EL AÑO 2020 iba a ser para mi familia uno de esos repletos de bodas o eso parecía antes de que llegase la pandemia. Teníamos programadas desde mucho tiempo antes al menos dos: una en Extremadura, de la hija de una amiga mía de la universidad y otra en Houston, en Estados Unidos, de la mejor amiga de mi hija. Eran dos celebraciones especialmente importantes y un tema de conversación recurrente en mi casa porque implicaban no solo una organización muy planificada, incluido “cruzar el charco”, sino una ilusión enorme para todos. Ambas eran a final de año, en otoño, y apuntaban ser multitudinarias. Cuando en marzo compareció el presidente del Gobierno Pedro Sánchez a decirnos que debíamos quedarnos en casa para luchar contra el coronavirus y empezamos a familiarizarnos con palabras como estado de alarma, confinamiento, cierres perimetrales etc., estas celebraciones fueron de las primeras cosas que me vinieron a la cabeza. Por aquel entonces, claro, pensamos que sería algo breve de pocos meses, jamás imaginamos la que se nos venía encima.
Segun pasaban las semanas y se acercaba la primavera, miles de parejas casaderas se preguntaban qué iban a hacer. Las cancelaciones se acumulaban una tras otra, y las restricciones cada vez hacían más difícil mantener la esperanza. Con cifras de fallecidos que superaban los tres ceros cada día, meter a doscientas o trescientas personas juntas, en un establecimiento, era poco realista y, además, daba pánico. Poco tiempo después, en junio, llegaron las explicaciones de cómo podían ser este tipo de eventos en la nueva normalidad. Mascarillas obligatorias, aforos reducidos, cócteles sentados y terminantemente prohibido el baile. Con estas medidas, ya en firme, tocaba tomar una decisión definitiva. Aplazar o seguir adelante.
La tendencia en ese momento fue posponer, pensando que el año siguiente sería mejor y las bodas podrían ser como las de antaño. Sin embargo, los meses siguieron pasando y cuanta más información se tenía sobre el virus y la vacuna, se veía más claro que 2021 tampoco sería un año al uso y los novios empezaron a adaptarse a esta nueva realidad que incluía menos invitados, una celebración diferente y una luna de miel en territorio nacional. Según el informe Global sobre el impacto de la covid‐19 en las bodas, que recoge las respuestas de cerca de 10.000 parejas de 15 países con bodas programa‐das de septiembre 2020 a enero 2021, cada vez son menos las parejas que optan por aplazar la fecha de la boda y más las que deciden celebrarla adaptándola a las medidas recomendadas.
Así ha ocurrido con las dos que yo tenía programadas. La primera, la de la hija de Nani, mi amiga de la universidad, se terminó celebrando con todo lo que eso conllevaba. Los novios se habían mantenido firmes en la decisión de su fecha, querían casarse contra viento y marea, pero ¡cómo no iban a querer, con la ilusión y preparación que llevaban a cuestas! Lejos de la alegría que suele vivirse en las semanas previas de la celebración, las bodas covid tienen un tinte más amargo y un sabor agridulce. Preocupación por los cierres perimetrales, confirmaciones y bajas a última hora, nada de preboda, abrazos a distancia y brindis, en muchas ocasiones a través de una pantalla de ordenador. El miedo al contagio, sobre todo a una edad que ya supone un riesgo real, me hizo formar parte de esos invitados que, vestidos con nuestras mejores galas, vimos la ceremonia a distancia.
¡Bendito internet que tanto nos está ayudando en estos tiempos revueltos!
Mi hija Itziar joven y una de las buenas amigas de Laura la novia, sí que acudió de forma presencial, en representación de la familia. Dice que ha sido una de las bodas más bonitas a las que ha ido en la vida. Íntima, emotiva, especial y sobre todo diferente. Tal vez por eso de que ahora valoramos mucho más las pequeñas cosas, los momentos cercanos y sencillos que tanto nos han faltado durante el confinamiento. La novia estaba guapísima, pletórica y no deja de afirmar, una y otra vez, que no cambiaría ese día, ni esa celebración, por nada del mundo. Dice que fue el mejor día de su vida, con la gente importante cerca, personal o virtualmente. Allí eran 45 personas, en su mayo‐ría veinteañeros y familia íntima, a través del streaming llegamos a estar conectados 200. ¡Quién iba a imaginar esto hace tan solo un año cuando tuvo lugar la pedida de mano!
La otra boda que teníamos, la que se iba a celebrar en Houston, también ha sido muy distinta a lo esperado. En este caso, llegado el mes de junio, los novios decidieron cancelarla. Los números de contagiados y fallecidos en Estados Unidos eran dramáticos, la mascarilla no era obligatoria y Trump insistía irresponsablemente en negar la evidencia del problema que tenía delante de sus propios ojos. Se trataba de una celebración muy internacional: la novia tiene familia mexicana y el novio es coreano. En ese momento lo que sí parecía evidente es que viajar internacionalmente no era una opción. Pospusieron iglesia y banquete a octubre del próximo año, sin embargo, cuando llegó septiembre, cambiaron de opinión.
La incertidumbre sobre si 2021 les permitiría una boda al uso, les llevó a querer celebrarla cuanto antes, solo con sus padres y hermanos. La ceremonia tuvo lugar en México, dentro de una hacienda particular y el número de invitados se redujo a cuatro. Una semana después hicieron una cena con sus amigos íntimos en Houston, y la fiesta, si el maldito bicho lo permite, será el 16 de octubre del año que viene. Desde luego no era lo que ellos habían imaginado, pero con esa positividad que solo da la juventud, Scarlett, la novia en cuestión, dice que ha cumplido el sueño de cualquiera: tener tres celebraciones con el amor de su vida. Así que yo solo puedo decir: ¡Que vivan los novios!
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