El olvido de los conflictos armados

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El olvido de los conflictos armados

Justo en este momento, mientras estas líneas toman cuerpo en su mente, en este nuestro mundo hay más de medio centenar de guerras y conflictos armados de diversa índole, algunos a punto de cumplir un siglo de enconamiento. Hoy, mientras nos informamos de las noticias más recientes, casi un 40 % de la población mundial malvive o se protege como puede de las agresiones bélicas en áreas geográficas olvidadas a causa de la vorágine de la actualidad.

MELCHOR DEL VALLE

@mechiva

Melchor del Valle

“Si quieres la paz —dicen que dijo Julio César—, prepárate para la guerra”. La frase, o el concepto, mejor, es la razón por la que los seres humanos nos armamos hasta los dientes.

Donde vive la guerra. Conviene aclarar, en principio, que hay quienes clasifican las situaciones bélicas en grandes o pequeñas guerras, conflictos, escaramuzas o enfrentamientos. Su objetivo es agrupar las distintas situaciones según el número de víctimas anuales, pero, aunque luego demos algunos datos al respecto, no parece que sea menos cruel el escenario donde hay un centenar de víctimas que donde se registran diez mil. Es por eso esta mirada inicial a la antigüedad de los conflictos, al margen de la violencia con que se desarrollen.

En lo que hoy es el territorio de Irán, se dan los dos conflictos bélicos en activo más antiguos de la humanidad y ambos tienen que ver con los diversos intentos de crear Estados árabes a principios del siglo XX. Por un lado, el que se mantiene en la provincia de Juzistán, el antiguo reino de Susa, desde 1922; y por otro, el más conocido de los kurdos, que data de 1946. Se puede recordar, en este punto, que los aproximadamente 40 millones de personas que componen esta etnia ocupan terrenos fronterizos de cuatro países que, habitualmente, vienen manteniendo distintos tipos de conflictos por razones territoriales: el citado Irán, Irak, Turquía y Siria. El más reciente de los conflictos activos, cuyo inicio fijará la historia en el 11 de abril de 2021, tiene lugar en Chad, donde el Frente para la Alternancia y la Concordia en Chad inició un levantamiento en el que murió el presidente del país, Idriss Déby, en el poder desde 1990 y que había reeditado su mandato en las elecciones celebradas, precisamente, el mismo día de la rebelión.

Entre el ayer y el hoy. Si recogemos información de las distintas organizaciones que se esfuerzan por denunciar o aminorar los efectos de los conflictos armados, con Naciones Unidas como mayor referente, podemos establecer hasta 56 de ellos en todo el mundo. Como los ya citados, algunos iniciados en la primera mitad del siglo pasado; otros, tan recientes que acaban de ser noticia. Los hay que provocan diez mil víctimas o más al año y los que no llegan al centenar —una sola, ya duele, pero las cifras ayudan a entender—. Si nos fijamos solo en 2020, el total de víctimas en todos esos conflictos es de casi 114.000. Si contabilizamos las de todos los conflictos a lo largo de su penosa existencia, la cantidad supera con creces los 12 millones de personas. Y recuérdese que hablamos únicamente de esos conflictos localizados y aún activos, no de los que ya han terminado, afortunadamente, o de guerras mundiales.

De entre los que generaran más de un millar de muertes anualmente, el más antiguo es el que tiene lugar en Birmania (desde 1948), con dos frentes: el de Kachin y el de los Rohinyá. El más moderno (2020) lo encontramos en Etiopía con un doble conflicto: la intervención militar en Tigray, (interno) y el enfrentamiento con Sudán en el área fronteriza de Abu Tyour. La nada honorable “medalla de oro” en la relación antigüedad-víctimas la tiene Afganistán, cuya guerra civil está vigente desde 1978, aunque en el número de muertes anuales, más de veinte mil en 2020, también “ayuda” la guerra iniciada en 2001 tras los atentados de las Torres Gemelas en Estados Unidos. La “de plata”, quizás solo porque es menos mortífera hoy, la encontramos en Corea y su conflicto por la división en dos países, vigente también desde 1978, que arrastra un saldo superior a los cinco millones de muertos, aunque en 2020 solo hay que lamentar la pérdida de dos personas.

En apenas 21 años. Para que nadie piense que, llegados al siglo XXI, la barbarie da un respiro. Podemos contabilizar hasta 31 conflictos armados cuyo comienzo se establece a partir del año 2000. Del 2002, concretamente, es la insurgencia en el Magreb surgida después de una efímera paz tras la guerra civil argelina. Aunque hay más países implicados, los más afectados por las acciones de las milicias islamistas son Argelia, Mauritania y Marruecos, y en 2020 se llevó por delante a más de siete mil personas. La más reciente es la comentada insurgencia en Chad, que ya sobrepasa las 300 víctimas. Y los más cruentos, el conflicto de Irak (2003), que supera el millón y medio de víctimas, aunque se ha aliviado bastante en 2020 (unas 2.700 muertes), y el interno en Yemen (2015), recrudecido por la intervención de Arabia Saudí, donde un tercio de sus sesenta mil víctimas se han producido en 2020.

No hay nada nuevo, en fin. Y la muestra es lo que, entre el pacifismo y el realismo más desprovisto de emociones, dejó escrito Immanuel Kant: «El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza, que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante amenaza de que se declaren» (Hacia la paz perpetua, 1795). Le da razón el hecho de que la mayoría de esos conflictos a los que nos venimos refiriendo sean internos y que tengan su origen en animadversión racial o étnica; o en fanatismos ideológicos, los religiosos incluidos.

Radiografía. Según datos de Naciones Unidas, en la “foto” de las guerras de hoy hay un cambio sustancial: mientras que, durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, solo el 5 % de las bajas fueron civiles, la cifra de víctimas no combatientes en la actualidad, -se incluyen aquí heridos con secuelas graves-, supera el 75 %. Antonio Guterres, secretario general de la ONU, dio un dato más en este sentido: detalló que el 90% de los abatidos o lesionados por armas explosivas, utilizadas en áreas pobladas en todos los conflictos del momento, eran civiles.

La frase antes citada de Kant termina con una reflexión: “El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado…”. No añadamos nada más.

Veteranos en guerra

De los 56 conflictos armados activos, la clasificación de los 15 más antiguos no deja de ser sorprendente por el tiempo que llevan provocando víctimas, aunque algunos se encuentren en un estado como de “guerra templada”, más que “fría” (las dos Coreas). El número de víctimas es aproximado, según estimaciones de Naciones Unidas. A partir de los años 70, la mayoría de los enfrentamientos tienen su origen en África y solo uno (este de Ucrania, 2014) en Europa.

Año de inicioConflicto, país / paísesVíctimas
1922Separatismo árabe en Juzestán500
1946Separatismo kurdo en Irán35.000
1947Conflicto de Cachemira45.000
1948Conflicto en Kachin y con los Rohinyá, Birmania210.000
1948Conflicto israelí-palestino50.000
1948Conflicto en Baluchistán, Pakistán20.500
1950Conflicto coreano5.000.000
1954Insurgencia en el nordeste de India25.000
1960Insurgencia del sur d Tailandia7.200
1960Conflicto armado interno en Colombia (1)220.000
1963Conflicto en Papúa, Indonesia150.000
1967Insurgencia naxalita (maoístas), India14.370
1969Insurgencia en Filipinas43.390
1969Conflicto Moro, Filipinas140.000
1970Conflicto del Sahara Occidental17.000

(1) Recrudecido con los enfrentamientos de Apure (marzo de 2021) en los que está implicada Venezuela.

Por si las dudas

Preventing war: Shaping peace. International Crisis Group (2019-2020)

Wars since 1900. The Polynational War Memorial (2018).).

Mapped – a world at war. The New Humanitarian (mapa interactivo desde 2017).

«Conflictos: lo que no se ve no existe», por Casimiro García-Abadillo

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CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO,

director de «El Independente»

 

Conflictos: lo que no se ve no existe

@garcia_abadillo

www.elindependiente.com

¿Qué ocurre en Siria? Una guerra que dura más de diez años, que ha provocado el éxodo de cinco millones de personas; que ha involucrado a países como Turquía, Irán, Estados Unidos, Rusia, o a organizaciones terroristas como el Daesh, Al Qaeda, y que ha provocado más de 100.000 muertos, ahora vive congelada en nuestra memoria.

Bachar Al Asad ganó. Pero su victoria ha fracturado el país, que está dividido en zonas de influencia, sembrado de fronteras internas que ni siquiera figuran en los mapas; con sus principales infraestructuras destrozadas, con el miedo generalizado entre sus ciudadanos, provocado por un régimen que se ha consolidado gracias al terror y a vender externamente su militancia activa contra el estado islámico.

Pero Siria, desde hace meses, ya no ocupa espacio en los informativos de televisión. Ha desaparecido de los grandes diarios. Ha pasado al olvido.

Si eso ha ocurrido con una de las guerras más cruentas del último medio siglo, ¿qué decir de otros conflictos menores en los países africanos? Sólo el contencioso palestino israelí vuelve de vez en cuando al primer plano de la actualidad. Es la excepción que confirma la regla. Y las razones de que persista como argumento informativo son fáciles de entender.

Vivimos en la sociedad de la imagen. Lo que no se ve no existe. Eso es algo que conocen bien los regímenes totalitarios y por esa razón una de las primeras medidas que adoptan es expulsar a los periodistas que, en ocasiones jugándose la vida, tratan de ser los ojos de una sociedad que se resiste a mirar cosas desagradables y que no tienen que ver directamente con su rutina diaria.

A este afán por cubrir con un tupido velo lo que ocurre en sus zonas de influencia por parte de los regímenes que mantiene conflictos duraderos con minorías étnicas o con opositores políticos, se suma la debilidad de los medios de comunicación y la banalización de la información a la que ha contribuido la popularización de las redes sociales e internet.

En otros tiempos, los grandes periódicos tenían corresponsales y enviados especiales que cubrían desde el terreno los conflictos que se situaban en los aledaños del primer mundo. Las crónicas de esos periodistas servían para llamar la atención sobre flagrantes violaciones de derechos humanos, sobre la brutalidad de algunos gobiernos y, en base a ello, aunque siempre lentos y perezosos, los países occidentales levantaban la voz y, a veces, se lograban frenar cruentos genocidios.

Pero la crisis del periodismo ha afectado sobre todo a la cobertura siempre costosa y arriesgada de esas historias que sólo interesan a públicos minoritarios. El hambre se ha juntado con las ganas de comer. Los medios recortan costes y la búsqueda de usuarios (que no lectores) condena a la cobertura de esos conflictos a una muerte lenta.

Es más fácil, más barato y, sobre todo, mucho más rentable, lanzar contenidos sobre las aventuras y desventuras de Rocío Carrasco, por ejemplo, que mandar a un periodista, que necesariamente debe ser cualificado, a una zona alejada y peligrosa para contar qué es lo que está pasando allí.

Sólo algunas organizaciones, como Amnistía Internacional o Médicos Sin Fronteras, encienden de vez en cuando las alarmas sobre lo que está ocurriendo en Somalia, Chad o la frontera de Irak con Turquía donde lucha por su supervivencia la minoría kurda.

Nadie se queja; nadie pone el grito en el cielo. La sociedad de la transparencia, de la exhibición, ha creado un mundo virtual en el que los conflictos son poco más que un entretenimiento, un videojuego. Si no hay imágenes, la noticia no se da o se arrincona. Y si no hay periodistas sobre el terreno es imposible que haya imágenes, a no ser las que los interesados directos las distribuyan a modo de propaganda política.

Así que ahora, en un mundo que se cree más democrático, más participativo gracias a las redes sociales, lo que ocurre es que los regímenes totalitarios tienen las manos mucho más libres que hace cincuenta años para hacer y deshacer a su antojo.

Alguien dirá que el “periodismo ciudadano” puede servir para cubrir el espacio que ya no ocupan los periodistas profesionales. Es un error. En primer lugar, porque el testigo presencial sólo tiene una visión parcial de los hechos. La imagen del estallido de un coche bomba o de un reguero de cadáveres al borde de una carretera nada tienen que ver con la cobertura informativa de un conflicto, para lo que es necesario el contexto y el contraste de la información que sólo puede aportar un periodista. Por otro lado, las imágenes transmitidas de forma anónima o con nombre supuesto son fácilmente manipulables. En los periódicos estamos ya habituados a recibir pequeños vídeos que forman parte de operaciones de propaganda y manipulación.

La tecnología, en lugar de hacer factible un mundo más global en el que los valores de libertad, democracia y respeto a los derechos humanos trascendieran los límites de los países desarrollados, ha facilitado la labor de los que pretenden acallar a la disidencia y ocultar sus aberrantes prácticas. Aunque parezca contradictorio, esa es la verdad.

Algunos gobiernos, algunos líderes de opinión, viven plácidamente en la autocomplacencia, y han perdido no sólo la capacidad de autocrítica, sino la perspectiva del momento histórico que estamos viviendo.

Sólo hay que echar una ojeada a nuestro alrededor y ver el creciente potencial de los países autoritarios, en los que sólo existe la opinión del gobierno, y los opositores están condenados a la cárcel o al exilio.

En lugar de agitar las conciencias y hacer que los ciudadanos aprendan a valorar la libertad y se preocupen porque ese bien preciado se respete en otros lugares, nos estamos acostumbrando a cerrar los ojos y sólo ver lo que nos resulta placentero o nos divierte.