Fortaleza colectiva

ALDEA GLOBAL

Fortaleza colectiva

Todos hemos escuchado ya la cifra mágica del 70%: esa que, según la Organización Mundial de la Salud, definiría el número de personas inmunizadas y capaces de frenar la propagación del virus causante del COVID-19; la cifra que significaría empezar a recuperarnos de estragos sanitarios, económicos y sociales; la de volver a juntarnos con familiares y amigos, la de salir… Pero parece que no es tan fácil y, en cualquier caso, que no nos evitaría seguir tomando precauciones durante un tiempo, porque, además, en esto estamos todo el mundo en el más estricto sentido de la expresión.

MELCHOR DEL VALLE

@mechiva

Melchor del Valle

La llamada inmunidad de grupo, colectiva o ‘de rebaño’ —imagen gráfica donde las haya— responde a un concepto bioestadístico y representa el porcentaje de la población (mundial, continental, local… depende de cómo quede definido el universo estadístico) que necesariamente tiene que estar inmunizada para reducir la transmisión de una enfermedad. Primer toque de atención: reducir no es eliminar; pero si se logra que un patógeno no tenga ‘transportistas’, o que sean muy pocos, incluso las personas no inmunizadas —recién nacidos, por ejemplo— no tendrán riesgo grave de contagio porque se habrán cortado la mayoría de las vías de transmisión.

Cómo. Hay dos maneras de alcanzar la deseada inmunidad: dejando que el patógeno circule libremente entre un grupo de personas, de modo que la infección provoque una inmunidad natural, o desarrollando una vacuna que active en el individuo los anticuerpos necesarios para evitar la infección y reducir o eliminar, por tanto, su capacidad de infectar. Algunos dirigentes políticos internacionales pensaron en el primer método, al principio de la actual pandemia, convencidos de que la muerte solo le llega al que le toca y de que saldrían más fuertes los que lo superasen. Afortunadamente, un buen grupo de epidemiólogos y otros especialistas se movilizó a finales del verano de 2020 promoviendo firmas de científicos en el Memorándum de John Snow —exacto: como uno de los protagonistas de Juego de Tronos—, publicado el 14 de octubre de 2020 en la prestigiosa The Lancet. “La evidencia es muy clara: controlar la propagación comunitaria del COVID-19 es la mejor manera de proteger nuestras sociedades y economías hasta que lleguen vacunas y terapias seguras y eficaces en los próximos meses”, fue la conclusión del manifiesto.

Y la historia está ahí para demostrar que la solución para esa deseada inmunidad colectiva es la vacunación: pensemos en sarampión, paperas, poliomielitis… Hablamos de enfermedades antes muy comunes y hoy prácticamente erradicadas. Además, el ejemplo nos viene bien para entrar en otro detalle: el efecto ‘rebaño’ no es igual para todas las enfermedades. La inmunidad colectiva contra el sarampión, según las OMS, necesita que el 95 % de la población esté vacunada; si hablamos de la poliomielitis, ese porcentaje está cerca del 80 %. Estas magnitudes se basan en las tasas de infección promedio de cada patógeno y el maldito SARS-CoV-2, con los datos de finales de 2020, dio muestras de que con un 70% de la población total inmunizada, su transmisión se reduciría en gran medida. Pero, cabe insistir, la OMS se basó en datos de finales de 2020, que quizás estén ahora revisando, y hay quienes no están de acuerdo y hacen sus propios cálculos, como Ali Mokdad, profesor de Salud Global en el Institute for Health Metrics and Evaluation (IHME) de University of Washington, a quien el citado porcentaje le parece una cifra un tanto optimista.

Vacunas. Por decirlo de una forma sencilla, hasta ahora las vacunas se basaban en dosis controladas de los propios patógenos, una vez parcialmente desactivados, que enseñaban a nuestros organismos a generar anticuerpos capaces de combatir la infección, si se producía. Así siguen funcionando, por ejemplo, las vacunas de la gripe que anualmente nos ponemos. El problema de este tipo de inmunización es que obtener, por cultivo, suficientes agentes infectantes, desactivarlos y conservarlos envasados, lleva un tiempo que, en situación de pandemia, no nos podemos permitir. Afortunadamente, unos estudios de la bioquímica húngara Katalin Karikó, permitieron trabajar con el ácido ribonucleico mensajero, ARNm, que es la base de las vacunas más utilizadas desde los primeros momentos.

La idea es brillante: si un virus usa una proteína concreta para, a modo de llave, entrar en las células del ser humano, cambiemos la cerradura. La vacuna de ARNm enseña a las células a reconocer esa proteína, no el virus, de modo que cuando este intenta utilizarla se encuentra con que nuestras defensas han aprendido a no abrirle la puerta. Y, si no abre, no puede infectar. Porque, recordemos, un virus no es un ser vivo, sino una simple —pero contundente— secuencia de ADN, que utiliza a su ‘hermano pequeño’, el ARNm, para decir cómo se unirán los aminoácidos de una determinada proteína y define la síntesis de esta para que se produzcan copias idénticas.

Grupo. Volviendo a la inmunización, y aliviados porque las vacunas se están produciendo a un ritmo impensable hace unos años (precisamente porque jugamos con procesos sintéticos y no estamos sometidos a los tiempos que implica el cultivo biológico), supongamos que damos por bueno el citado 70% de la población, como límite por encima del cual podemos considerarnos todos protegidos. La siguiente pregunta es cuándo puede suceder eso. Obviamente, depende de los ritmos de vacunación que, a su vez, están condicionados por factores de producción de los laboratorios, de la llegada de nuevos sueros al mercado, de la capacidad de los Estados para vacunar a sus ciudadanos, de la economía de cada región, de la organización social y hasta de la distribución demográfica.

Se puede tildar de buena idea, aunque un poco estresante, la verdad, la iniciativa de la web https://timetoherd.com/, que va incorporando a diario los datos de vacunación por países: compara su población con la cantidad de dosis que se inyectan y da una bien visible cifra de días que le restan a ese país para lograr el 70% de habitantes inmunizados. Estas cifras varían cotidianamente, claro; pero para dar una idea de la situación internacional —datos de mediados de abril de 2021—, el país al que menos días le quedan para alcanzar la inmunidad de grupo es las Islas Caimán (43 días) y al que más, salvando los casos de Bielorrusia y Egipto, de los que no hay datos, Sri Lanka (271.550 días). El país europeo que más adelantado va es Hungría (77 días) y el que menos, Croacia (513 días). Para España, el cálculo es que nos faltarían 187 días (6,23 meses) al ritmo actual para alcanzar la inmunidad de grupo.

Precauciones. De nuevo, mirar al conjunto de la población mundial es plantearse la necesidad de seguir manteniendo el pulso con el virus. Porque en un territorio concreto, pongamos España para no ir más lejos, podremos haber conseguido la inmunidad en poco más de seis meses, pero, si nada cambia, a nuestros vecinos de Portugal les quedarán aún algo más de tres meses y medio, dos y medio a Francia y, agárrese, más de dos años a Marruecos. Esto no significa mucho, puesto que la mayor movilidad, ya sabe, se da por vía aérea; pero es una reflexión: ¿nos sirve de algo alcanzar el 70% de inmunidad si hay un 30 % de nuestros compatriotas vulnerables y a expensas de lo que nos llegue de otros países que están lejos de lograrla?

La respuesta es sí: sí sirve, dicen los epidemiólogos. Pero sin bajar la guardia, añaden; manteniendo las precauciones entre locales y con los visitantes, siendo conscientes, si salimos de nuestras fronteras, de que podemos traer con nosotros el virus y, lo que es peor, nuevas mutaciones cuya capacidad de infección puede verse amplificada, como en el caso de las detectadas en Reino Unido, Brasil o Sudáfrica. Mutaciones que, si pasa como con el virus de la gripe (responsable de 650 000 muertes al año en el mundo, según la OMS), puede que requieran una nueva vacuna que nos enseñe a defendernos, salvo que los formatos de vacunación con ARNm sean capaces, y es una posibilidad, de controlar cualquier cambio en el ADN vírico.

La conclusión es que, si hablamos de pandemia, lo que implica problema mundial, debemos pensar también en soluciones mundiales; aunque sea por propio interés. No nos queda otra.

Katalin Karikó: inteligencia, tesón y convicción

La bioquímica húngara Katalin Karikó está considerada la ‘madre’ de las vacunas contra el SARS-CoV-19. Emigró a Pensilvania, EE. UU, en los años ochenta del pasado siglo, ya con una idea en la cabeza: la terapia genética basada en el ácido ribonucleico mensajero, ARNm. A pesar de muchos contratiempos, dificultades y hasta desprestigio científico por sus teorías, sus trabajos son la base para lograr, mediante la vacunación, células inmunes. “Esto es algo increíble porque significa que todo el trabajo que estuve realizando años enteros, durante la década de los noventa, y convencer a la gente de que tal vez el ARNm sería bueno, valió la pena”, dijo Karikó. Ya hay voces que avalan su candidatura al Nobel.

La historia está ahí para demostrar que la solución para esa deseada inmunidad colectiva es la vacunación: pensemos en sarampión, paperas, poliomielitis…

Por si las dudas

Time to Herd (Tiempo para ‘manada’). @dbunks, @ChrisBit, @ciruz

Scientific consensus on the COVID-19 pandemic: we need to act nowThe Lancet (octubre de 2020).2020).

Brote de enfermedad por coronavirus (COVID-19)Organización Mundial de la Salud.

 

Cuánto protegen las vacunas

Más allá de las cifras que marcan la inmunización de grupo, están esas otras que indican la actividad de las diferentes vacunas. Además: ¿es lo mismo cuando hablan de eficacia y efectividad? Sí y no, porque ciertamente ambos aspectos miden la reducción proporcional de casos entre las personas vacunadas. Sin embargo, de eficacia hablamos cuando medimos resultados en laboratorios y de efectividad cuando lo hacemos en el mundo real. Pero vamos a los porcentajes: cuando los científicos dicen que la eficacia (todavía es muy pronto para hablar de efectividad) es, por ejemplo, del 90 %, esto significa que por cada 100 personas que se vacunen solo 10 tienen el riesgo de infectarse (y seguramente con una mayor virulencia, cabe añadir). Por tanto, una persona vacunada está protegida al 100 % o no está —del todo— protegida, si su organismo no ha reaccionado adecuadamente.