programa informático todavía puede ser más fácil de manejar.