«Si Tomás Moro levantara la cabeza», por Carlos Sánchez

ENTRE MAGNITUDES

CARLOS SÁNCHEZ,
director adjunto de El Confidencial

@mientrastanto

Si Tomás Moro levantara la cabeza

En 1516, Tomás Moro publicó un libelo, en el sentido antiguo del término; esto es, un opúsculo o un librillo, como se prefiera, en el que ya esbozaba una especie de renta básica para todos los habitantes de Utopía, ese territorio ignoto en el que se procuraba la felicidad de sus habitantes. Incluso los esclavos, decía Moro, aquellos “trabajadores pobres de países vecinos que vienen a ofrecer voluntariamente sus servicios”, tenían derecho a que se les tratara con humanidad. “No escatiman nada [en Utopía] que pueda contribuir a su curación, trátese de medicinas o de alimentos”, sostenía uno de los personajes más atractivos de la historia.

Resulta ocioso decir que su idea, la de procurar un bienestar básico a todos los ciudadanos independientemente de su estatus o de su contribución al erario, ha tardado siglos en llegar. Pero lo cierto es que todos los países, incluidos los más pobres, han diseñado unos sistemas de protección social, en función de sus recursos, inimaginables en tiempos de Tomás Moro, quien lo vio, precisamente, como una utopía. Es decir, lo que nunca se consigue. Y es, en este sentido, en el que hay que situar herramientas como el ingreso mínimo vital, que no es, ni mucho menos, una renta básica universal como la que predicaban economistas tan dispares como Freedman o Tobin.

El IMV es mucho más modesto, y, probablemente, es mucho menos original. No en vano, este país dispone desde hace décadas de una panoplia de prestaciones no contributivas que han dado forma a eso que se ha denominado Estado de bienestar, que no es sólo tener acceso a la educación o a la sanidad como un derecho de carácter universal, sino, también, a que el Estado provea un mínimo de recursos monetarios en caso de necesidad. Las pensiones no contributivas, la renta activa de inserción, los subsidios para mayores de 52 años y, por supuesto, las rentas mínimas que han desplegado todas las CCAA, independientemente del color político, forman parte de esa arquitectura asistencial que el IMV viene a completar.

Es decir, el ingreso mínimo vital no es más que un complemento al Estado de bienestar, y así es como hay que evaluarlo. No tiene nada que ver con un sistema de renta básica como el que han propugnado muchos economistas. Mientras que el IMV se dirige a los muy pobres, aquellos que se han quedado fuera de la red de protección social, la renta básica se configura como una prestación de carácter universal dirigida a toda la ciudadanía.

Esta diferencia puede parecer sutil, pero está en el centro del debate sobre el ingreso mínimo, ya que en función de la elección de una u otra forma existe condicionalidad o no la hay. Y aquí está el meollo de la cuestión: qué condicionalidad hay que exigir a quienes tienen derecho a una prestación pública. Para unos, debe ser elevada o, al menos, suficiente, para evitar crear bolsas de penuria, lo que se ha llamado la trampa de la pobreza, un círculo vicioso del que es difícil salir porque los beneficiarios tienen una renta asegurada. Es decir, individuos que se conforman con unos ingresos mensuales (complementados en muchos casos con economía sumergida) que, en este caso, se situarían entre 462 y 1.015 euros, dependiendo de circunstancias familiares. Para otros, por el contrario, la condicionalidad debe ser prácticamente inexistente en aras de que la prestación se parezca lo más posible a la renta básica universal.

 


                                                             «El ingreso mínimo vital no es más que un complemento al Estado de bienestar, y así es como hay que evaluarlo»

 

La condicionalidad es, por lo tanto, la clave de bóveda del sistema de prestaciones del Estado, y de ahí que muchos de quienes han impulsado desde hace décadas la necesidad de crear una renta básica -Milton Freedman la articulaba a través de un sistema de impuestos negativos- se sientan defraudados por la aprobación del Real Decreto-ley del pasado 29 de mayo, que establece numerosas medidas de control. Tantas que el propio Gobierno se ha visto obligado, recientemente, a aligerar la carga burocrática que exigía la concesión, lo que explica su pobre funcionamiento durante los primeros meses de rodaje, aunque los derechos tengan carácter retroactivo desde el 1 de junio.

El hambre, sin embargo, no espera y de poco sirve pagar una prestación en diciembre cuando las necesidades se han producido unos meses antes.

Como muchos expertos han puesto de relieve, la eficacia de cualquier renta asistencial depende de su diseño, es decir, de su capacidad de incluir en la red a quienes realmente lo necesiten, salvo que se trate de una renta universal, que no es el caso. Y el diseño, necesariamente, dependerá de su encaje con el sistema de rentas mínimas que hoy tienen las comunidades autónomas, que, en última instancia, son quienes han asumido la competencia.

Es probable que las premuras de tiempo con que se ha diseñado el IMV no hayan conseguido esos objetivos. Sin duda, porque el IMV, que era un proyecto de legislatura, se ha vinculado al Covid-19. Y aquí está otra de las cuestiones peliagudas. Unos piensan, como se ha hecho en otros países, que habría que haber diseñado un mecanismo de emergencia para todos los ciudadanos, una especie de cheque universal, que hubiera cubierto a todos los ciudadanos mientras dure la pandemia, mientras que el Gobierno ha optado por una medida de carácter estructural.

Las dos fórmulas, sin embargo, no son antagónicas. Países como EE.UU., poco intervencionista, han optado por la vía de los cheques como solución de emergencia, y probablemente el sistema ha sido más eficaz, mientras que en España se ha optado por un mecanismo demasiado burocrático para dar respuesta a la pandemia económica. El resultado es que pocas personas han cobrado todavía el IMV y que el sistema de protección social tiene vías de agua que habría que cerrar lo antes posible. Al fin y al cabo, como decía Tomás Moro, en Utopía, ese país imaginario, “tienen muy pocas leyes, pero, para un pueblo tan bien organizado, son suficientes muy pocas”.