En el universo jurídico se descubren fenómenos muy similares al universo físico. En el primero hay también extensos parajes equivalentes a las galaxias, fenómenos que apuntan a instituciones jurídicas con vocación de permanencia (propiedad, posesión, sistemas legales, organismos encargados de cumplir las leyes, etc.) A veces aparecen nuevos eventos pasajeros, unos estables y otros simplemente transeúntes. Entre los primeros se encuentran las objeciones de conciencia, principios cruciales en el derecho contemporáneo que aparecen súbitamente, pero con vocación de permanencia, y que permiten a los individuos, y a veces a las propias instituciones jurídicas, rechazar ciertas obligaciones legales o contractuales que contradicen sus convicciones morales, éticas o religiosas más profundas. Este concepto protege la autonomía personal y la libertad de conciencia, valores consagrados en numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos.
De este modo, uno de los fenómenos más llamativos que conoce el derecho moderno es el de la objeción de conciencia. Hace sólo unas décadas era minoritario y reconducible a pocos supuestos. Hoy está cada vez más extendido en sus presupuestos y en sus aplicaciones. De ahí que ya no se hable de ‘objeción de conciencia’, en singular, sino de ‘objeciones de conciencia’, en plural.
El aumento de la objeción de conciencia
Varias son las causas de esta eclosión de la objeción de conciencia. De un lado, la crisis del positivismo legalista, que parte del erróneo supuesto de que las determinaciones jurídicas contenidas en las leyes prácticamente agotan el contenido ideal de la justicia. De otro, el valor de las motivaciones que subyacen en los comportamientos de objeción a la ley, diversas de las que conducen a la simple y pura transgresión de la norma legal fundada en el propio egoísmo. En fin, la progresiva metamorfosis del propio instituto que, de ser originariamente un mecanismo de defensa de la conciencia religiosa frente a la intolerancia del poder, ha pasado a tutelar también contenidos éticos de conciencia, no necesariamente vinculados a creencias religiosas.
Por eso, en alguna ocasión he hablado del big bang de las objeciones de conciencia. De un núcleo pequeño (la objeción de conciencia al servicio militar) se han desgajado -como nuevas ramas en el viejo tronco- una multitud de modalidades de objeciones de conciencia, que encuentran en la democracia un suelo fértil. Es lo que se ha llamado en expresión feliz «Las nuevas caras de Antígona», o si se quiere, las «nuevas fronteras» de la objeción de conciencia.
Efectivamente, entre conciencia y ley existe una delgada frontera en la que no es raro que se produzcan «incidentes fronterizos». El problema es que, en algunas democracias (por ejemplo, la española), esos incidentes están proliferando en exceso. Ante esta multiplicación caben dos posturas. Creer que la objeción de conciencia es una herida a los principios democráticos o, al contrario, entender que la objeción es «un fruto maduro de la democracia» (Berlingó). Me alineo con esta segunda postura.
No es pues la objeción de conciencia una suerte de «delirio religioso”, que habría que relegar a las catacumbas sociales, sin derecho de ciudadanía. La objeción de conciencia no es «una ilegalidad más o menos consentida», sino manifestación de ese derecho fundamental que es la estrella polar de las democracias: la libertad de conciencia. Así como abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia -al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones- existen otras que resuelven el drama interior que implica el choque entre norma y conciencia individual apostando por esta última. Es la confirmación -como autorizadamente se ha dicho- de que «la historia se escribe no solamente con los acontecimientos que se suceden desde fuera, sino que está escrita antes que nada desde dentro; es la historia de la conciencia humana y de las victorias o de las derrotas morales».
Un diálogo sobre conciencia y ley
En esta línea, conviene reparar en un hecho notable. Hace un tiempo se reunieron en el Vaticano dos personas que representaban los dos poderes más significativos de la Tierra. El poder «espiritual», encarnado en Benedicto XVI, y el poder político «en estado puro», representado en el presidente de Estados Unidos Barack H. Obama. Unos cuarenta minutos duró la entrevista, que, entre traducciones y protocolo, quedaría reducida a no más de veinte minutos. Pues bien, uno de los temas expresamente tratados -según las notas oficiales- fue la objeción de conciencia. Sorprende que a la hora de destacar un tema que preocupe a ambos poderes sea, precisamente, el de los choques entre conciencia y ley, que pone cada vez más de manifiesto los oscuros dramas que se generan en algunas minorías por leyes de directo o indirecto perfil ético.
Algunos juristas entran en tensión ante estas afirmaciones, como si tras ellas se ocultara la amenaza de un “apocalipsis jurídico”. Una postura, en mi opinión, poco razonable y, en el fondo, sin confianza en la capacidad del Derecho para adaptarse a los desafíos jurídicos. Un sistema jurídico -como se ha afirmado de los buenos juristas- sabe tener la solidez de una roca en sus convicciones junto a la flexibilidad de un junco en sus aplicaciones. Sabe ser tan flexible que se adapta sabiamente a las necesidades jurídicas sin grandes terremotos sociales. Cuando lo ve necesario, busca fórmulas que satisfacen a las inteligencias, al tiempo que calman las pasiones.
El reto de la Judicatura española
Con motivo de los debates en España sobre nuevas formas de objeción de conciencia, algún sector político calificó las situaciones en discusión como una «banalización de la objeción de conciencia». Me permití entrar en el debate haciendo notar que la objeción de conciencia nunca puede ser considerada una cosa «banal». Al contrario, debe ser respetuosamente contemplada como una actitud «que trata de ver afirmados grandes ideales en pequeñas situaciones” (Bertolino). Me parece que estas palabras del antiguo rector de la Universidad de Turín sintetizan de modo preciso la honda temática que se esconde en esos antiguos y «nuevos» rostros de Antígona. La realidad mutable de nuevas formas de objeción que se resisten al estático análisis a través de categorías fosilizadas.
Resulta por tanto razonable adoptar un punto de vista amplio para definir un concepto general de objeción de conciencia. En este sentido se ha dicho que la objeción consiste en la negativa del individuo -y en ocasiones de las personas jurídicas-, por razones de conciencia, de sujetarse a una conducta que, en principio, sería jurídicamente exigible, tanto si la obligación proviene directamente de una norma como de un contrato.
La jurisprudencia, tanto nacional como internacional, seguirá desempeñando un papel crucial en la definición y evolución de los límites y alcances de la objeción de conciencia. A medida que la sociedad y las leyes evolucionan, es esencial que se mantenga un diálogo continuo y constructivo sobre cómo equilibrar de manera justa y equitativa estos derechos fundamentales.
Entre la tiranía de la norma y la dictadura de la conciencia
Desde luego la objeción de conciencia es algo más que un simple conflicto individual con la ley positiva; es muchas veces, una muestra de esa generalizada “ansiedad jurídica” que produce la incontinencia jurídica del poder. De ese poder que ha convertido demasiadas veces la ley en un ‘simple procedimiento de gobierno’ para transmitir consignas ideológicas con precipitación y, a veces, con vulgaridad. Ante este panorama conflictual caben dos posturas radicales: la de los que descalifican el ‘totalitarismo de la norma’ o, al contrario, los que repudian la ‘dictadura de las conciencias’. El resultado de esta disyuntiva simplista es provocar drásticas vueltas de tuerca que santifi¬quen medidas legales intemperantes de un poder excesivamente suspicaz, o bien, al contrario, que dejen galopar sin bridas el errático corcel de la conciencia.
Ante este dilema, deberíamos más bien recurrir, como siempre se ha hecho en épocas de crisis, a la prudentia iuris, tanto en el momento constitutivo de la norma como en el momento judicial. Es decir, moderando por vía legislativa al Estado, de modo que no se convierta en el depósito de todas las verdades posibles —sin excluir ninguna—, y potenciando en el momento del conflicto la figura del juez.
El problema se agudiza en España. Nuestra historia menos reciente no se caracteriza precisamente por el diseño de la figura de un juez verdaderamente creativo, que sepa filtrar la ganga presente en los cuerpos legales, que rellene las equivocidades, ambigüedades y silencios de las leyes; consciente de su poder interpretativo de la Constitución, y con un claro sentido de las libertades fundamentales. Es lógico que esa tradición todavía pese sobre la judicatura española, dificultando un correcto enfoque de los problemas derivados de las objeciones de conciencia.