ENTRE MAGNITUDES

ANTONIO DURÁN-SINDREU

profesor Asociado UPF, Doctor en Derecho y Socio-director de Durán-Sindreu Asesores Legales y Tributarios.

“Gestionar de forma eficiente significa evitar las duplicidades, eliminar lo superfluo, obviar el gasto “político”, y promover la colaboración público-privada”

Déficit, deuda y gasto público

Tras un largo periodo de tiempo de continuo saneamiento financiero, los municipios españoles han empezado a invertir su positiva tendencia.

El motivo no es otro que la aparición de nuevo de situaciones de déficit e irremediablemente de aumento del importe de la deuda pública.

Personalmente, nunca he entendido que los presupuestos públicos arrojen déficit, esto es, que el importe de los gastos pueda superar al de los ingresos.

Cuando esto sucede, el “agujero” que en las cuentas públicas se produce se traduce en endeudamiento, es decir, en deuda pública, o, para entendernos, en dinero prestado que hay que devolver.

Por su parte, esa deuda solo es posible sanearla con futuros superávits, esto es, y salvo milagros, con mayores impuestos.

Claro que la “bola” siempre se puede hacer más grande. Pero ello limitará el margen de maniobra de la Administración de que se trate.

La deuda pública es, por tanto, el importe que una Administración Pública ha tenido que solicitar a un tercero para poder pagar todos sus gastos.

¿Quiénes son estos terceros? Pues no hay otros que los bancos, y/o los inversores privados (empresas o familias).

El problema es que la deuda conlleva el pago de intereses que, inevitablemente exige mayores ingresos, normalmente, mayores tributos (o mayor deuda).

Es posible, eso sí, que en circunstancias extraordinarias, como el Covid, la Administración tenga inevitablemente que asumir pagos imprevistos, por ejemplo, el de ayudas directas, que impacten negativamente en las cuentas públicas. Pero se trata de circunstancias extraordinarias o, mejor, difícilmente previsibles.

Es posible, también, que determinadas inversiones públicas se tengan que financiar con deuda, por ejemplo, la inversión en las instalaciones necesarias para celebrar un determinado acontecimiento extraordinario, como la Expo, o las Olimpiadas.

Pero en tales casos, es necesario el correspondiente plan de inversiones, y su viabilidad financiera.

Fuera de tales casos, el objetivo de cualquier Administración Pública es el equilibrio presupuestario.

Aunque parezca una obviedad, esto es lo que el art. 135.1 de la Constitución señala: todas las Administraciones Públicas adecuarán sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria.

Por si hubiera alguna duda, el art. 3.2 de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (en adelante, LOEPSF), señala que se entiende por estabilidad presupuestaria la situación de equilibrio o superávit estructural.

En definitiva, salvo en los casos de reformas estructurales con efectos presupuestarios a largo plazo, o de acuerdo con normativa europea, ninguna Administración Pública puede incurrir en déficit estructural (art. 11 LOEPSF).

Desgraciadamente, tengo la impresión de que la mayoría de nuestros responsables políticos ignoran la claridad y rigidez de tales normas.

Pero sigamos. Una Administración diligente ha de procurar además tener siempre el “colchón” suficiente para afrontar los avatares de años con viento desfavorable.

El objetivo, en definitiva, no es ni gastar más, ni endeudarse más, sino gestionar de forma eficiente.

Gestionar de forma eficiente significa evitar las duplicidades, eliminar lo superfluo, obviar el gasto “político”, y promover la colaboración público-privada.

Conviene recordar, también, que la naturaleza pública de un determinado servicio, por ejemplo, el transporte municipal, no obliga a que su gestión sea pública. Esta se puede encomendar a un tercero. Lo importante, pues, no es su gestión, sino la regulación y control de los estándares de calidad del servicio. Se trata, por tanto, de un equilibrio entre eficiencia económica y calidad del servicio.

No en vano, el art. 7.2 de la LOEPSF establece que la gestión de los recursos públicos estará orientada por la eficacia, la eficiencia, la economía y la calidad, a cuyo fin se aplicarán políticas de racionalización del gasto y de mejora de la gestión del sector público.

Insisto de nuevo en que el objetivo de cualquier Administración no es gastar, sino prestar servicios públicos de calidad.

Si la eficiencia en el gasto es importante, también lo es la eficacia, esto es, si las políticas de gasto que se han aprobado están dando los resultados esperados. De ahí la importancia de valorar su eficacia adoptando, en su caso, las medidas correctoras que sean necesarias. Valoración que necesariamente ha de ser pública, esto es, accesible a los ciudadanos.

Sea como fuere, la queja mayoritaria del ciudadano no es por los impuestos en sí mismos, sino por su falta de correlación con la percepción de servicios de calidad, y por la enorme burocratización de nuestras vidas.

Sería, pues, necesario que el debate público no se centrara en la mera presión fiscal, sino en la existencia de dicha correlación. En el grado de eficiencia, eficacia, y calidad de los servicios.

En este contexto, sería deseable consensuar una lista cerrada de servicios básicos obligatorios; lista que exige recordar que la Administración no ha de cubrir todas las necesidades de sus ciudadanos, sino aquellas que sean imprescindibles para garantizar una vida digna, en especial, en los casos de vulnerabilidad social.

En definitiva, lo relevante no es tanto el superávit o déficit presupuestario, sino el grado de satisfacción de los ciudadanos con relación a los servicios que la Administración les presta.

Por pedir, sería también necesario regular supuestos de responsabilidad patrimonial personal de nuestros responsables políticos en los casos de gestión irresponsable de los recursos públicos.

Sin ejemplaridad pública, se pierde la confianza en el Estado. En definitiva, quien exige cumplir está obligado también a cumplir.